Quizá una de las disciplinas con mayor hostilidad hacia las mujeres es la filosofía. Todos hemos leído frases de filósofos que no sólo las subordinan al control y poder del sexo masculino, sino que también anulan cualquier confianza en la inteligencia femenina, exiliándolas del mundo del pensamiento y de la historia oficial de la filosofía, porque ésta pareciera ser destino exclusivo de mentes masculinas. El filósofo italiano, Franco Volpi, algún día escribió que “así como Heidegger ha afirmado que la filosofía occidental adolece de un olvido del ser, así también se puede decir que está aquejada por algo mucho más insólito, a saber, un olvido de la mujer”.
La trama de la filosofía es una película sesgada por esos hombres que no se detuvieron a considerar a sus colegas mujeres como semejantes y ni siquiera llegaron a pensar en la posibilidad de que una fémina pudiera sostenerse en el prodigioso universo intelectual al que ellos sí pertenecían. Ejemplo de este acérrimo desprecio a lo femenino lo podemos encontrar en la antigua antípoda formulada por Sócrates (470-399 a. C) entre su esposa Jantipa —esta mujer celosa, impulsiva, guiada por sus sentidos antes que su razón y relegada al mundo de la vanidad—, y él mismo, quien es la contraparte pensante, racional y prudente de aquella soez actitud ‘femenina’. Jantipa es para el filósofo ese tormentoso dolor de cabeza, ese mal necesario que se justifica —nada más y nada menos—, por el hecho de tener dentro de su poder el engendrar hijos.
Schopenhauer (1788-1860), otro pensador que muchas veces el amplio público conoce más por sus comentarios misóginos que por su sistema filosófico, tiene una concepción parecida a la de Sócrates sobre el asunto de las mujeres, a quienes tilda de insensibilidad intelectual, porque están concentradas en el mundo de la socialité y las apariencias, haciendo del asunto del “amor, las conquistas y todo lo que ello conlleva, como arreglarse, ir a fiestas, etcétera”, su única profesión. Schopenhauer piensa en las mujeres como los receptáculos de eso que solamente ellas tienen el poder de engendrar: la vida.
A partir de esa condición biológica que sólo la mujer posee, el filósofo alemán intenta destinar los roles que cada género juega en la baraja del amor. Mientras el hombre se deja arrastrar por sus instintos, la mujer es esta objetivación del instinto, el medio materializado en voluptuosidad y belleza para lograr que la especie no se extinga. La mujer esconde tras sus curvas una trampa vital: el invisible e inescapable deseo de la reproducción. Paradójicamente, aunque el hombre es víctima de los artilugios femeninos, el sexo masculino es el único destinado a los propósitos del saber y las ciencias y son ellos quienes tienen un interés auténtico por el mundo del pensamiento. Por lo que si una mujer está interesada en las letras, el arte y las faenas de la sabiduría, sería tan sólo con el fin de atrapar entre sus garras a un hombre inteligente, a uno que luego utilizará como “institución de beneficencia”, porque según Schopenhauer, no otra cosa es el matrimonio para ellas.
Otro filósofo que tiene una idea parecida sobre las mujeres es Nietzsche (1844-1900), quien escribe que el amor femenino es más bien un tipo de invención de la sagacidad con el que la mujer acrecienta su poder en tanto que se vuelve deseada a los ojos de más hombres. Nietzsche también cree que las féminas carecen de fortaleza científica, y aunque se enamoró de una intelectual de la época, Lou-Andreas Salomé, cuando termina su relación amistosa con ella, la acusa de tener un “cerebro con incipientes indicios de alma. El carácter de un gato: el depredador disfrazado de animal doméstico”. Adjetivos que eran una manera de considerarla —parecido a como Sócrates y Schopenhauer se referían de las mujeres— una fémina guiada por sus impulsos antes que por su inteligencia, y preocupada más por ese carácter de cazadora que por cultivar la serenidad del pensamiento.
Podríamos seguir enlistando tendencias misóginas dentro de la filosofía y encontrar pensamientos de rechazo hacia las mujeres, que parecen estar fundados en una repugnancia hacia algo muy esencial: la maternidad y la osadía por verse demasiado arraigadas a los afectos.
La mujer tiene un poder del cual parece no darse siempre cuenta. ¿No son acaso ellas la base ineludible en la jerarquía de la especie? ¿No albergan en sí mismas ese poder superior, que ningún hombre por mucho que quisiera, tendrá jamás? ¿Por qué esa voluptuosa cualidad de las mujeres —la de volverse las creadoras, el receptáculo de un nuevo ser, las únicas posibilitadas a engendrar vida—, fue un defecto antes que una virtud, que desde la lupa de siglos de filosofía habría de ser anulado de antemano y despreciado por teorías machistas sostenidas en pseudo-argumentos?
Pareciera entonces que esa característica biológica de las mujeres, que las vuelve doblemente poderosas —porque no sólo pueden ser madres sino también pensadoras, artistas, profesionistas— las ha confinado en el pasado a cierta hostilidad por parte de los hombres, a ser consideradas como objetos de placer dispuestos al beneficio masculino. Este ‘machocentrismo’ filosófico no se dio cuenta de sus propias contradicciones. Se olvidaron que esas mismas mujeres a las que juzgaban los habían traído antes al mundo. Estos hombres le dieron un significado deplorable a la condición femenina, a esa morada por la cual —desde sus primeros segundos de vida— todo intelectual ha pasado: el vientre materno.
Si como diría Sócrates, Schopenhauer o Nietzsche, el hombre está subordinado a los encantos femeninos, pero al mismo tiempo tiene una mayor capacidad de raciocinio, ¿por qué entonces no pueden mantenerse al margen de la voluptuosidad de un bello cuerpo, darle la vuelta a la sagacidad de una amazona, o salvarse del candor de una linda joven? El hombre siempre pierde su poder, sucumbiendo a sus instintos, subordinándose a ser débil ante el “sexo débil”. Si siguiéramos esta lógica, el hombre sería más vulnerable que cualquier mujer, porque el hombre, a pesar de su apego al terruño de la inteligencia, sucumbiría a ese bajo mundo de las pasiones: aquí muchos filósofos meten autogol.
La mujer fue borrada por muchos siglos de la historia de la filosofía y considerada desde tal disciplina un ser inferior. Quizá este poder de dar vida, aunado al inevitable destino de que cada uno de esos filósofos con tendencias misóginas tuvo una madre, relegó a algunas pensadoras a la envidia masculina, a la competencia y a finalmente a la invisibilidad. Sin embargo en toda época hubo féminas que no sólo dejaron hijos, sino también obras. Porque como escribiría Umberto Eco, “no es que no hayan existido mujeres filósofas, es que los filósofos han preferidos olvidarlas, tal vez después de haberse apropiado de sus ideas”.