Por Aldo Báez
Somos espejos vivientes de todo el universo
Leibniz
La inauguración en 1873 de la Exposición Universal en Viena, que resultó un pésimo negocio, fue un guiño al mundo para decirle Viena existe. Gracias a ello, y aunque pocos se dieran cuenta en su momento, en 1876 llegó a la ciudad un niño con tres años de edad, procedente de la región bohemia, de nombre Karl Kraus. Llegaba acompañado por su padre, el comerciante Jacob, en busca de fortuna. Más de veinte años después, en 1899, cuando la dinámica creativa e intelectual de los centros culturales europeos buscaba abrigo en los salones, en Viena apareció un nuevo espacio de la plaza pública: el café; con él se abrían espacios de conocimiento y reconocimiento que, a diferencia de las otras ciudades donde podían localizarse reflectores radiantes de cultura, permitió el contacto entre artistas, estudiosos y pensadores de las más diversas idiosincrasias y temperamentos que se cuestionaban acerca de la naturaleza humana y la sociedad en un mundo donde la desintegración era el signo evidente.
En este mundo, Kraus fundaría desde su trinchera Dei Fackel, el espíritu crítico de esa ciudad –otrora de los valses–, e inspiraría a toda una generación de escritores con el alma fragmentada y en eterna fuga, como los llamó Joseph Roth, que eran los responsables del asedio a los cafés y la saciedad en los hoteles para escapar de las provincias del imperio, para asediar el problema de la quiebra moral en liberal pugna con una estética aristocrática en la que se hallaban inmersos y conformarían esa generación que advertía que las formas de la economía moderna, que subordinan la felicidad del ser humano a sus fines, los inquietaban tanto como la técnica y la ciencia, convertidas en fines en sí, y aliadas de la prensa y la economía, para configurar un cuadro general denominado progreso (1) . Carl Schorske llamó a esa época de fin-de-siècle, época que alargó su vida, por lo menos, durante las siguientes tres décadas en la capital del imperio más dominante: el Austrohúngaro.
Años más tarde, Hermann Broch, quien era poeta a pesar suyo, según Hanna Arendt, en La muerte de Virgilio diría, con la certeza de la concepción moderna del hombre, que éste no es parte de ningún asunto de interés nodal, que cuanto más será un tema risible. El hombre como tal es el problema de nuestro tiempo, los problemas del individuo se desvanecen incluso están prohibidos, moralmente prohibidos. El problema personal del individuo se ha convertido en el tema risible para los dioses y éstos tienen razón en su falta de piedad.
En esa ciudad, en las postrimerías del siglo diecinueve, emergen o arriban algunos hombres que ensayarían, durante los primeros treinta años del siglo veinte, sobre el ánimo, el pathos del hombre contemporáneo. La derrota en 1900 de los liberales por el poder parlamentario, a diferencia de casi toda Europa asentó en Austria a la monarquía que no moriría hasta la disolución del imperio con la derrota de la guerra europea en 1918. Esta derrota produjo, entre los artistas y pensadores, un sentimiento generalizado de decadencia e impotencia que como fantasma moralizante atraviesa la obra de casi todos ellos.
Lo moral, o lo moralizante, tocó a casi todos los hombres, entre ellos está el autor de una de las novelas más espectaculares en medio de la ciclópea calidad de lo fragmentario, El hombre sin cualidades, como un recuento de nuestras condiciones desde la mirada de nuestra propia insignificancia, como una construcción, desde nuestra imaginación del amor y la sociedad que no pueden ser; el creador de Sexo y carácter quien, al romper con las tradicionales lecturas sobre el tema, abrió con Adler la reconfiguración de las condiciones que podíamos percibir de nuestra alma y la construcción característica del hombre, aun sobre y contra la postura freudiana, que por aquellos años había reabierto los expedientes oscilantes de las estructuras psíquicas, indagando por los senderos ocultos del sueño y los actos ajenos de nuestra conciencia.
También irrumpe quien, con la trilogía de Los sonámbulos (Pasenow, Esch y Hugenau), nos ofreció un repaso de las representaciones humanas como acontecer histórico cultural: 1888, 1903, 1918; el romanticismo, la anarquía y la objetividad o el realismo (como periodización y deshistorización del imperio), agobiadas por sus limitaciones y el inmenso sentido de espiritualidad. En síntesis, hablamos de hombres que, en medio de su derrumbamiento, alcanzaron a comprender que la caída no era un simple accidente de la condición humana sino un proceso fatídico e inexorable hacia el implacable futuro; estos eran Robert Musil, Otto Weininger y Hermann Broch.
Ellos participaron en la encarnizada lucha por desterrar las instituciones morales dominantes, y sobre todo aquella cuya simple enunciación despertaba la más terrible sospecha y era comandada por el terrible concepto enunciado como la humanidad. Para esos hombres se convirtió en una lapa difícil de asumir. Era, en cierta forma, crimen y castigo para esa generación que habían perdido la sombra (Hofmannsthal), las cualidades (Musil), o de plano el sentido de la historia (Broch o Roth). Ellos atestiguaron y dieron fe por otros desconocidos testigos, que éramos nosotros mismos. Se introdujeron entre las grafías de la escritura, aún a costa de su fragmentación, de su dolorosa y sensible destrucción, de su abandono del mundo, por el gusto de compartir un café o una copa mientras miraban como reían los dioses y olvidaban la piedad.
La Viena de esa época, parecida a la del imperio, no fue larga, ni semejante a la de sus coterráneos. Fue breve pero no impidió que aquel imperio, que Pérez Gay llamó perdido, realizara una de las construcciones lingüísticas más impresionantes de la historia de la cultura humana, sólo semejante a las clásicas (Atenas o Roma) o renacentistas (Florencia o Madrid).
En 1894, con Joseph Roth, surgió otro de los titanes de aquella pléyade, sólo que Roth terminó, tal vez, demasiado pronto. Como exclamaba el poeta rumano, Mihai Eminescu, llegamos aún muertos al borde anhelado, como sobrevino a los narradores de aquellas emotivas y revolucionarias tierras centroeuropeas. Viena vive en esos tiempos una prosperidad intelectual que asombraría por más de tres décadas a propios y extraños.
Por ejemplo, en un solo año (1895) Freud y Breuer publicaron sus Estudios sobre histeria, Gustavo Malher estrenó su Segunda sinfonía, Schnitzler hizo lo propio con su obra Leibelei, (Amoríos) y, algunos años después, Wittgenstein enunciaría desde Cambridge su primer paradigma, contenido en el Tratactus logicus filosophicus. Estas obras simbolizan la quiebra de la representación de la psique humana, la ruptura de lo que expresaría la nueva música moderna, como llamó Adorno a lo realizado por Alban Berg, Arnold Schönberg o Antón Webern, así como el replanteamiento de la filosofía y los problemas de su enunciación: el imperio de Francisco José, aunque pereció no se perdió, sólo se inundó de melancolía. Las vidas breves presienten que es por sus obras que alcanzarán la grandeza.
Viena, de la mano de la mítica configuración de las formas de gobierno, se creó y sostuvo más allá del concepto de nación. Se comportó como una cultura, una zona cultural, una forma de vida. La rodeaba una aristocracia que le permitió fundar, como Alejandro o César, un imperio de la lengua. Franz Kafka, Ludwig Wittgenstein, Joseph Roth, Robert Musil, Hermann Broch, Karl Kraus, Elías Canetti, Robert Walser, Sigmund Freud, son y serán, con otros tantos, los embajadores, no simplemente ante otras naciones, sino incluso ante otros tiempos, del derrumbamiento de ser; no es caída sino lo que sigue después. Sus obras permanecerán a pesar de la llovizna del tiempo.
En medio de ese espíritu donde las inscripciones son fragmentarias y la esperanza parece reservada a una casi inexistente aristocracia, como corolario en 1905 nace Elías Canetti que nunca perdió la esperanza (2) ; tal vez el último profeta de aquella pléyade que se reunía en los cafés vieneses. Como muchos, él había nacido fuera de aquella hospitalaria ciudad, provenía de Bulgaria y, como todos los que llegaron de regiones lejanas a la capital, se había familiarizado, es decir, era otro extranjero y ciudadano al mismo tiempo, pues no le era ajeno –como escribió más tarde- que el hombre tiene que aprender a ser muchos hombres conscientemente y a mantenerlos a todos juntos. Canetti de esa manera es heredero y contemporáneo de las angustias de los instigadores del imperio, desde su condición de testigo de oídas hasta la forma de alejarse y acercarse al mundo.
Errante, políglota, judío, y, para colmo, escritor. Encontró como su preciado Kafka que también había llegado a Viena desde Praga, que la lengua alemana podría ser su patria y puso en práctica aquello por lo que Kraus luchó durante más de una vida contra periodistas y demás detractores de la lengua alemana: la escritura limpia y pausada.
La lengua, el alemán en específico, superó las fronteras nacionales. Los pueblos alemán, húngaro, checo o eslavo, unidos por un discurso idiomático. La Babel que se pudo originar en la capital austriaca optó, sin traicionar sensiblemente las lenguas naturales, por asumir una única lengua. Roth depositó el alma en las palabras. Cada vez más constataba que hay palabras que nunca se desgastan y tienen cierto parecido con las campanas: producen el viejo sonido de siempre, pero también un escalofrío nuevo al estar suspendidas, inalcanzables, tan por encima de la cabeza de los hombres. Existen sonidos que no han sido formados por lenguaje alguno, sino que, entre los millones de palabras de los idiomas de esta tierra, han sido transportados desde esferas ultraterrenas por vientos desconocidos.
Este hombre discreto en demasía, Elias Canetti, nacido en Rustschuk, Bulgaria. Aunque su lengua materna fue el ladino o sefaradí, un dialecto variante del español, en realidad el inglés y el germano fueron sus idiomas literarios. En 1911 se trasladó con sus padres a Inglaterra. Allí aprendió el inglés, con el que descubrió los clásicos de la literatura universal. Después de la muerte de su padre en 1912, se instaló en Viena hasta 1938. Por ese motivo el alemán se convertiría en su lengua de creación literaria. A partir de 1939 regresó a Inglaterra.
Tres vertientes configuran la fragmentaria escritura de Elias Canetti, que en cierta manera lo alinean o desalinean como un autor moderno y roto, como novelista, pero más que un hacedor de novelas, pues sólo realizó una al inicio de su carrera literaria, Auto de fe (1935), podría pensarlo como un narrador, sin embargo, más que eso fue un capturador de imágenes, un contador de historias con su vida en el centro. Él ejercía la batuta del concierto y el desconcierto, todo pasaba bajo su mirada o mejor dicho a través de su oído, su mirada era como él intitulaba la segunda parte de su biografía, un observador con astillas en los ojos, o más aún, un testigo de oídas.
La lengua absuelta, La antorcha al oído y El juego de ojos –que en lo personal prefiero como la astilla en el ojo– a las que podría sumarse Fiesta bajo las bombas, nos ofrece su historia desde Rustschuk hasta Inglaterra; su vida, su errancia, sus pasiones y amores, son pasajes igual de significativos que su oficio de escritor. “El que escribe” es para Canetti el que puede ufanarse de la profesión de escribir, el que tiene la conciencia de lo que escribe, el que tiene la conciencia de las palabras. Al final de su vida se lamentó porque como escritor no había hecho nada aún por detener la muerte. Magris, uno de los grandes conocedores de la literatura austrohúngara, pensaba la condición del escritor a partir de creadores como Canetti, pues el escritor auténtico, argumentaba, no es la primera figura o el aedo, sino un rostro en la sombra, una voz escondida que sale de las tinieblas y busca la oscuridad.
Su obra autobiográfica es, más que una memoria, un testimonio de su vida que busca de manera voluntaria esa oscuridad, entrelazado íntimamente con la vida cultural de una Europa que se desintegraba y transformaba significando y corrompiendo a la historia misma. Los sucesos cotidianos rápidamente adquirían conciencia ante sus ojos y oídos y él concedía los privilegios de la absolución a su lengua para poseer el poder de narrarlo.
En ello aprendemos el proceso de un creador y crítico ante los personajes indispensables en la cimentación de la obra del búlgaro. Kafka y Kraus recrean en Canetti la comprensión del sentido desvalido del hombre y potencia del oído (3) , la fusión entre sonidos e imaginación descienden de Shakespeare y Nestroy, en voz de Kraus. El oído es el órgano favorito de Canetti desplazando al ojo y detestando al sentido del tacto.
En otro sentido, la comprensión por las obras de Broch y, sobre todas las cosas, Kafka, caracteriza la postura de Canetti e invita a vislumbrar esa mezcla de aturdimiento y respeto por Joyce, o el desprecio, por momentos injustos, por Eliot.
Otra fase de Canetti fue como dramaturgo, tal vez atendiendo a Hofmannsthal, cuando decía que, si en el siglo veinte alguien tenía derecho a decir algo sobre el teatro, éste tenía que ser vienés y poeta. En cierta forma, el teatro en Canetti es una exaltación aristócrata típica de los vieneses y aunque sus obras no son mayores a sus modelos, sobre todo Strindberg, son una anticipación al rumano Eugène Ionesco, el maestro del absurdo.
Poca atención se ha prestado al teatro canettiano y no es injustificado, si acaso en su obra La boda ostente algún valor por las caracterizaciones logradas, antes que por la representación dramática que en realidad nunca llega. Mientras en el Espejo de las vanidades se encuentran algunos rasgos que después Ionesco ejecutará con maestría en El rinoceronte. El armado de la caracterización de sus personajes, en ese sentido, se ensambla a la obra de Canetti, y son verdaderos ejemplos en otra forma de construcción como las 50 estampas contenidas en el Testigo oidor, donde Canetti más que referirse a la mirada, realiza composiciones provenientes de la inteligencia y el oído; asimismo de esa vena surgen los ocho personajes de su novela Auto de fe. En efecto, dentro de éstas observamos que el modelo perfecto es el del hombre tocado por una forma un tanto animalista debido al perfil de sus pasiones: el hombre-libro que en Auto de fe alcanza el punto más alto.
Por ejemplo, cuando descubre que su mujer Teresa quiere algo más que la simple boda escribe:
“A Kien se le cayeron las escamas de los ojos: el odioso testamento era un pretexto. La vio desamparada, mendigándole su amor: quería seducirlo. Jamás la había visto en ese estado. Él se casó con ella por los libros, ¡y ella lo amaba! Sus sollozos lo aterraban. Mejor la dejo sola, pensó, se calmará más fácilmente. Y abandonó al instante la habitación, apartamento y casa”.
Canetti sabía que Kien abandonó su casa porque sabía que la casa era el último refugio de su intimidad, el último refugio del mundo, era la morada del mundo. Sabía además, con Hölderlin, que los dioses lo habían abandonado y su integridad dependía sólo de él. Hofmannsthal en 1905 anunció que tenían que abandonar el mundo antes que se destruyera, pues muchos saben que un sentimiento indefinible de la derrota convierte a muchos hombres en poetas. Kien es el personaje que pudo iniciar la saga de esa comedia humana de la locura que Canetti nunca realizó y por eso se limitó a construir una colección de personajes reunidos en el Testigo oidor (4), que mucho le deben a Kafka, como una compenetración con su Bestiario y representación del ánimo mundano.
Su tercera fase es como ensayista, como hombre empalmado sobre los andares de Montaigne y Lichtenberg. Por ese camino borda y desborda los límites del ensayo desde su monumental Masa y poder (1960), obra entretejida desde un novedoso traje de la política, en donde conviven la psicología, la historia de la cultura, la antropología, la sociología y la literatura para construir una interpretación sobre la naturaleza de la masa, la muchedumbre y los finos artilugios que construyen y configuran las instancias del poder, ese odiado enemigo que corrompe todo lo que toca, hasta los ensambles aforísticos sobre los que estructura más de la mitad de sus obras. Entre estos aparece El otro proceso de Kafka (1969), donde gravita la lectura que Kafka hace sobre su visión de mundo a través del sentido fantástico y fantasmal que las mujeres le plantean. Su incapacidad de amar y su herejía de congraciarse en la conjunción de la pareja con implicaciones casi universales. El proceso de traición (pecuniaria) de Felice Bauer abre los intersticios y las señales personales de Kafka que por alguna razón no acabamos de agradecer. Al mismo tiempo tiene la fortaleza de cobrar como ensayo autonomía del conjunto que se agrupan en La conciencia de las palabras (1975). También Canetti escribió seis libros de notas y aforismos, Notas (1948), Toda esta admiración dilapidada (1960), La provincia del hombre (1972), El corazón secreto del reloj (1985), El suplicio de las moscas (1992) y Hampstead (1994), que dejó listo para su publicación seis meses antes de su muerte en Suiza.
Las notas, apuntes, carnets y aforismos en este escritor nos muestran el carácter vivencial que atraviesa toda su producción y reconcilian de alguna forma su vida y obra, con el rasgo inconfundible de hacerlo sobre la base de la individualidad, desde la condición de un hombre que vive su tragedia desde la inteligencia individual, desde la más intima esquela hasta la más sorprendente captura de aquello que Joyce, su odiado Joyce, llamaba epifanías. Éstas cobran vida en sus páginas más íntimas y generosas.
Su posición refleja a los grandes moralistas, a sus lecturas tempranas sobre los pensadores orientales, moldeadas incluso en su personaje Kien, quien no sólo es sinólogo, sino que en muchas partes pretende actuar influido por el pensamiento de los filósofos chinos, –como lo enuncia en su lectura de Arthur Waley (5)–; Canetti en secreto le participa una especie de fuerza unánime de vida en la cual saber, pensar y escribir no son sino las armas infalibles contra el odio y la muerte.
Por esto podemos mirar a Canetti como un gran escritor que, si no tiene la altura narrativa que alcanzaron Broch o Musil, Auto de fe es una obra maestra del siglo veinte; y aunque tampoco tenga la consistencia filosófica de Wittgenstein, sus notas y aforismos contienen mucho de la mirada de un hombre que pensaba que ninguna verdad podía ser conciliadora, atenuante, explicativa o excusadora; y si carecía de la potencia innovadora y creativa de Hofmannsthal, no hay duda que es uno de los premios Nobel que reflejan con claridad el carácter fragmentado y el sentido que ha perdido el pensamiento como punto de encuentro de la escritura moderna y dolorosa.
En síntesis, Canetti podría ser el hombre que aún lograría relatar esa cosa tan complicada que es la vida, y podría relatarla interminablemente y así podría haber concluido su vida, sin haber inventado mil subterfugios para no hacer precisamente eso.
Notas al pie:
1. Sigurd Paul Scheichl, «Karl Kraus», en: Hartmut Steinecke (comp.), Escritores alemanes del siglo XX, Berlín, Schmidt, 1994.
2. En su conversación con Broch, mientras este le decía que sus escritos siempre concluían con una desgracia y buscaba destruir todo.
3. Canetti escucho casi durante nueve años las lecturas publicas de Kraus.
4. Algunas caracterizaciones ya habían aparecido en los carnets de La provincia del hombre.
5. Como lo señala José Manuel Prada en su introducción a la Escuela del buen oír, donde análoga el filosofo que Kien menciona al iniciar su novela Auto de fe. Meng Tzu conocido como el filósofo Mencio.