Haruki Murakami (Kioto, 74 años), dueño de una prosa hipnótica con la que ha creado un universo particular en territorios atravesados por la congoja, la soledad, lo fantasioso y lo íntimo, ha obtenido al fin el Premio Princesa de Asturias de las Letras que, como el Nobel de Literatura, se le resistía desde hace muchos años a pesar de ser un gran habitual en todas las quinielas. Nacido en Kioto en 1949, el autor japonés es conocido sobre todo por novelas como Tokio blues, Kafka en la orilla y 1Q84, pero también por relatos asfixiantes como los recogidos en Hombres sin mujeres o sus particulares manuales De qué hablo cuando hablo de correr y De qué hablo cuando hablo de escribir. En español, prácticamente toda su obra está publicada en Tusquets. Esta misma editorial tiene previsto publicar en primavera de 2024 su nueva novela, recientemente lanzada en Japón, con el título La ciudad y sus muros inciertos.
Huidizo, poco amigo de festivales o entrevistas, pero con brotes de una sociabilidad tan impactante como extraña, como cuando acudió a un instituto público de Galicia a recoger un premio que le habían dado los alumnos, Murakami vive prácticamente recluido en su casa con quien ha sido su esposa desde hace medio siglo. Con ella regentaba un local de música —otra de sus grandes pasiones— hasta que se dedicó por entero a escribir.
“Al principio de mi carrera de escritor se me ocurrió que podía construir frases como si tocara un instrumento y esa idea no ha cambiado hasta hoy. Mientras aprieto las teclas del teclado del ordenador, me impongo un ritmo determinado, me esfuerzo por buscar un sonido y una resonancia adecuadas”, confiesa en su manual de escritura.
Y ese ritmo propio ha crecido en su ficción de una forma tan contagiosa para sus lectores que muchos de ellos se han convertido en fans como los que puede amasar un gran músico popular. Sus novelas, generalmente extensas y de una extraña fluidez interna, propia, que no responde a cánones, sino a un ritmo y una cadencia muy personales, son adictivas para millones de lectores de todo el mundo que aguardan sus novedades con una lealtad probada en más de cincuenta idiomas.
En ellas, ha relatado el vacío al que se enfrentan los jóvenes en una sociedad japonesa que les excluye de la vitalidad y el deseo más directos, que se lo pone difícil, que articula distancias físicas y mentales de difícil superación; ha retratado los abismos, la angustia, la dificultad del amor y el desamor rozando en ocasiones la atmósfera de lo distópico, lo irreal. Y ha trasladado al mundo una fotografía total del Japón contemporáneo que se ha impuesto a muchos otros relatos. Real o ficticio, no lo sabemos, pero como verdad literaria tiene el don de la autenticidad.
Si en algún libro se ha autorretratado con transparencia, más allá de las nieblas y tinieblas que pueblan su obra, es en los dos citados manuales sobre lo que para él significa correr —ha corrido un maratón cada año durante décadas desde los 40 y este libro es imprescindible para quien practique este deporte— y lo que para él significa escribir. Los dos dialogan entre sí. Veamos.
En el primero, De qué hablo cuando hablo de correr, describe la ecuación que define el deporte de la maratón y que él traslada también a la literatura: la que forjan el ritmo, la velocidad del corredor y la distancia recorrida. Él confiesa que, a la hora de correr, utiliza el mismo truco que al escribir una novela larga: “Dejo de escribir en el preciso momento en que siento que podría seguir escribiendo”.
En el segundo ensayo, De qué hablo cuando hablo de escribir, compara la literatura con un ring en el que todo el que quiera puede atreverse. Se trata de saltar a él y combatir. Atreverse a ello es fácil, es habitual. Pero solo pocos resistirán en él, nos dice. Solo algunos ganarán.
Y él ha ganado.
“El mundo está plagado de piedras preciosas en bruto, tan atractivas como misteriosas. Los escritores están dotados de vista suficiente para dar con esas piedras. Con la actitud adecuada se pueden recoger y seleccionar tantas de esas piedras en bruto como uno quiera. ¿Acaso existe otra profesión que ofrezca una oportunidad tan maravillosa como esta?”, asegura.
El buscador de piedras preciosas que ha sido Murakami conquista al fin un premio que se le resistía como el Nobel de Literatura. De año en año solía pasar a la final, pues ha tenido suficientes defensores como para estar siempre en las quinielas y las votaciones, pero también detractores para no acabar de rematar. Hasta hoy.
“Yo no sueño. O no recuerdo los sueños, pero mi literatura está llena de ellos; los imagino. Un amigo mío, psiquiatra, solía decirme: ‘Escribes, no tienes que soñar”, contaba en 2019 a El País Semanal en una de las escasas entrevistas que ha concedido. Sueño cumplido o no, esta vez la suerte ha tocado a su puerta. Sobre el Nobel llegó a decir: “La Academia no publica finalistas. Son especulaciones de los editores y no me interesan. Pero me alegraron los premios a Dylan e Ishiguro porque valoro sus obras. Escribir es como el aire para mí. Disfruto del puro placer y la alegría de escribir; ese es el propósito de mi vida. Soy feliz con eso. Lo demás no es tan importante”.
Importante o no, este miércoles Murakami ha subido un enorme escalón. Quién sabe si algún día subirá el siguiente.
(Con información de El País)