Julieta Lomelí / @julietabalver
Philipp Mainländer es uno de los filósofos que desarrolló toda una metafísica alrededor del suicidio. Para el autor de “filosofía de la redención” la génesis del universo había sido pensada, desde el pensamiento clásico y moderno, como un principio que da orden al mundo, un logos divino de carácter bondadoso e inteligente, una razón cósmica que al final constituye y determina toda existencia individual. Reconocerse también como parte de ese principio mayor aseguraba cierta serenidad vital, la de superar el peligro de la contingencia, la de morar con la esperanza de la trascendencia. Pero, escribe Mainländer, nadie ha pensado al mundo en su verdadera esencia: como algo múltiple que no se reduce ni a una voluntad, ni a un espíritu, ni a un dios, que por medio de nuestra autoconsciencia, “cual espejo ante la enigmática e invisible esencia al otro lado del abismo-, logré en aquellos reflejar algún sentido infalible del mundo, alguna verdad absoluta que dé consuelo al sinsentido”, porque aquella “vieja unidad divina no refleja ya imagen alguna”,
La filosofía de Mainländer está fundada en una ontología negativa, que sugiere que el mundo se explica a partir de ese principio que ya se desintegró, que da como resultado que nuestra realidad no sea algo determinado desde la bondad, “sino ese movimiento de un ser absoluto, a un ser fragmentado, al absoluto no ser, a esa transición del campo trascendente al inmanente”, por lo tanto, a una realidad sin garantías, donde hay guerra, enfermedad, pobreza, desigualdad, explotación, hambre, muerte. Esa realidad a veces terrible y sin sentido en sí misma. Una realidad sin dios bondadoso, sin historia que progresa, sin una verdad absoluta, o ideología previamente dada, sino que habrá de ser generada individualmente e históricamente.
Porque si como pensó Mainländer en su época, el mundo tiene una tendencia hacia la destrucción, ésta se exacerba conforme la civilización avanza. La cultura occidental apunta a la entropía, a la pérdida de sentido, por lo tanto, también la vida individual corre a veces hacia la tristeza. Para Mainlander no resulta difícil que el hombre se suicide como resolución inmediata a su dolor.
El filósofo -aunque radical- de fines del siglo XIX-, quizá sí tiene algo que decirle a esta época, porque pronosticaba los síntomas de una sociedad que apenas comenzaba el paso acelerado de la vida industrial, de la explotación y del capitalismo, que pronto se volvería, en palabras de filósofos posteriores, una sociedad nihilista, que corre hacia la inevitable perdida de sentido, hacia la destrucción sistemática de cada uno de esos grandes valores que sostenían el ánimo del hombre moderno: la igualdad, la libertad, la fraternidad, la paz, el estado, el sentido, la vida misma.
Otro filósofo francés, Albert Camus, por su parte escribió que la pregunta fundamental de la filosofía era aquella que indagara por el sentido de la vida: si ésta merecía o no ser vivida. El suicidio entonces se convertía en el problema principal que la filosofía habría de resolver. O al menos eso creería él.
Estoy de acuerdo con Camus en dos cosas, la primera, en que el suicidio generalmente es una consecuencia de una gran decepción, lo cual significa que las razones que sostienen una vida quedan contradichas por los hechos y algunos individuos no pueden afróntalo. Y la segunda, en que la causa última de un suicidio puede involucrar un tipo de resaca existencial, una crisis de sentido que hace creer que seguir viviendo es “absurdo”. La pregunta de la filosofía actual sería cómo devolverle el sentido a la vida en una época donde hay antes que una idea de comunidad, una idea de atomización y exacerbación de lo individual. Una sociedad en la cual, como escribe Byung-Chul Han, “no se forma ninguna comunidad en sentido enfático”, porque surgen solamente acumulaciones o pluralidades casuales de individuos aislados para sí, de egos, que persiguen intereses mediáticos comunes, o se agrupan en torno a una utilidad. La comunidad se degrada así hasta convertirse en un elemento formal del proceso de producción”. En una comunidad de seres solitarios, la pérdida de sentido se acelera.
Sin embargo no estoy de acuerdo con Camus al concederle tanto crédito a la filosofía ante el problema del suicidio, porque éste no es sólo un conflicto teórico; dudo mucho que la filosofía logre evitar que alguien se ate una soga al cuello, y tampoco podría animar a un depresivo. El suicidio más allá de ser un problema filosófico es un problema real y de salud pública. Según cifras de la OMS, diariamente, alrededor de tres mil almas deciden retirarse voluntariamente de este mundo, y más de 800 mil personas mueren cada año por suicidio. Un 75 por ciento de dichos casos ocurren en países de bajos y medianos ingresos. Los más vulnerables a suicidarse son los jóvenes, sobre todo los que tienen de 15 a 29 años de edad, por lo que el suicidio es la segunda causa principal de muerte entre la juventud[1] mexicana. Pareciera que, entre nuestros jóvenes, paradójicamente, la perdida de sentido frente a la vida cobra efectos notorios.
El hecho de que el suicidio sea “voluntario”, es etiquetado por algunos intelectuales como un acto de valentía y libertad. Sin embargo, mejor valdría la pena considerarlo como un acto desafortunado, con una repercusión social negativa, que también afecta psicológicamente a la comunidad de personas que rodean al suicida. Y que podría ser prevenible, siempre y cuando sea atendido por un especialista, y no por libros de superación personal, charlatanes, o incluso aforismos filosóficos.
El suicidio no es del todo un problema filosófico, sino un problema de salud pública. Desde la mitad del siglo pasado, existe un trabajo en conjunto entre la Organización Mundial de la Salud y la Asociación Internacional para la Prevención del Suicidio (nacida en 1960), en alianza con los medios masivos, para concientizar a la población mundial de la gravedad de dicho asunto. Al mismo tiempo que difundir y hacer llegar las herramientas y políticas necesarias para prevenir tan catastrófica situación.
Para combatir el número de suicidios es necesario no sólo un cambio de mentalidad individual, sino también una insistencia hacia los gobiernos para la creación de instituciones y programas de rehabilitación comunitarios, que ayuden a este fragmento de la población que se encuentra deprimida a seguir perseverando en este mundo.
Si bien tenemos como sociedad, importantes retos en políticas públicas. Y como según sabemos, aún la mayoría de los nuevos programas sociales están «operando» sin reglas claras de operación, porque según cuenta el mito se detuvieron varios subsidios públicos para cerrarle la llave a la corrupción. Pienso que hay que replantear, en el caso de la Ciudad de México, los recortes presupuestales hechos en todos los hospitales nacionales de alta especialidad dependientes de la Secretaría de Salud. Considero, si es que se me permite, que, para el tema de Salud Pública y salud mental, no se debe escatimar el presupuesto. Y aunque sé que lejos estamos de resolver los motivos principales que quizá orillan a un suicidio, como la desigualdad, la pobreza, la inequidad, la violencia, etc. Lo cierto es que la mayoría de los servicios de salud y especialistas, están ubicadas en las ciudades más grandes y es necesario un programa descentralizado que mire también hacia las ciudades de provincia.
Jorge Bergoglio, el obispo de Roma, no es propiamente un filósofo, pero sus encíclicas, como Laudato si, nos llaman a edificar la cultura del encuentro, que, probablemente, nos ofrece pistas para contrarrestar el malestar de la cultura que vivimos dese el arribo de la modernidad. “Un pueblo con alma puede pasar por muchas encrucijadas, tensiones y conflictos, pero logra siempre encontrar los recursos para salir adelante y hacerlo con dignidad”. Al hablar de la responsabilidad de los servidores públicos, menciona Bergoglio que su “trabajo se centra en devolver la esperanza, corregir las injusticias, mantener la fe en los compromisos, promoviendo así la recuperación de las personas y de los pueblos”. Abogar por los excluidos, por los descartados de las oportunidades, es ahondar con profundidad en el desafío del verdadero desarrollo inclusivo y sustentable. De devolverle el sentido a la comunidad.
Recuperar, como escribiría el francés Jean Luc Nancy sugiere, esa comunidad mediada por la comunicación originaria, por el amor desinteresado hacia el prójimo, que supera cualquier frontera, ideología política o forma de explotación y violencia: la comunidad desobrada, que no es obra de millones de votos, de sus simpatizantes o de sus opositores, sino de todos, porque acaece en la comunicación amorosa, en la dignidad de considerar al prójimo -más allá de sus creencias- siempre como igual y como parte también de uno mismo.
Recordemos que necesitamos un dialogo y un consenso que supere cualquier ideología partidista, necesitamos políticas públicas que nos incluyan a todos, porque los desafíos que vivimos, y sus raíces humanas, se solucionan tan sólo con el trabajo en equipo. Porque si un individuo decide suicidarse, en cierto sentido somos cómplices de esa muerte porque vivimos en comunidad. Lo que uno haga nos impactan a todos.
A los servidores públicos que apenas comienzan, les invito a tomar en cuenta una última recomendación de Bergoglio: “un buen político opta siempre por generar procesos más que por ocupar espacios”.
[1] http://www.who.int/mental_health/suicide-prevention/world_report_2014/es/