Texto y fotos: Julieta Lomelí.
En 1977, en el primer número de la Revista Diálogos dedicado a la Ciudad de México, Ramón Xirau escribía en el epígrafe: “A estos árboles, cuando estoy ahora escribiendo; pero ah, este smog que los hiere y los vela; ah, lejanamente, este viejo centro hermoso, pero, ah también, esta multitud solitaria”. Una sensación similar me produce la Ciudad de México, sobre la cual he tejido un montón de pensamientos, a veces tensando los hilos con furia, como si quisiera reventar la última idea optimista que he tenido sobre la gran urbe, arrojando en las fracturas invisibles de mi corazón fracturado la última migaja de confianza en sus habitantes: “esa masa” ingrata, esos hombres y mujeres abyectos, proclives a la inhumanidad.
Sin embargo, en otros momentos, el anonimato que sólo la CDMX consigna, viene a bendecir mi casa. Ese silencio traído por una indiferencia total de los otros hacia uno, y a la inversa, algunas veces sí me parece un regalo divino: la soledad sitiada por libros, las inquisiciones creativas alejadas de la imperiosa dictadura de lo práctico, de pensamientos que emergen para convertirse en materia prima del deleite estético de la escritura. O la lectura como una biblioterapia, como ese clavado nocturno en honduras existenciales.
En transitar por los lugares habitados por las masas, sobre todo para entrar al submarino de los viernes, también he encontrado un gozo. El tránsito a veces es complicado pero en el momento en que entró a la burbuja marina, me dedico a tejer de versos, y piensos con mis amigos escritores, intelectuales hedonistas que me hacen evocar nuevamente las palabras de Xirau: “¡Ah!, ese viejo centro hermoso”…, los monumentos al arte, los museos, las construcciones palaciegas.
La jornada de los viernes con aroma a vino, generalmente acaecen en alguna terraza de ese “viejo centro” de la epidermis chilanga. Las tertulias vienen adornadas de citas y escolios que danzan ligeros, pero se fijan como estampas en la memoria, confiriendo fuerza para el resto de la semana. Durante la lúcida bohemia, el tiempo se vuelve instante y las manecillas no marcan minutos concretos hasta que llega la hora del largo tránsito a mi casa. Entre trenes y tráfico, las noches, o a veces madrugadas, posteriores al dionisiaco brindis por la amistad lúcida, regreso al otro lado del, para mí, epicentro simbólico de la nación: el centro de Tlalpan.
Cuando llego a Tlalpan, olvido por algunos días el ruido. El silencio se vuelve mi compañero. Camino…sus calles adoquinadas me recuerdan el camino que la enamorada Heloísa recorría a su convento, la prisión a la que la habían confinado por tener un amorío con su entonces profesor, el filósofo Abelardo. Ya saben, un largo cuento medieval. De la misma manera, después de la fiesta, del ajetreo mundano, vuelvo a mi claustro, recorriendo la calle «Calvario», a veces de noche, y otras, con el sol pesado en mis espaldas. Cuando mi alma quiere girar hacia rumbos más ligeros, miro hacia el norte para encontrarme una cuadra después con «Triunfo de la libertad», en medio de dicho paraje se encuentra un asilo de ancianos, una “prisión” con sólo dos pequeñas ventanas que dan a la calle. Ahí uno puede apreciar como los hijos bajan a sus viejos padres del automóvil en domingo -el peor día de la semana, el más triste y solitario-, para regresarlos a ese recinto enclaustrado que se ha vuelto su hogar, situada en la paradójica calle «Triunfo de la libertad». Cuando veo a los progenitores despedirse de su descendencia para entrar al asilo, quisiera desearles otra suerte, pero de nada serviría porque a lo mejor son los padres quienes se liberan de los hijos, uno nunca sabe.
En esa atmósfera de conventos y compasión, también quisiera contarles que muy cerca de mi departamento está también la «Hacienda Consuelo», que me redime, con sus amplios muros y la sombra que ellos me regalan, del “calvario” después de caminar algunas cuadras bajo el sol. Tres calles a la izquierda, hay un orfanato, y la Universidad Pontificia de México, en la cual se enseña, sobre todo, Teología. En dicha institución he pensado a veces hacer algún tipo de grado, o formación académica para lograr acercarme, de modo más profundo, a la divinidad. Volviéndome algo así como una proto-monja. Y es que el aroma de este terruño adoptivo despierta mi vocación interior de “santa”.
En el Centro de Tlalpan existen muchos otros conventos y seminarios en menos de dos kilómetros a la redonda. Si uno piensa que la CDMX es el espíritu de Baco materializada en ciudad, están muy equivocados, o quizá no conocen a la Santísima Tlalpan de las buenas consciencias. A veces pienso que es el mejor sitio que encontré para no extrañar mucho Puebla.
Con la torrencial lluvia, camino nuevamente por Calvario, por supuesto, una vez más olvidé mi paraguas. Levanto la mirada inundada de agua sucia y leo otra vez sobre esas paredes firmes, «Hacienda Consuelo». La lluvia estremece hasta mi último cabello, estoy completamente empapada y no sé qué es peor, si regresarme o mejor hundirme en medio de la calle. Pero en Tlalpan todo es posible y los milagros también, y un señor de edad avanzada, con semblante amable y cabeza tejida por hilos nevados, de aproximadamente unos setenta años, casi conocido, baja su parabrisas y me dice que me acerca a algún sitio para estar a salvo, o que me lleva a mi destino. Me lo dice de la forma más amable, que, sin ingenuidad, puedo asegurar que no me estaba cortejando, o coqueteando en absoluto. Más bien se veía preocupado. Inmediatamente, casi sin pensarlo, subo a su auto. “¡Qué confiada!”, dirán ustedes habitantes de un país de escépticos, moradores de espacios hiper violentos. Pero, fue real y así sucedió, quizá porque mis rumbos tlalpeños -a lo mejor idealizados por mí- son otra patria, una muy alejada de la entropía que contagia al resto de la gran urbe. Tlalpan es el rumbo de la paradójica compasión cristiana. Ese hombre que me salvó de la tormenta fue el barco que evitó mi naufragio aquella tarde, y me devolvió la esperanza de estar en el sitio correcto: un hombre al que nunca volví a ver.
El centro de Tlalpan está pintado de colorido altruismo, de un aroma sigiloso, de un olor a hombres y mujeres mayores, que quizá desprenden algún tipo de sabiduría y moral ancestral. Es el sitio de las casonas viejas, de libertades luminosas, de juventudes fuera de lugar, sobre todo en los bares de fin de semana; pero también es el espacio del “calvario” religioso. Uno que para mí se ha vuelto el lugar de la redención. Sí, de la única salvación que conozco para salir del anonimato, porque mi ego se resiste a disolverse entre las masas. Es ahí, en ese alejado Ghetto tlalpeño -dentro del gran Ghetto de la barbarie perteneciente a una Ciudad monstruosa-, mi nación individual que aún conserva a sus apóstoles: la patria que me ofrece inspiración para que mi escritura encuentre a sus posibles almas lectoras.