Por: Aldo Báez
Gershom Scholem, quizás el más significativo investigador de la mística judía, dedicó muchos
esfuerzos —en calidad de editor y comentador, pero sobre todo de historiador— a la interpretación del pensamiento de Walter Benjamin, al que sitúa en la vecindad
de Franz Kafka y Sigmund Freud, también escritores “judeo-alemanes”, según Scholem, y “hombres de una tierra extranjera”.
Estos hombres pusieron en jaque, en cierta forma, los sistemas de vida imperantes y simulados desde la vida cotidiana, donde la obra kafkiana expone una enfermedad de la tradición, como dice con claridad Walter Benjamin, el escritor fragmentario que nunca se sumó al discurso de sus contemporáneos y eligió la gracia y la esperanza antes que la férrea visión científica.
Sigmund Freud, por su parte, sabía que los raseros imperantes en la sociedad eran falsos y, sin embargo, se convirtieron en bandera de la modernidad: éxito, poder y riqueza; en los años veinte fueron estos personajes los que se percataron de que el hombre se había roto, que la caída edénica no era sino un mito ante la caída brutal que había descubierto después de la guerra mundial. A su manera, cada uno sabía que lo que venía no lo había imaginado ni Dante: la crueldad, miseria y pusilanimidad entre ellos. El hombre había dejado de ser el lobo hobbesiano para convertirse en algo más lamentable pero real.
Tal vez Franz Kafka sea el responsable de observar la miseria de nuestra escritura y la pobreza de los que se dicen escritores, y que —solos y ensimismados en medio de nuestra penuria— casi invariablemente lo hacen con el ánimo de exhibir un vil egoísmo de talento (gran contradicción), o para vanagloriarnos de que escribimos y (como fin de todas las cosas la razón es) nos urge publicar. Él, en varias de sus obras maestras que, por cierto, consideraba impublicables y lo avergonzaban, las mismas que en un acto de traición a la amistad, Max Brod se negó a destruir, pero que al final solo nos delata (a él y a nosotros) como personas que perdimos el pudor y el sentido crítico hacia nuestras palabras —que no es otra cosa que la voz del alma—.
Su obra en general es una lectura personal que nosotros al leerla sabemos de su universalidad: sus historias son tragedias en donde al parecer nada pasa, son tragedias como El Castillo o El
Proceso que, por momentos, parecen comedias por lo ridículo e insensato de los racionamientos y actos de sus personajes. Su peculiar manera de entender al mundo nos muestra de manera diseccionada la descripción heracliteana del hombre universal: ethos, antrophos, daimon. El destino de Kafka es su carácter.
Un día un hombre se despierta transformado en un insecto, pero en realidad, ¿se transformó o sintió que era un insecto que no se acomodaba al mundo que vivía? Tal vez la extrañeza de él fue la que obligó al autor a describir un insecto que no da miedo, porque no da miedo a nadie lo que acontece a Gregorio Samsa, y eso causa pesar y hasta cierta vergüenza, pero no por lo que el autor de La condena anuncia, sino por nosotros mismos que un día amanecemos convertidos en algo que no entendíamos que éramos, que quizá es consecuencia de la anodina vida que nos sobrepasa. O de la miseria que escondemos al dormir, por algo Kafka lo hace despertar.
Otro día un hombre, Josep K., despierta y a su recámara entran hombres de autoridad a detenerlo para que vaya a juicio, pero ¿de qué está acusado? Él no lo sabe, pero le queda claro que es culpable, porque tal vez todos somos culpables al recordar al poeta que nos recordaba que “nuestro peor delito es haber nacido” (que algunos atribuyen a Freud, además otros lo hacen al poeta Calderón de la Barca, cuando en realidad la sentencia viene desde los tiempos helenos: el pastor le dice a Edipo: “La peor desgracia para ti fue haber nacido”).
Lo interesante es el sentimiento de culpa y de apropiación del mundo que nos asfixia, y aunque estamos al corriente que esta es fundamental en los estudios del austriaco al intentar comprender el alma humana, sobre todo, del hombre contemporáneo. En el fondo poco importa lo que nos pudiera decir, somos incólumes a todo, incluso con aquel que ya cayó, pero su caída —Joseph Roth, lo entendía— es interminable y cada vez nos hace pensar en un purgatorio desde que nuestra conciencia entra al mundo.
Kafka crea, no un monstruo con K., sino un mundo inhabitable: oficinas sin forma, personajes sin conciencia, o más bien recrea el tedio y estupor que una oficina, en este caso un tribunal, y crea un asfixiante ambiente, aunque al final queda la impresión que cada casa es la que invita ese sentido de inhabitabilidad, tedio y sordina: nuestro mundo no es sino el reflejo de nuestra alma.
El artista es Kafka, del hambre o del trapecio, en ambos casos más que circos lo que hay de fondo son los ridículos y las absurdas conductas y actos de los moradores, o vigilantes, además de que el hecho que sea trapecista o ayunador resulta en desalmadas muestras de vidas sin sentido: no tienen que morir o quejarse por sus prácticas, simples son como cualquier hombre sin expectativas ni consuelo de que la vida no se elige, solo se va por ella, para ayunar o trepar al trapecio.
Kafka era un desencantado, no tanto de su vida como de la propia vida de cualquiera de nosotros. Esto lo pienso como que el sentido de extrañeza se convierte en un acto cotidiano, es una extranjería, una ajenidad, pero no frente a los demás sino frente a nosotros mismos, por eso Benjamin sabe que los extranjeros, los verdaderos, lo son incluso, en su propia tierra.
La obra kafkiana expone una enfermedad de la tradición, nosotros frente a él solo vivimos la traición, la inagotable traición de ser ajenos,
extranjeros a nosotros mismos. Pathéticos sería quizás nuestro apellido, el nombre… es lo que menos importa.