El “capitalismo digital”, como lo llamaría alguna vez el intelectual germano Timo Daum, no solo ha puesto sobre la mesa infinitas posibilidades aderezadas de optimismo económico, científico y social. Sino que también, y como cualquier novedad, la época del internet abrió un abanico de retos que a lo mejor ni siquiera hemos sabido aún cómo afrontar: desde la proliferación ilegal de datos privados, fotos íntimas, terrorismo cibernético, la desdeñable propagación ilegal de pornografía infantil o necrótica, hasta engaños masivos, fake news y shitstorms. El internet no solo puede ayudar a impulsar el trabajo entre partners, dar rienda suelta en ocasiones a la libertad de expresión, ser tierra fértil para cultivar buenas causas y dejar crecer información de todo tipo, sino que también puede volvernos víctimas de múltiples delitos. Es difícil ponderar, como en la vida más allá de las redes, si vale la pena vivir dentro de la red, o si, por otro lado, el internet es más bien el genio maligno, el causante de gran parte de nuestros males. Pero antes de emitir un juicio maniqueo de las bondades o contrariedades, hay que situar un poco arqueológicamente el fenómeno del mundo virtual.
El milagro del internet no solamente es el resultado del avance tecnológico, sino también podríamos pensarlo como la continuación de un proceso histórico que inició con una modernidad atomizante que empoderaba la razón y la autonomía del individuo, poniendo en crisis la idea de un mundo homogéneo, de un mundo regido por una sola autoridad o paradigma. Aparte de que la modernidad liberó al ser humano de muchas ataduras intelectuales que lo empoderaron y aceleraron el avance tecnocientífico, también lo fueron redimiendo de algunos discursos que lo volvían ciudadano de una sola patria, peregrinos de una sola tierra. A hombres y mujeres no les bastaría volverse —desde las palabras de Kant— ciudadanos del mundo, ni estudiar con pies viajeros —como escribía Descartes— “el libro del mundo”, sino que ese peregrinar algún día sería puesto en un hipertexto digital, al alcance de todos, o al menos de una gran mayoría, desvaneciendo poco a poco las fronteras culturales entre unos y otros.
Existe, pues, una diferencia entre ese hombre moderno, viajero, que mirando distintos lugares logra dominar múltiples perspectivas y quizá morar en alguna que su propio entendimiento y voluntad le haya dictado es la mejor para él; y ese individuo que en pocos minutos puede habitar distintas patrias en esa extensa red que es el internet. El filósofo surcoreano Byung-Chul Han habla de esta transición del hombre moderno que se convierte en un extranjero melancólico, porque en algún sentido sigue enraizado o buscando una patria; y el hombre contemporáneo que, gracias a la influencia del internet, se vuelve un peregrino —a veces angustiado— de un mundo sin brújula, en donde las naciones, las etiquetas y los prejuicios se desvanecen: un mundo heterogéneo en valores y discursos. Ese moderno ciudadano del mundo se quitó la etiqueta de la pertenencia, de la nacionalidad, de la obligatoriedad de la presencia, para volverse un errabundo, un ser libre que puede navegar o naufragar en cualquier lugar. La momentánea pérdida de la identidad, acelerada por un proceso de globalización, no es algo negativo para Han, sino más bien una condición para afirmar la tolerancia frente a lo que antes era “lo otro”, pero ahora puede ser también lo propio y a la vez no, lo de todos.
Escribe Han en Hiperculturalidad (Herder, 2018), con una bella metáfora: “el nuevo paisaje marítimo no conoce ni el espíritu (esa gran historia de progreso que perseguía la modernidad) ni el logos en sentido enfático (esa razón autónoma y moderna). El logos cesa ante un hiperlogo que, sin embargo, no presenta una sencilla continuación del diálogo o del poli-logo. Antes bien, abandona el orden mismo del viejo logos, al que se aferraban estos últimos”. Este hiper-logo es el nuevo orden de la hipercultura en el mundo del internet.
Han piensa, así, en el desarrollo de esa antigua razón moderna —aferrada aún a la idea del progreso, de construcción de identidades y de verdades lineales— en una razón múltiple, en un “hiperlogos”. Todos esos discursos infinitos que nos atraviesan, que asumimos y dejamos de asumir rápidamente. Mientras el hombre moderno navegaba en un tipo de aventura de la razón que temiéndole a la incertidumbre se aventuraba para poder conquistar, con ciertos límites, algún tipo de verdad, el mar de la hipercultura es “completamente diferente. En este caso, no se trata ni de la incertidumbre ni de la incomensurabilidad. Surfear es ciertamente la contra-imagen de esa navegación en lo incierto. Surfear refleja el estado de ánimo que, desde hace tiempo, también tiene efecto por fuera del ordenador. El usuario se encuentra de viaje en el mercado de la red, es decir, en el hipermercado, en el hiperespacio de la información”.
Este gran mercado virtual nos vuelve turistas incluso en nuestra propia ciudad o compatriotas en el extranjero, ese mercado propiciado, primeramente, por la globalización, y nutrido por la hiperculturalidad, nos da la oportunidad de comer sushi en Marruecos o de encontrar pozole en Hamburgo.
Pareciera que, desde la perspectiva de Han, esta hiperculturalidad digital no esclaviza al individuo sino, por el contrario, lo vuelve un Homo lieber, un hombre sin ligaduras, libre, que con la propia mirada recorre de un clic a otro el planeta, dejándose llevar por la liviandad, y por ello, devolviéndole el valor a la existencia, solamente del aquí y el ahora. Un viajero que no se queda en un solo sitio por mucho tiempo, y eso puede hacer del mundo un sitio despojado de ideas fijas, más tolerante. Este Homo lieber es un escéptico “del mito de la profundidad o del origen, recorre las superficies y dirige su atención a las apariencias multicolores”. La hipercultura, escribe nuevamente el filósofo surcoreano, propiciada ciertamente por el internet, es como la metáfora del rizoma, alguna vez pensada por Deleuze y Guattari, “una figura abierta, cuyos elementos heterogéneos juegan ininterrumpidamente unos con otros, se deslizan unos encima de los otros, y son comprendidos en el constante ‘devenir’. El espacio rizomático no es un espacio de ‘negociación’, sino de transformación y de mezcla”.
Resulta difícil no querer constatar en nuestras vidas la tesis de Han a favor de la hiperculturalidad. Seguro seríamos muchos los que quisiéramos sentir que gracias a esta nueva época podemos surfear en mundos sin aristas, sin jerarquías, y ser la imagen de un Homo lieber a quien no le interesa buscar una verdad auténtica, ni ganar o perder algo para siempre, ni tampoco le interesa ser reconocido o construir una identidad concreta, porque no tiene nada más que su libertad expuesta al mundo (a uno muy tolerante), que no se ordena de manera vertical, sino que va creciendo hacia todos lados y abriendo hasta la posibilidad más imaginada por medio del internet.
Me gustaría preguntarle a Han hasta dónde esto es posible, y si no es una utopía teórica que válidamente aspira a un “mundo plural”, pero lo hace desde una razón limitada, y moldeada también por una serie de algoritmos que determinan parte de la opinión y las decisiones no solo individuales, sino también colectivas. No estaremos hablando, más bien, de que también hay ¿mundos plurales en redes homogéneas? ¿La idea de hipercultura no podría caer en el riesgo de volverse uno de tantos hashstags?
Algoritmos plurales, redes homogéneas
Aunque en su obra Hiperculturalidad Byung-Chul Han plantea la bella utopía del turista digital que, desenraizado y sin obsesión por las etiquetas, desprovisto de toda identidad, es habitante de mundos infinitos. Y esta idea quizá podría superar algunos metarrelatos alrededor de la identidad, de la idea de Europa y Occidente como origen de la cultura, y que con el paso del tiempo fueron agudizando malentendidos, germinando totalitarismos y barbarie. El filósofo también tiene otros libros en los cuales el internet es más bien un genio maligno que homogeniza nuevamente la cultura, un sentido completamente inverso, e incluso contradictorio, a lo que parece haber sostenido en Hiperculturalidad.
En obras como El enjambre (Herder, 2014) y La sociedad del cansancio (Herder, 2017), el filósofo surcoreano dibuja varias críticas al mundo del internet, este mundo que es un espejo de la vida fuera de las redes, y por ello, no deja de ser un mundo virtual, de lealtades y amistades virtuales y de carácter efímero y aparente. El internet como un reflejo, muchas veces mejorado, de la sociedad contemporánea. Una sociedad cansada y deprimida, una sociedad construida de seres autoexplotados por cubrir altos estándares económicos, personales, profesionales. Una sociedad que camina y exige, aunque sea simulando, perfección. Y un mundo virtual en el cual también parece ser mal vista toda negatividad, dolor o queja profunda, un enjambre virtual en el cual, aunque un usuario estuviera destajado por dentro, deprimido y pidiendo auxilio, su ruego solo tendría el impacto de muchísimos likes y mensajes optimistas, escritos uno tras otro desde la dinámica de la ficción, del altruismo o la compasión simulada, y que finalmente no prevendrían ningún suicidio.
Así, esta sociedad que, aunque parecía muy plural a veces y que navega con la bandera de la hipertextualidad, de la hipertolerancia, de la hiperaxiología, de la hiperlibertad, de la hiperconectividad que nos acerca cada vez más, parece ser que finalmente solo está permitida si esa pluralidad de opciones prescinden de cualquier visión pesimista o negativa de la existencia. Han comenta que la estrategia del like, del botón de “me gusta” existente en muchas redes sociales, es la forma usual de estandarizar la positividad, la eficiencia, la afirmación de que todo está siempre superbién, de que se es superexitoso y feliz, y de que no hay nada de lo cual quejarse.
En este mundo virtual, sobre todo el de las redes sociales, la difuminación de las fronteras entre la vida pública y la vida privada desaparecen frente a la pretensión de exponer hasta el último rincón de nuestra intimidad, de nuestros afectos, o al menos, de construir un relato, un perfil que exhiba una vida lograda, en una sociedad obligada al optimismo y al rendimiento en todos los rubros: la simulación desde las redes sociales de una cotidianidad impecable, expuesta a un público dictaminador egoísta, pero de pureza y superioridad moral.
Estoy de acuerdo con que las redes sociales planchan cualquier conflicto, y eso no solo tiene una repercusión para la —ahora casi inexistente vida personal—, sino también para el plano de la opinión pública. Esta estandarización del like, de los mensajes limitados a un cierto número de caracteres, de las políticas de censura de las redes sociales como Facebook, más que promover la hiperculturalidad, determinan una forma de comportamiento que trasciende a la obligatoriedad de mantener una conducta de tolerancia y respeto entre los usuarios, a la estandarización de una corrección política impoluta. A la sacralización de ciertas imágenes y mensajes que sobresalen debido al dinero invertido en ello, y que pueden, incluso, alienar conciencias hacia una ideología política determinada (aunque sea una dictadura), un candidato (con un sublimado discurso racista), o una causa a la que se le haya invertido un gran presupuesto y número de ingenieros expertos.
Desde esta concepción de algoritmos vacilantes que simulan una pluralidad, pero que finalmente homogenizan valores y egolatrías, el optimismo digital pensado por Han en Hiperculturalidad sigue siendo una utopía en la práctica. Porque todavía, a estas alturas, las redes sociales y el mundo virtual no dejan de adherir conciencias, de alimentar identidades radicalizadas, afinidades de socialismos fallidos y aspiraciones enfermizas por renovados totalitarismos.
Y aunque quizá sea imposible quitarnos del todo la intención de dominar una idea fija de existencia, de querer imponer sobre los demás nuestras causas y creencias, de seguir luchando desde las redes por afirmar una bandera, una ideología, de un partido, o desde la inconciencia valores egoístas y fines que atropellan la pluralidad, poco a poco podemos dejar de ser esos seres nihilistas y ególatras aferrados a una identidad fija que no encuentran su sitio y no aceptan otros sitios, que buscan desesperados reconocimiento público a pesar de que deban simular y exponer su privacidad sin negatividades en redes sociales.
Seguro un día podremos dejar de ser esos “turistas” alegres y livianos en un mundo cada vez más globalizado, que no sufran asumir la hiperculturalidad en toda su transparencia, que al correr el mundo dejen de sentir que pierden algún tipo de abolengo cultural. Algún día cambiaremos esa idea de las razas, pureza y definitividades, para nunca más defender con garras y algoritmos la construcción de un muro o la adhesión de un voto ideologizado. Porque en la realidad, las fronteras ciertamente se van desdibujando poco a poco.
La sugerencia de asumir la hiperculturalidad como Han la piensa, que se ve acelerada sobre todo por el mundo virtual, habrá de apostarle a desdibujar las identidades tóxicas, los valores homogéneos, los mensajes que pretenden imponer ideas fijas y creencias inmutables, esto que se irá desvaneciendo para ser emplazado por un mundo abierto a todo, de posibilidades infinitas y fugaces. Quizá ya va siendo hora de comprometernos con este mundo hipercultural sin sentir nostalgia, o como escribe Han, augurando un siglo optimista: “El hombre del tiempo por venir no será probablemente un caminante del umbral con cara atemorizada, sino un turista con sonrisa alegre. ¿No deberíamos darle la bienvenida como Homo lieber (hombre libre)?”