En 1862, el novelista ruso Iván Turguénev escribía en “Padres e hijos” sobre el estado psicológico de uno de sus personajes, Bazárov, quien era el hijo burgués de una época de desencanto, subversivo ante los dogmas de sus padres, un “nihilista” que no creía en las tradiciones familiares, que no “tiene fe en ningún principio, ni les guarda respeto de ninguna clase, ni se deja influir por ellos”. La rebeldía juvenil, que como todo anarquismo veinteañero, demanda una destrucción del pasado, de eso que los progenitores reconocen como valioso, y que los hijos, según creen, desechan, aunque la mayoría de las veces, reemplacen por algún otro valor. La juventud siembra en toda alma, a ese nihilista rebelde que no acata ningún imperativo que le haya sido impuesto, porque antes “todo lo considera con sentido crítico”.
En una de las tantas páginas de Dostoievski de «Los hermanos Karamazov», se habla también de otro nihilista, un descreído de la religión, creyente ahora de que todo está permitido», profesando un «nihilismo moral que asegura no hay nada prohibido para el hombre». Porque si dios y todos esos imperativos que lo han acompañado “han muerto”, quizá también ha muerto cualquier miedo provocado por un comportamiento “inmoral”, e incluso, cualquier creencia de que hay comportamientos inmorales.
En el siglo XIX a los jóvenes se les llamaban nihilistas. En los años sesenta del siglo XX, se les llamaba hippies, a otros los denominaron punks, todos siempre fueron muy ateos. A finales del siglo XX, la juventud ya cargaba con un “gen X” maldito, volviéndose la generación que peleaba ahora contra la inercia de los padres, contra ese romanticismo de los años sesenta, contra la bandera del amor compasivo como el motor de vida de esos “viejos idealistas”.
“La generación X” era indiferente a los valores fraternales, que parecían sacados más bien de una canción de John Lennon, que del despiadado mundo capitalista que se abría ante sus ojos. Fueron la generación crítica de esos resabios de cursilería de sus progenitores. Pero al mismo tiempo, consumistas de nuevos valores que nacían en la cuna de la globalización. Por ello, ante eso que les ofrece el mercado pero que les costaría mucho comprar, se erigieron como una generación escéptica, apática, que no esperaba mucho, porque no había mucho que el mundo laboral pudiera asegurarles. El metarrelato de la seguridad social quedó clausurado con la jubilación digna de sus padres.
Esa generación X, que en los artículos de periódicos de los años noventa era catalogada de indiferente y mediocre; hoy, para la prensa milenaria, resulta que no era tan rebelde como se creía. Son la nueva “la fuerza de trabajo”, “en su mayoría casados, con hijos, con ingresos estables o al menos, aspirando a ello”. Es curioso: su escepticismo de finales de la centuria pasada mutó, en su cuarta década de vida, en algún tipo de amor, parecido al de sus padres, que, como toda generación disruptiva, terminó volviéndose, con sus debidos matices, parte de eso que en el pasado juzgaban de “tradicional”.
Sí, así fue. Esa generación X descrita por Douglas Coupland en los noventa, como una generación no muy lejana de la publicidad, víctima inconsciente de la mercadotecnia, pero que se sentía especial y distinta. Finalmente, moldeada por las marcas de la cultura pop, por MTV, por la apatía prefabricada, por un ateísmo, más viejo que el siglo XVIII, pero que ellos apenas descubrían. Esa generación X que hizo ídolos a los suicidas del club del 27, pero volvió mesías a su contemporáneo, el grungero Kurt Cobain, quizá también despertaba con esa muerte violenta, que le destapó los sesos a varios, porque era hora de exhibir las neuronas y ponerlas a trabajar, una vez más, a favor del establishment.
La generación X, estos cuarentones desencantados de la vida, ahora son, muchos de ellos, proveedores, padres de familia, burócratas con corbata, y supervivientes de su propia rebeldía juvenil. Otros, quizá, servidores públicos, jefes, empresarios, académicos. En resumen, suertudos acreedores de un servicio de gastos médicos mayores, de un patrimonio, de un historial laboral que les dará una jubilación y una vejez digna. Eso en lo que “las nuevas generaciones desubicadas no piensan”.
¿Quién los imaginaría así en los años noventa?, cuando apenas, con un poco más de veinte años, aspiraban a la eterna adolescencia, y cantaban en coro, con la absoluta banalidad y simpleza que cualquier letra de Nirvana representa: “Im not like them / But I can pretend / The sun is gone / But I have a light / The day is done / But I’m having fun / I think I’m dumb / Or maybe just happy.» Porque ser feliz, al final, no resulta tan difícil. Sólo hace falta mirar al pasado.
“¡Aprendan!”, dirán esos cuarentones, a los nuevos quejicosos, berrinchudos y desencantados veinteañeros o recién estrenados treintañeros, bajo la etiqueta, generalmente expresada en sentido peyorativo, de “millennials”.