Por Julieta Lomelí / @julietabalver
I.Un dibujo de la angustia
Un elefante pesado, con textura de acero, como una escultura que adorna una plaza, decide postrarse en mi pecho, sofocándome como esa pesadilla recurrente que tengo con el mar, en la cual olas cargadas de luna y de toneladas de viento, me ahogan en medio de una noche helada. Esa sensación dibujada alegóricamente, la del elefante de acero que en la oscuridad quiere descansar en mi pecho, también la siento por las mañanas que, alumbradas por un sol incandescente y sofocante, me aprisionan en cobijas muy pesadas que se pegan a mi cuerpo mientras siento cómo me sepultan en episodios de angustia. A veces no logro salir de ese sueño con forma de oruborus, de la pesadilla circular del elefante que me aplasta, de la ansiedad que, sea día o noche, me sofoca y acelera el corazón, como si estuviera a punto de estallar, de salirse por mi boca. Aunque a veces eso quisiera, vomitarlo de una vez por todas, así duela y me desangre, en vez de seguir cargando ese pesado elefante de acero en mi cuerpo.
Otra vez se esconde el sol, y caigo en la pesadilla de un mar enloquecido pero sin encontrar un abismo, uno que me trague. Nuevamente esas olas pesadas que me ahogan, no puedo respirar, y empiezo a rezar para encontrar ese vacío que me sepulte, para que mi voz se ahogue de una vez por todas en ese abismo, añorando que la oscuridad pronto convierta mi angustia en silencio. Pero despierto de nuevo, y el elefante no abandona mi cuerpo, tendré que hacer todo con ese gran peso en mi pecho, respirando a cuentagotas, forzando y dividiendo el pensamiento entre mi rutina diaria y la sensación de pesantez y asfixia del acero sobre mi cuerpo. Queriendo escupir el corazón atorado en la laringe, sintiendo cómo me atraganto con él, atorándose en mi cuello sin poder diluirlo, sin poder vomitarlo.
El corazón galopando acelerado e informando a mi oído en todo momento de su insoportable latido, rápido y cada vez más fuerte, no cesa, no baja su volumen. Pero el elefante, ese pesado elefante que me dobla las manos no se va. Y así viviré quizá muchos años, o solo un instante.
II. Angustia y filosofía
La angustia ha sido un tema relevante para la filosofía. De hecho, el estar angustiado ha sido interpretado por algunos filósofos como un tránsito de ánimo necesario para que el ser humano tome entre sus manos la decisión de una existencia autónoma. Ese pozo profundo que abre la angustia, es un abismo en el cual a veces nos perdemos sin poder ver la salida, recorriendo sus cuartos circulares y en plena oscuridad. Sus pasillos nos llevan a uno y otro cuarto, y cuando pensamos que hemos llegado al final del último cuarto, nos damos cuenta de que volvimos al inicio del abismo, al primer cuarto, que es también el último círculo. Así barajeamos nuestros pensamientos angustiantes repitiendo una y otra vez las mismas cartas.
La angustia se postra en nosotros a modo de ideas obsesivas, de imágenes que se replican en nuestra consciencia sin control y sin horario. Esa angustia puede estar provocada por mil razones: la incertidumbre de tomar una decisión definitiva, el vacío de haber perdido algo muy valioso y no saber cómo recuperarlo, por algún conflicto que nos atraviesa en lo cotidiano, el cual no sabemos enfrentar más que con desesperación, etcétera. Pero la angustia no soluciona nada por sí misma, solo es un camino, uno que puede durar décadas o que puede ser cruzado rápidamente.
La angustia nos orilla a cuestionarnos hasta qué punto estamos siendo honestos con nosotros mismos y hasta dónde estamos simulando serlo, con tal de no tomar una decisión importante. La angustia es la mecha que se prende y nos reta a ser audaces y a correr de donde estamos para no morir calcinados; o nos provoca a apagar el fuego con remedios pasajeros, a pesar de saber que el bosque se incendiará por completo. La angustia puede ser el inicio de un cambio radical en nuestras vidas, o también puede apagarse y convertirse en miedo, en uno que nos regresa nuevamente a nuestra supuesta zona de confort. Eligiendo seguir en ese pequeño infierno que nos consume a pesar de hacerlo sufriendo, optando por lo que repudiamos, pero ya conocemos de antemano, antes que arriesgarnos a sufrir por la incertidumbre de vivir algo que no es completamente predecible ni controlable, pero que quizá pueda ser mucho mejor. Por ello creo que hay dos formas de pensar en la angustia. Como esa que sí es resolutiva, que sí cumple de inspiración para la libertad; y otra que al ser sentida no logra ser tolerada por algunos y se convierte en miedo. En ese afán de aminorar la sensación de abismo abierta por la angustia esta también se puede volver un sentimiento que paraliza, un miedo que nos vuelve incapaces de atravesar y superar la angustia.
Muchas veces, el miedo es el causante de la inmovilidad, provocando justificaciones que congelan a quien lo siente para no tomar decisiones, haciéndolo volver a eso que ya no soporta y quisiera, utópicamente, cambiar. El miedo convierte la posibilidad de cambio en una utopía, mientras que la angustia, la convierte en una decisión, en una resolución que conduce a una posible realidad mejor. En este sentido, la angustia tiene un carácter libertador, mientras que el miedo esclaviza a quien lo siente, lo vuelve prisionero pasivo de una circunstancia no deseada. Heidegger pensó algo parecido para la angustia, considerándola un “temple de ánimo fundamental”; a diferencia del miedo, que lo pensaba más bien como un estado de ánimo que nos llevaba a una existencia impropia, a una vida en la cual dejamos nuestra libertad en manos de otros. La angustia abre, en la filosofía heideggeriana, una sensación de desazón, de no estar más en casa (Nicht-zuhausesein), en contraparte a lo que generalmente sentimos al estar inmersos en el día a día.
La angustia nos vuelca a salirnos de esa vida cotidiana, de esa existencia más bien alienada a un mundo público, a designios ajenos y a decisiones automatizadas. La angustia nos saca de esa seguridad, de esa familiaridad con lo que nos rodea, de la zona de confort, de sentirnos “en casa” (Zuhause-sein), derrumbando dicha certidumbre y trasladándonos a un sitio sin referencias, sin certezas, frente a la “nada” que en realidad somos. Esto significa que la angustia nos vuelve conscientes de que solo y solo nosotros mismos podemos ser los dueños y creadores de nuestra propia existencia.
Parafraseo a Heidegger en su famosa obra Ser y tiempo: “La angustia abre, pues, al ser humano como ser posible, vale decir, como aquello que él puede ser únicamente desde sí mismo”. Vacíandolo de la confortabilidad del sentirse en casa, para evidenciar la estructura entera y la única certeza más originaria de su existencia: que es mortal, que es finito. Ante esta consciencia de la muerte que devela la angustia es como el ser humano logra dar el tránsito hacia una resolución más satisfactoria de su condición actual. Es la angustia la que rompe con esa idea que tiene el ser humano de sí mismo como algo que debe cumplir ciertos designios, deberes o metas impuestas por los demás que no son él mismo. Es en la existencia angustiante cuando comprende la esencia de su ser como algo que va más allá de un objeto al que se le imponen etiquetas y expectativas, que se comprende como lo que es, “nada”, en un sentido contrario a una existencia utilitaria o cosificada por los otros. La existencia angustiante le da al individuo la certeza única de que en la vida no hay certezas, y por ello, él no está supeditado hacia alguna meta concreta, sino que, en su posibilidad más extrema, se encamina hacia una nihilidad, esto significa que su existencia es finita, y que no está trazada por ninguna autoridad ajena a sí mismo, ni existe en su vida ningún destino que habrá que aceptar como cierto –a menos que desafortunadamente así lo desee–, ni mucho menos lo espera una vida eterna después de la muerte.
Por medio de la angustia el ser humano logra hacer la distinción entre sí mismo y su mundo circundante, para entonces comprender el carácter originario de su propio ser, este que no es algo material que se encuentre situado en algún lado, él no es nada. Parafraseo nuevamente a Heidegger en Ser y tiempo: “la nada es la completa negación de la totalidad de lo ente”, lo cual significa que, el ser no es “ni un objeto, ni en absoluto un ente”. De modo que, cuando el ser humano transita por la desazón de la angustia, se vuelca hacia la nada, que es al mismo tiempo un movimiento hacia lo más originario de su existencia: su propio ser.
Esta nada no le ofrece ningún amparo, ninguna cadena respeccional, el sentido del mundo pierde total significatividad, “las cosas caducan” y también las personas que lo rodean, pero al mismo tiempo, ese sentimiento de vacío le revela una verdad que lo empodera: que siempre tiene la posibilidad de comprenderse a sí mismo en su carácter más extremo, “que el ser es y no que el ser no es, y que el ser mismo es el ahí en el que puede comparecer un mundo”.
No solo será a través de una comprensión propia de la muerte mediante la cual el ser humano podría enfrentarse al vacío que le provoca saber que su existencia no tiene un destino fijo, sino que también lo habrá de hacer por medio de la comprensión originaria del carácter temporal de su ser: que no hay forma de escapar a la muerte. Solo así podría colocarse únicamente ante sí mismo y decidir por sí mismo el devenir de su existir. Es aquí donde la comprensión resolutiva de su propia vida puede abrirse paso en un individuo que al estar angustiado logra entender que solo hay posibilidad insuperable y que escapa a su poder, su muerte, y que por ello deberá tener la valentía de ejercer su libertad y la posibilidad de ser lo que desea cuanto antes.
Esa consciencia que el individuo angustiado tiene al comprender que la muerte recorre en todo momento por sus venas, será la que pueda devolverle el aroma y el valor al efímero instante, resignificándolo con la promesa propia de un futuro que se construye desde la propia actualidad, proyectándose de la forma más libre y auténtica a un devenir amado y creado por él mismo. Sin olvidar nunca que, si tarda demasiado en decidir, si demora mucho tiempo en ser para sí mismo quien se ha prometido ser y amar lo que libremente se ha prometido amar, en algún momento la manecilla del reloj se detendrá siempre, y será demasiado tarde para lograrlo.
O como escribiría Nietzsche en el Zaratustra: “quien tiene una meta y un heredero quiere la muerte en el momento justo para la meta y para el heredero”.
Acerca de la autora: Julieta Lomelí Balver (1988)
- Escribe en Laberinto (Milenio), en Filosofía&Co (Herder, España) y en Revista 360 (Puebla, México).
- Mujer de trasmundo. No es apta para “esta orilla”, pero sí para construir en granito, una isla interior donde habitan monstruos marinos, amenazas metafísicas y todo un océano de excedente de sentido. Escribe ensayo y arrenda un piso en el costoso edificio de la filosofía.