El columnista Ricardo Alemán no es un santo. No es una víctima -o bueno sí, pero de sí mismo. Ricardo Alemán no es defendible por ningún ángulo. Sus columnas son ricas en adjetivos, epítetos, acusaciones, desprecios que solo muestran cochupos, prebendas y su actitud mercenaria (no se puede justificar a un periodista mercenario, aún si Julio Scherer lo fuera). El caso Alemán no es un tema de libertad de expresión, porque la libertad siempre tiene límites, y si se es comunicador y se tiene un liderazgo de opinión, o por lo menos la responsabilidad para opinar, se deben saber las consecuencias de los actos.
Muchos de los que escribimos hemos sido víctimas y cómplices de la censura gubernamental y, obviamente, de la autocensura, que sí es más grave, pero es producto de la primera. La censura fue la correa y el collar de castigo que condicionó a un comportamiento que es la autocensura. Nadie puede decir que la ha librado, tampoco es para rasgarse las vestiduras, los que nos dedicamos a esto sabemos los riesgos y las consecuencias de disentir o de aplaudir.
Cuando disentimos del gobierno, de un partido político o candidato, somos alabados y retacados con likes en nuestras redes sociales y al mismo tiempo somos acusados por la parte cuestionada, pero cuando reconocemos a una autoridad, llámese gobernador, alcalde, diputado, etcétera, etcétera, etcétera, somos llamados “chayoteros”, “comprados”, “vendidos”, “mercanchifles de la información”, “comecuandohay”, “saltapatrás” y demás lindezas.
Y tal vez sí lo somos, pero no siempre.
En ocasiones hemos sido censurados, pero sabemos las reglas de la empresa con la que trabajamos, y quien diga que jamás ha sido víctima o victimario está mintiendo, son los gajes del oficio y no se trata de justificarlo, pero sí de comprenderlo. Lo otro, quien se diga un santo en el periodismo y que no ha cometido errores y dos tres chingaderas simplemente miente.
Si en este momento criticamos al candidato de Morena a la Presidencia de la República tenemos una horda de zombies o walking deads a las puertas de la redacción del periódico tratando de comerse nuestras vísceras. No aplica para los candidatos a la gubernatura, ahí juegan otros intereses.
Lo que ocurrió con Ricardo Alemán es la suma de sus actos. El darle RT a un “meme” en el que llama a los fans de López Obrador a darle muerte, de entrada es poco gracioso y, en segundo lugar, solo siguió el guion que le han impuesto, o quizá fue él mismo en un acto de tener iniciativa para hacerse el chistoso y para agradar a quienes alimentan su bolsillo. No obstante, la consecuencia al final llegó. Se habla de falta de libertad de expresión porque utilizó su cuenta personal de Twitter, pero se le olvidó que cuando se trabaja y se cobra en una empresa, lo que se haga público afecta a la marca en la que trabaja. No se puede deslindar la persona de la compañía y viceversa.
No es un tema de moral, sino algo más de fondo. Desde principios del nuevo milenio se confundió la crítica, se pensó que criticar solo es estar en contra o hablar mal de alguien solo porque sí, ser “contreras” para amuinar al que está al frente de algo y no, no es así.
Crítica también se relaciona con crisis y con criterio, es decir, es la forma en la que se aborda una crisis con criterio. ¿Se es crítico si se habla bien de algo o alguien? Sí. Ahí está la crítica literaria, musical, teatral o cinematográfica, que no necesariamente es para hablar mal, a veces es también un reconocimiento a la labor de un escritor o artista.
Para criticar se necesita entonces criterio.
¿Un periodista lo puede hacer aunque no sea politólogo o académico? Sí, porque la base de un buen columnista es que en el origen fue reportero y la experiencia de lo que vivió, vio, escribió, analizó, compartió, investigó, opinó, editó, sintetizó y dedujo le da un plus que el académico sólo tiene con base en sus libros aunque poco trabajo de campo.
Ambos están autorizados para opinar con criterio y argumentos sobre un personaje o hecho en específico. De ahí que puede ser crítico y hablar o escribir bien o en contra de alguien siempre que lo haga con base en una lógica y criterio, no nada más opinar por opinar. No sólo hablar o escribir a tontas y a locas para llamar la atención y bailar el pasito perrón.
Desde el inicio de este milenio se comenzaron a repartir columnas a diestra y siniestra, sin tomar en cuenta trayectorias; solo se le dio voz a la rumorología y a la plumocracia (el poder de la pluma, el “mañana me lees” y la extorsión). Muchos personajes, por lo tanto, escriben, dicen u opinan sin conocimiento de causa. Desde luego, al poder en turno, a veces le conviene tener un periodista que no piense para evitar que pregunte o informe. Para eso están los boletines, ¡chingá!, para que el reportero ya no piense y evite la fatiga. Para eso son los pools de prensa y para eso se chacalea en las oficinas del Congreso del estado.
Nada más feliz que un gobierno con reporteros güevones que al término de una sesión de cabildo, institutos electorales o Congresos del estado lleguen a pedir el resumen al presidente de cualquier organismo. Ya con eso llevan la versión oficial y ¡voilá!
Las redes sociales, por otra parte, han sido el campo de batalla de las ideas. No obstante, son como una cantina pública en la que cualquiera puede decir lo que sea, no importa, solo se está en contra o a favor.
Mientras muchos festejamos que se acabaron los liderazgos de opinión impuestos por la conveniencia gubernamental, nos dejó atónitos cuando vimos que ya cualquiera se dice periodista cuando algún diputado cachetón subsidia económicamente un proyecto por internet o cualquier personaje puede decirse conductor sin tener ni la mínima noción de nada, sin saber qué es conseguir información, valorarla, sintetizarla, escribirla, calificarla y asumir las consecuencias primero con los editores, después con el director, a continuación con el dueño y al final con el público.
Por ello, lo que hizo Ricardo Alemán no es solo su RT en Twitter, es algo peor: la suma de todo lo antiperiodístico que es y que refleja el nivel de los que actualmente se dicen “columnistas”. Ahora, decirle rata a un funcionario es tan fácil que ya no importa qué piensa el interlocutor.
Deben existir consecuencias de lo que se escribe o lo que se dice, no por un tema legal, que eso es regreso a las cavernas, pero al menos sí por los editores, puesto que si uno lleva ya años en este negocio sabe las reglas, sabe qué está bien y qué está mal. No nos hagamos los sorprendidos.
Todos los que vivimos por y para el periodismo sabemos qué se puede y qué no se puede; y no porque cualquier improvisado cree solo una fanpage y compre más de cien mil bots en Timbuctú nos quieran venir a enmendar la plana a los que hemos sudado el papel periódico. Así que el caso Ricardo Alemán es para seguirse analizando, ya que cualquiera puede caer en la tentación de ser como el citado columnista que ahora se tira al suelo para seguir moviendo la cola a sus jefes (ya ven, eso se pega).