Por: Aldo Báez
Entre la vida y la muerte debería ser el título de este acercamiento a Ítalo Calvino. Sin embargo, no sería preciso, pues al final la vida contiene incluso a la muerte. La literatura es la memoria de esto.
Corría 1985 cuando me hablaron de dos escritores italianos, Leonardo Sciascia e Ítalo Calvino, tal vez dos maestros de las letras contemporáneas que, a diferencia de los latinoamericanos que discutían sobre la muerte de la novela, ellos abrían nuevos derroteros en la dirección contraria. No era gratuito que a partir de ellos, surgieran o se consolidaran narradores tan diversos en tierras del legendario Fabrizio sthendaliano, como Antonio Tabucchi, Claudio Magris, Roberto Calasso o Alessandro Baricco; aunque no recuerdo bien quién me habló de Calvino, pero, al parecer, fue en una clase con el maestro Fernando Benítez, hablando de los pueblos de México, porque recuerdo que aunque daba géneros periodísticos en la facultad, en realidad sus clases era una colección de andanzas entre los pueblos y la escritura.
El maestro nos habló de un narrador italiano nacido en Cuba que era muy importante o algo así y que le fascinaba la cosmogonía y costumbres de los pueblos americanos. Días después, en la colección de clásicos Bruguera, encontré un ejemplar del Barón rampante. Me encantó el humorismo, la rebeldía y sobre todo el desenfado con el que narraba, desde ese momento sabía que Calvino sería un escritor al que regresaría siempre, como ahora acontece. Podría decirse que me subí al árbol y tampoco bajaría. La vida en la ficción es una sonrisa irónica.
Un día nos despertamos con un terremoto y se perdió todo sentido de lo que en esos días hacíamos, tal vez, por eso, no nos dimos cuenta de su muerte. No era un hombre viejo pues contaba con 61 años cuando Ítalo Calvino fallecía (La Habana, 1923-Siena, 1985) y quizás como Agilulfo perdíamos a otro campeón caballero de Carlo Magno. Hombre noble y fiel al deber, su obra quedaba como una armadura vacía, pero sostenida por una inmensa voluntad y talento volcados en su ser y, por lo tanto, Calvino tampoco podría abandonar su «conciencia del ser»: si esto sucediera, dejaría de existir. Ese 19 de septiembre de 1985 dejó huellas profundas en la memoria de los capitalinos. La muerte siempre busca una señal viva que le permita ser.
Tiempo después, encontré en la librería de mi querido Manuel, librería a la que pasaba antes de llegar a la facultad, un ejemplar de Orlando furioso, pero no era el clásico poema de Ariosto, sino que era una versión en prosa que Calvino hacía de él (estos ejercicios con ánimos hasta didácticos se replican con Kundera que visita a Diderot o mejor dicho a Jacques y su amo (1995) o Baricco, quien hace lo propio con La Ilíada, 30 años después). Se podría decir que Calvino aparecía por muchos lados, como un novelista fantástico, neorrealista, coleccionador y anticuario de cuentos, buscador de fórmulas mágicas para sus narraciones, incluso la más sencillas, cuando después de que naciera mi segundo hijo, al llegar a la librería, tropecé en la mesa de novedades de Gandhi, con Seis propuestas para el próximo milenio, un libro cuyo –casi ridículo y anticipado título– firmaba justamente, Ítalo Calvino. Inédito a su muerte, Esther Calvino emprendió la tarea de la compilación de varios textos y su edición tuvo un resultado bastante feliz. La muerte deja un aliento para vivir a través de los libros.
Sus propuestas me revelaron su sentido de la literatura y en sus cinco enunciaciones sobre ella, quedaba claro que no era exclusivamente un gran narrador o un magnífico lector de poesía sino que era un hombre preocupado por la forma cómo se había abordado y debería abordarse el espíritu de las letras, pues no sólo escribe ficción, sino que borda y aborda sobre de ella una develación de sus claves y su sentido, si es que lo tiene, pero además inquieto por la literatura fundamental que se deposita en las posturas más que clásicas, populares, como lo son las obras que inmortalizaron los cantares de gesta y caballerías, y me refiero a lo que Ariosto hizo con una vena de la zaga carolingia. Con Orlando furioso y que Calvino como hombre consiente de mirar a las obras que construyeron nuestro camino para alcanzar la literatura contemporánea, no solo lo convierte en prosa, sino que le agrega, además de contenido, gracia, talento y dedicación en homenaje a su poeta predilecto. La muerte y la vida se entrecruzan entre los versos y la prosa en las que conviven las palabras.
No por casualidad, el último volumen publicado en la colección de la editorial Eunadi en 1956, sobre los autores fundamentales de la narrativa contemporánea, era precisamente La biblioteca di Babele (la aludida traducción de Ficciones realizada por Franco Lucentini), comentado de esta forma por Calvino: “L’argentino Borges è forse lo scrittore fantástico piú allucinato e grottesco dopo Kafka.” Como sortilegio, pues el autor de Las ciudades invisibles nació cuando el genio checo moría, en 1923. Por otra parte, Calvino y Argentina podría ser un tema, más que por la nacionalidad de su mujer, Esther Judit Singer, sobre todo por la admiración que profesaba a Borges, a quien pensaba como su maestro, y su amistad con Cortázar, al grado que Aurora Bernárdez, mujer de este último, era la traductora de Calvino y junto con Esther fueron las grandes promotoras de Ítalo en tierras latinoamericanas.
La admiración de Calvino por Borges era muy grande, no solo lo veía como un gran creador y poeta, sino como un ensayista y un intelectual, pero eso decía: Ma a farlo riproducendo dellediscussioni di intellettuali su questi argomenti, c’è poco sugo. Il bello è quando il narratoreda suggestioni culturali, filosofiche, scientifiche ecc… trae invenzioni di racconto, immagini,atmosfere fantastiche completamente nuove; come nei racconti di Jorge L. Borges, il piùgrande narratore ‘intellettuale’ contemporaneo”; sin embargo, al revisar la obra del autor de Nuestros antepasados, su genial trilogía, o sus consejos sobre los clásicos que se deben leer, nos permite otear aquella Biblioteca de Babel, colección fabulosa que Borges eligió como muestras del arte narrativo y poético, otra forma de leer a los clásicos, por cierto. Sabemos que los clásicos son aquellos que murieron sin saber que eran inmortales.
Observador agudo y lector de emociones como pocos, y para colmo un verdadero partisano, nos regaló con su fina mirada por sus ojos que como afirman los clásicos son las ventanas del alma, y en Calvino, entendimos que no sólo las personas son objeto de ella sino de manera hermosa lo hace con las ciudades, en el libro más borgiano que no escribió Borges, según Martín Caparrós, desde el nombre femenino hasta la última consideración que hace sobre esas privilegiadas urbes por las que deambuló la genialidad del hombre que desde hace un siglo y casi cincuenta años de ausente sigue presente en nuestra memorias y recuerdo literarios: “un último poema de amor a las ciudades, cuando es cada vez más difícil vivirlas como ciudades”.