Mientras veía La forma del agua, dirigida por el mexicano Guillermo del Toro, no podía dejar de pensar en los siguientes versos que alguna vez Xavier Villaurrutia dedicó a Salvador Novo: “Mar sin viento ni cielo, sin olas, desolado, nocturno mar sin espuma en los labios, nocturno mar sin cólera, conforme con lamer las paredes que lo mantiene preso y esclavo que no rompe sus riberas, y ciego que no busca la luz que le robaron”.
The shape of water hace del tema acuático una poética, el agua como símbolo de cautiverio: un reducido estanque donde se apresa a una criatura, a un enigmático anfibio bípedo, el “monstruo salvaje” enjaulado por un salvaje hombre, el norteamericano coronel Strickland (Michael Shannon), que lo golpea cuando puede con una macana electrificada, quien juega en el sucio tablero de la política maquiavélica, defendiendo un sólo interés, impedir que los rusos —esos astutos zorros que por medio del espionaje sigiloso tienen metidas sus narices en todos los asuntos internacionales—, lleguen a la enigmática criatura y aprendan de ella. Ese anfibio que por un motivo desconocido fue símbolo divino para antiguas culturas, quizá una letal arma si se tuviera la comprensión adecuada de sus poderes, aunado a la maldad absoluta de quienes los conocieran.
Así es como inicialmente se teje el poema de la metáfora del agua “sin viento, ni cielo, sin olas”, como el líquido que ayuda a sobrevivir a una antigua deidad que va perdiendo su esplendor, que confinada a una prisión, se vuelve un dios “esclavo que no rompe sus riberas y ciego que no busca la luz que le robaron”. Hasta que lo salva una mujer, “sin espuma en los labios”, enmudecida a causa de un artificial destino, pero dotada por naturaleza de un vasto cosmos afectivo, un mundo interior colmado de amor que sería imposible agotar con palabras.
Elisa (Sally Hawkins), la joven que se encarga de hacer la limpieza del discreto laboratorio militar, empieza a notar a la criatura más allá de su supuesta peligrosidad, no lo juzga por su monstruosidad, resulta obvio que él es físicamente distinto a ella, pero no por ello le parece un ser desagradable o feo, sino todo lo contrario, encuentra entre ambos una semejanza ineludible. En esa prisión, él tampoco tiene una voz, también está solo y marginado, ella le devuelve la voz en un sentido figurado, a veces charlan con señas, a veces sólo es necesario mirarse a los ojos y hablar el lenguaje universal del amor.
Elisa, aprovechando esa invisibilidad social de la cual goza su labor de limpieza y ayudada por su colega y amiga de color, Zelda (Octavia Spencer), por su vecino homosexual, un dibujante sin éxito, el desempleado Giles (Richard Jenkins), y por el Dr. Hoffstetler (Michael Stuhlbarg), un científico que trabaja para el laboratorio, que esconde su identidad y dirige sus acciones más por una bioética que por los intereses de su nación; en una odisea que comprende una tercera parte del film, logran rescatar a la criatura de esa prisión de agua.
Después comienza la parte más bella de la trama, la metáfora del agua simbolizada por el erotismo, como el líquido vital que recorre los orificios, que lubrica el deseo, para dar cabida a la sensación de cualquier posibilidad amatoria en la superficie del cuerpo. El romance entre Elisa y la criatura también es carnal, huye del sobrestimado platonismo metafísico, pero no es sólo el mero planteamiento de un deseo sexual, sino de la construcción de una comunicación que trasciende la circunstancia del idioma particular. Es el amor sugerido como la comprensión del otro más allá de cualquier límite impuesto por la nacionalidad, por la clase social, y en este caso, quizá para volverlo más enfático, por la especie.
El film de Guillermo del Toro es un himno al amor, a ese amor que se debe tener hacia los demás por el sólo hecho de estar compareciendo con nosotros en el mismo mundo, como seres que viven y sienten. Elisa y la criatura comprenden esto, saben que el amor auténtico rompe cualquier barrera propinada por diferencias mayores o sutiles.
Pero no todo es color rosa, la película de Guillermo del Toro también muestra el otro polo del amor, de la tolerancia y la comprensión. Encontrándole un personaje al clasismo y al racismo en el coronel norteamericano Strickland, quien se ve en escena manejando un costoso Cadillac, creyendo que su poder y dinero le darán acceso a la mujer que él quiera; una buena puntada de Del Toro, al poner sobre la mesa, la discusión del acoso sexual y la misoginia.
Sé que en The shape of water bien podríamos cambiarle el nombre al coronel gringo racista, por el de algún presidente actual; que las referencias rusas intervencionistas no son ingenuas; que el asunto de los abusos sexuales y del odio al género femenino hoy más que nunca resultan un tema a resolver. En esta complejidad y amplitud hermenéutica se encuentra la fascinación de la película, que bien puede ser leída como esa proyección de la Norteamérica actual que pretende ser “great again”, o como el desafortunado nacionalismo gringo de los sesenta que termina con el asesinato de Kennedy y el devenir de una guerra. Pero también puede ser vista como una película de cine fantástico, que cuenta la hermosa historia de una pareja híbrida, que dialoga con el cine del pasado, que fabula con sus monstruos y sus semejanzas humanas y construye una mitología con un final abierto.
Prefiero leer el film como una filosofía sobre el amor, como ese lenguaje que va más allá de un idioma concreto, una complicidad que se funda entre dos seres que se entienden bajo una determinada complejidad afectiva. Un amor que supera cualquier prejuicio, cualquier tabú de edad, de circunstancia social; un cariño intenso de individuos que se comprenden y nadan juntos en ese mar de sentimientos irreductibles a un solo idioma, a una sola raza, a una sola clase social. Ese amor que puede redimirnos de las relaciones utilitaristas o servilistas, que aniquilan la humanidad del prójimo, que lo invisibilizan y lo vuelven víctima.
No por menos, en una entrevista que le hicieron a Del Toro en octubre del año pasado, comenta que la obsesión que germinó la idea de La forma del agua, fue ver en su infancia la película de Jack Arnold, La mujer y el monstruo (Creature from the Black Lagoon, 1954), enamorándose de la pasión que la protagonista sentía por la criatura. Sin embargo, él siempre quiso un final donde ambos personajes se quedaran juntos. Ese “error cinematográfico”, como él le llamó, fue el que ahora ha pretendido corregir con The shape of water, una película que habla, sobre todo, del amor. Del profundo amor que se le puede tener al prójimo.
En cierto sentido, la película de Del Toro es idealista, es un discurso edificante, un film que en un mundo tan lleno de odios e intolerancia parece apostarle a lo imposible, a hacer del amor un lenguaje universal.