La cinta ‘La forma del agua‘ -que llega a las salas de cine en México este jueves- fue seleccionada por el diario The New York Times para hacer una crítica. El autor
Aquí el texto:
La forma del agua es un cuento de hadas lleno de códigos, también es una película de monstruos genéticamente modificados y, como un todo, es maravillosa. Guillermo del Toro, el guionista y director, es un ñoño apasionado del género. A veces su entusiasmo puede afectar su disciplina y producir filmes desiguales (pero jamás totalmente aburridos) como Pacific Rim y La cumbre escarlata.
Sin embargo, en sus mejores momentos —como en El espinazo del diablo o El laberinto del fauno— fusiona el ardor de un fanático con una sensibilidad romántica sorprendente por su sinceridad. Se basa en películas viejas, libros de cómics, arquetipos míticos y su propia imaginación visual para crear películas que parecen menos hechas que descubiertas, como si las hubiera sacado del éter cultural y les hubiera otorgado color, voz y forma.
Esta cinta —que se estrena el 18 de enero de 2018 en América Latina— está llena de referencias, la más evidente es El monstruo de la laguna negra, un clásico del terror de la época de la Guerra Fría que trata sobre una extraña criatura, mitad pez y mitad humano, descubierta en la selva tropical del Amazonas. En la versión actualizada del cineasta mexicano trasladan a esa criatura hasta Baltimore a principios de la década de los sesenta y la conservan en un tanque en un laboratorio de investigación del gobierno, donde la someten a torturas brutales en el nombre de la ciencia y la seguridad nacional.
“La criatura”, como la llaman sus cuidadores, no representa ninguna amenaza para nadie. Como suele suceder con las criaturas salvajes en las películas actuales, es un personaje inocente a merced de una especie despiadadamente predadora, es decir, los humanos. Su némesis es Richard Strickland, un hombre conservador de quijada cuadrada que trabaja para el gobierno y es interpretado con un porte amenazador por Michael Shannon.
Strickland vive en una casa suburbana de tres niveles con su esposa y sus dos hijos, conduce un Cadillac, lee El poder del pensamiento positivo y le gusta el sexo mecánico en la posición del misionero (así como el acoso sexual en el lugar de trabajo). Su accesorio favorito es una macana eléctrica, un detalle que lo relaciona con los alguaciles sureños que ocasionalmente aparecen aterrorizando a los manifestantes de los derechos civiles en televisión.
¿Una caricatura? Quizá. Pero también es un villano perfectamente plausible y en su normalidad diabólica y totalmente estadounidense hay un rasgo necesario para darle una razón a la informal coalición del filme, una banda de inadaptados que salen a defender a la criatura. La más importante es Elisa (Sally Hawkins), una integrante del personal de limpieza del turno de la noche en el laboratorio, quien le pone discos de jazz a la criatura que está cautiva en la piscina, lo alimenta con huevos cocidos y poco después se enamora de él.
Nos podríamos sorprender por lo lejos que Del Toro lleva este romance entre distintas especies —básicamente, hacen de todo— y también por la forma tan natural y poco espeluznante en que lo hace, por la manera pura y apropiada en que los hace lucir. ¿Y por qué no? El folclor está lleno de príncipes sapo, bellas y bestias. La mitología clásica tiene sátiros y centauros, dioses que cambian de forma y ninfas con el poder de la metamorfosis, cuyas relaciones y cópulas son parte del legado humano.
El interés de Elisa se origina más en el reconocimiento que en la curiosidad. Debido a que es muda, los demás —y a veces ella misma— la consideran como alguien “incompleto”, algo inferior a un humano con todas sus capacidades. Sus dos mejores amigos son Zelda (Octavia Spencer), una mujer negra que trabaja con ella, y Giles (Richard Jenkins), su vecino homosexual. La simpatía sobria e intuitiva entre estos marginados le da a esta fábula un toque político.
La intolerancia y la mezquindad fluyen a través de cada momento como una corriente subterránea, pero la amabilidad siempre es posible, al igual que la belleza. La forma del agua está hecha con colores vívidos y sombras profundas; es tan llamativa como musical (y por breves momentos también se convierte en uno), brillante como una caricatura y turbia como una película de cine negro (el director de fotografía es Dan Laustsen; la banda sonora es de Alexandre Desplat). Su ocupado argumento se mueve con velocidad —la presencia de espías rusos jamás es dañina, sobre todo cuando uno lo interpreta Michael Stuhlbarg— excepto cuando Del Toro se detiene para mostrar un momento de ternura, una broma delicada o una erupción de gracia.
Hawkins y Doug Jones, lleno de alma y hermoso debajo de su brillante caparazón de escamas verdeazuladas, son quienes entregan la mayoría de esos instantes. Puesto que ni Elisa ni la criatura poseen el poder del habla, se comunican a través de gestos y, ya que ambos pueden oír, también lo hacen mediante la música. Hawkins, quien da una actuación muda en una película sonora, quizá evocará inevitablemente a Charles Chaplin, y, además, mueve su cuerpo y tiene gestos faciales que recuerdan la elegancia de ese actor, lo cual elimina la distancia entre la actuación y el baile, y así transforma la comedia física en una poesía corporal.
Aunque Del Toro ya se ha adentrado en el cine masivo y ha participado en franquicias, jamás ha sucumbido ante la estética autoritaria de los grandes éxitos hollywoodenses. Es un demócrata reflexivo cuya simpatía para con los menospreciados no se ha convertido en autocompasión melancólica de superhéroe.
Lo más notable y bienvenido de La forma del agua es su generosidad de espíritu, que se extiende más allá de la pareja central. Zelda y Giles, un artista cuya carrera en publicidad se ha desviado, no solo son personajes de reparto. Tienen sus propias películas en miniatura, al igual que el espectral científico que interpreta Stuhlbarg. Sucede lo mismo con Strickland, aunque esa es una película en la que nadie querría participar, sobre todo porque se siente demasiado cercana a la realidad.
No obstante, en el mundo de Del Toro, la realidad es el dominio de las reglas y las responsabilidades, y el realismo es una visión de las cosas literal e indescifrable que solo puede contrarrestarse mediante la fuerza de la imaginación. Esta jamás será una lucha justa o simétrica, y la razón más importante para hacer filmes como este —o, en tal caso, para verlos— es equilibrar las probabilidades.