Por José Luis Dávila
Existe una pugna recurrente por esa cosa con plumas -que se posa en el alma, y entona melodías de envidia, y no se detiene para nada- que se llama “reconocimiento”, una pugna que atraviesa a dos de las esferas que, con mayor frecuencia, se autoproclaman protectoras, gestoras, constructoras e insignias de la cultura en una ciudad, cualquier ciudad: la academia institucionalizada, que se ve a sí misma como estudiosa y crítica de lo que les gusta llamar fenómenos culturales, y los artistas, que se ven a sí mismos como la esencia de lo que es la cultura. Ambas instancias se equivocan, no se dan cuenta de su condición, una que Kafka habría relatado desde 1922, año esencial en el que academia y artistas terminarían por romper relaciones respecto a lo que es, justamente, el ejercicio de la cultura y la visión que cada uno tenía al respecto.
Al igual que en Un artista del hambre, tanto academia como artistas se alimentan de los aplausos por un acto que lleva a la autoflagelación. Se puede ser un SNI III o vender por cientos de miles -a veces millones- una obra, pero entre ambas cosas no hay una gran diferencia: son, lamentablemente, dos tipos de prisión regulada por el mismo prisionero, un prisionero que no se siente como tal por el mero hecho de haberlo elegido. Esto podría sonar escandaloso, o incluso como un artilugio para causar polémica, sin embargo, no es más que la realidad: es que ambos, académico y artista, necesitan de la jaula para ser vistos, porque de otra manera nadie les prestaría atención.
El narrador del relato de Kafka se pregunta si aquél dentro de la jaula, dedicado a pasar hambre para la obtención de reconocimiento externo, puede aspirar a algo más; por supuesto que puede, pero si alguien se lo dice, el artista del hambre se enfadaría porque está tan acostumbrado a su modus vivendi que cualquier indicio de crítica a ello le parece un ataque a su propia persona, incapaz de separar lo que hace de lo que es, un enojo comparable a cuando alguien con doctorado pide que le llamen por su grado como si fuera una adenda a su nombre, justo como entre artistas se llaman ‘maestros’ aunque por lo bajo hablen mal unos de otros.
La narración de Kafka también cuenta cómo el artista del hambre se segrega de los animales, culpándolos de su escasa audiencia, creyendo que existe una diferencia entre su jaula y la jaula de los otros, y sin embargo, cuando se le va a dar, en conmiseración, el reconocimiento que anhelaba, reniega de ello, como si adjudicara su acto a una decisión personal, un algo intrínseco que determina su existencia y lo rige, sobre todo porque lo atribuye a su gusto: el artista no come porque su paladar no gusta de la comida, porque ninguna comida le satisface al paladar, como si cumplir con el estándar de sus expectativas fuera una obligación del mundo, obligación que no existe fuera de la jaula, obligación que le separa de los otros y lo pretende hacer digno de un lugar especial. No sé, pero a mí me suena a todo lo que se vive día a día en cualquier mesa de ponencias disciplinares, en cualquier exposición de una galería pequeña: me suena a cuando alguien se quiere acercar a la cultura y el que está enfrente, que siempre se queja de que nadie apoya los eventos, se queja también de que la gente que asiste no es parte de lo él mismo considera la cultura.
Así, pues, vivimos en una cultura del hambre, una cultura en la que aquellos que se dicen protectores, gestores, constructores e insignias de la misma, al igual que el personaje de Kafka, morirán enjaulados para dar paso una atracción vital, engañosamente vital -cosa que ya sucede-, que embelese a las audiencias, porque ellos tal vez, de haber salido de sus jaulas, podrían haber hecho algo real por la cultura, en vez de aferrarse a ser vistos y reconocidos por nadie más que ellos mismos.