Por Olivia Gagan
“¿Cuándo fue la última vez que respiraste adecuadamente?”, me preguntó el terapeuta.
Se llamaba Allan. A los 30 minutos de que iniciara mi primera consulta, todavía estaba esperando que llegara a la parte donde me ayudaría a superar el fin de mi relación.
“No estoy segura de haber entendido”, respondí.
“Una respiración fácil y abierta. Los pulmones grandes de tanto aire”.
“No sé”, respondí. “Respiro todo el tiempo”. Traté de dirigir la conversación. “Solo creo que necesito trabajar sobre lo que sucedió…”.
“No me interesa lo que sucedió”, dijo. “Me interesa la última vez en que respiraste de manera normal. Eres una mujer joven y sana. Sin embargo, en tu papeleo veo que estás batallando para trabajar, no has ingerido una comida completa en semanas y no puedes dormir. Necesitas arreglar eso”.
Creía que la terapia me ayudaría a convencerme de que la pérdida de la persona a la que me había dedicado durante años era buena. En cambio, algo en la franca insistencia de Allan en los síntomas, en lugar de la razón, me causaba una sensación de opresión.
Se asomó a ver sus notas. “Estás toda jorobada”, dijo. “Te ves terrible. Tu tarea para la próxima semana es hacer los ejercicios que te mandaré por correo electrónico. Tienes seis sesiones y quiero que para la última ya estés respirando y durmiendo adecuadamente”.
Mientras pedaleaba de regreso a casa, ya me había deshecho de las palabras de Allan y había regresado a mi programación habitual: hurgar en los siete años que habían pasado desde que conocí a mi ex, escarbar en mis recuerdos para encontrar los detalles sobre cuándo se había echado a perder.
Habíamos comenzado con dos años de anhelos silenciosos (de mi parte) y citas con otras personas (de la suya) antes de finalmente unir nuestras vidas y hacer un hogar en Londres. Hasta el verano doloroso y prolongado en que se fue.
Siempre me había sentido orgullosa de ser fuerte, de tener la capacidad de reponerme, pero aquí estaba, meses después, luchando con preguntas sin respuestas durante la noche y despertándome en un vacío atemorizante.
Esa noche, acostada y despierta, me pregunté si me estaba equivocando al externar mis problemas. El enfoque de Allan en la respiración me sonaba sospechosamente a meditación.
Sin embargo, tenía frente a mí otra larga noche, así que busqué a tientas en las sábanas mi teléfono, y entonces vi su prometido correo electrónico.
“Descarga la aplicación del siguiente enlace”, señalaba. “Cuando la uses, imagina un lugar donde te sientas feliz y segura. Mantén esa imagen en tu mente. Luego enfócate en tu respiración. Usa la aplicación todas las noches antes de dormir. Practica”.
Mi mente se puso a buscar el lugar feliz recetado y encontró una playa rocosa en la costa sur de Inglaterra, donde pasé los veranos de mi infancia. Traté de recordar sus piedras duras y tersas, y el ruido que hacía mi hermano al gritar desde el mar.
La aplicación, Positivity with Andrew Johnson, se puso en marcha. Con acento escocés, un hombre contaba del diez al cero.
Con un toque de curiosidad traté de inspirar. Allan tenía razón en algo: mi pecho estaba duro por la tensión. Traté de llevar el aire abajo y mi barriga se distendió como la de un bebé. Mientras intentaba sincronizar mi respiración, la visión de la playa continuaba yendo y viniendo, interrumpida por ataques de pensamientos.
Aun así, seguí intentándolo todas las noches. Aprender cómo respirar era por lo menos algo diferente, un descanso del análisis exhaustivamente preciso de mi desgastada historia de amor.
Cuando fui a consulta con Allan unas cuantas semanas después, nuestra conversación giró en torno a la intuición.
“¿Qué te dicen las vísceras sobre lo que deberías estar haciendo?”, me preguntó.
“¿Mis vísceras?”. Me sentía avergonzada. “No siento nada allí”. Dirigí una mirada esperanzadora a mi estómago. En privado, siempre me había preguntado qué quería decir la gente cuando hablaba de su intuición.
“Mencionaste que te sentías nerviosa y que a menudo sentías ansiedad desde el comienzo del año”, dijo. “¿Qué crees que era eso?”.
Siempre había confiado en el flujo de adrenalina para hacer las cosas. Sin embargo, una energía más profunda y frenética que la usual se había manifestado en los meses previos a que mi novio se fuera.
Esta tensión hacía que pasara la aspiradora a mayor velocidad por la sala y daba origen a las comidas que había comenzado a preparar a partir de libros de recetas. Nuestro apartamento nunca había estado más limpio. En los domingos lluviosos, le pedía que hiciera planes para un viaje a París, lo cual no lo entusiasmaba mucho.
“Me parece difícil creer que mi cuerpo supiera que algo pasaba antes de que lo hiciera mi cerebro”, dije, con la petulancia escapándose a través de mi voz.
“La intuición es un sentido que se desarrolla a partir de tus experiencias pasadas, los libros que has leído, los ruidos en la calle, conversaciones, expresiones faciales”, dijo Allan. “Todo eso es información valiosa. Puede ayudarte a distinguir entre lo que es real y lo que es falso, a notar algo peligroso. Sin embargo, tal vez confíes más en tus pensamientos”.
“Los pensamientos son todo lo que tengo; eso es seguro”, respondí. “Ahí es donde toda esa información se usa”.
“Hay muchas investigaciones que no concuerdan con lo que dices. ¿Por qué no tratas de escuchar a tu cuerpo en lugar de a tu cabeza? Ahí es donde han surgido todos tus sentimientos”.
Sentimientos. No habíamos hablado de sentimientos para nada. Con el correr de las semanas, sin embargo, me di cuenta de que las emociones dolorosas, remotas y calcificadas desde hacía mucho empezaron a apoderarse de mí de manera humillante. Las lágrimas corrían por mis mejillas en el supermercado, mis hombros caían mientras suspiraba en viajes familiares en auto.
Mis sentimientos eran como el borracho que llega tarde a la fiesta y no calibra bien el ambiente. Aun así, era un extraño alivio descubrir que era capaz de sentirlos. Las lágrimas eran algo nuevo y se sentían como algo animalesco. Mis párpados estaban irritados por la sal de una manera que, sospeché, no tenía que ver solo con el fin de una relación.
El rompimiento había hecho algo más: había provocado una fisura y respirar solo parecía estar haciéndola más honda. Antiguos secretos y desastres bien guardados encontraron la fisura y comenzaron a salir, de manera ruidosa y caótica. Habían estado quietos durante años, pero ahora buscaban aire y agua.
Parecía que, en compañía de Allan, pasaba cantidades de tiempo en aumento sintiéndome como una idiota. “No quiero ser difícil…”.
De pronto sonó amable. “No creo que lo estés siendo”, dijo. “En el fondo, a menudo la gente sabe cuando algo va a suceder. Cuando algo debe cambiar”.
La última vez que hablé con Allan fue por teléfono; tenía trabajo que no podía hacer a un lado. Fue directamente al grano, como siempre. “Está bien”, dijo ante mis disculpas. “Estarás bien. Pero quería decirte que, si tu novio regresa, lo pienses seriamente. Buena suerte. Y no te olvides de llenar el formato de retroalimentación”.
Más tarde ese mismo día, desde el otro lado de mi escritorio, mi teléfono sonó. Era un mensaje de mi ex: “¿Quieres que nos veamos? Me gustaría hablar contigo”.
¿Cómo había anticipado eso Allan? El viejo amor me llevó a acercarme de nuevo, aunque en forma digital.
“¿Cuándo?”, contesté. “¿Dónde quieres que nos veamos?”.
Unos cuantos días después, tras una noche de una breve conversación forzada en un pub, estábamos parados en una calle londinense llena de gente. Era una noche nítida y clara de noviembre. Me sentía tomada por sorpresa. Diez minutos antes se me había quedado viendo de manera críptica y había dicho: “Creo que debemos intentarlo de nuevo. Te extraño”. Había estado deseando que dijera esas palabras.
“Entiendo que esto sea una sorpresa”, dijo. “Esperaré a que decidas”.
“No sé qué decir”, balbuceé.
Pero entonces apareció la playa. Había descubierto que mientras más tiempo pasaba imaginando la playa, mejor me sentía, y más me daba cuenta de las cosas. Esa tarde, por ejemplo, había disfrutado cómo el aire frío olía a fogatas.
Incluso en ese momento, inundada por el miedo, había pensado brevemente lo alegres que se veían los camiones color escarlata de la ciudad mientras transitaban en medio de la oscuridad.
Podía verlo esperando una respuesta, pero permanecía parada y muda. El tráfico emitía rugidos y yo podía sentir cómo mis pies vibraban sobre el pavimento. El viento frío soplaba, avivándome. Todo estaba en línea con una nueva voz interna, una que hablaba quedito e inesperadamente.
“Déjalo”, me dijo. “Toma lo que tienes y échate a correr”.
Así que pronuncié apenas una palabra, me di la vuelta y corrí para alcanzar el camión.
Eso sucedió hace unos dos años. Allan no me dio una cura para el corazón roto, pero me enseñó algunas cosas. A cuidar mi cuerpo, a respetarlo. A cuestionar a mi mente, que no entiende ni la mitad de lo que cree. A comprender que el presente es el tiempo que pasa en esa brecha entre las historias sin fin que nos contamos.
Hoy en día me importa más estar contenta y en paz que estar enamorada. No estoy segura de que el amor sea amor si te consume, si domina tus pensamientos. Tal vez eso sea otra cosa: obsesión, encaprichamiento.
Es un viaje perderse en una relación, y encontrarse a una misma de nuevo puede costar mucho tiempo y esfuerzo. No obstante, respirar libremente, estar alerta ante el mundo y estar en contacto con las propias emociones, cuesta solo 2,99 dólares en la tienda de aplicaciones. Y mucho trabajo.
La próxima vez intentaré tener amor y alegría al mismo tiempo. He oído que es posible.
Publicado originalmente en The New York Times