Por Carlos Rocha | @rochapress
La batalla se percibe entre los tacones de las protagonistas que viven una vida difícil, aunque en el imaginario colectivo sean mujeres fáciles. La mayoría son madres, hijas, nietas, y las más experimentadas, abuelas, que han hecho de la atención de mesas y el baile su vida diaria.
La rocola cobra cinco pesos la canción, ella cobra 20, su cerveza cuesta 50 y el taxi que la lleva de regreso a casa, 90. Entre semana, Mariana le queda a deber al chofer, siempre con la promesa de que en el fin de semana se recuperará y pagará la cuenta pendiente.
Mariana es de Veracruz, llegó a Puebla hace unos 20 años con la finalidad de estudiar, pero casi al mismo tiempo empezó a trabajar en “el ambiente”.
El bar está casi vacío. No hay clientes, a pesar de que es jueves de quincena, específicamente 31 de marzo; solo hay gente en tres mesas, que se dividen entre el mismo número de meseras. Mariana se acerca a la mesa que le toca para tomar la orden y enseguida comenta:
—Lo que más conviene es la caguama, cuesta 50, pero si piden dos se las dejan en 90 —con eso, desde un principio, se gana la simpatía de sus clientes—. Le destapo una y, si quiere, la otra que se quede enfriando en la barra.
Siempre a la distancia, desde una mesa carcana a la entrada para recibir a los clientes, Mariana observa su mesa. La única de la noche y en la que, además, hay una pareja de novios.
Cuando los vasos se empiezan a vaciar, ella inmediatamente se acerca para evitarlo. Después, incluso, lleva frituras y cacahuates. La atención es impecable, no comenta nada si no se le pregunta, salvo sugerencias para mejorar la estadía: no le queda más. Ha sido una noche más en la que se irá solo con la propina que deje la pareja. Luego de servir siempre vuelve a la mesa de la entrada, con sus otras dos compañeras, un poco más jóvenes que ella.
Al llegar la medianoche, así sin avisar, entran intempestivamente dos mujeres con escotes pronunciados hacia abajo y faldas pronunciadas hacia arriba. Una de ellas lleva un vestido con estampado militar y un cierre al frente que, al llegar al lugar, ella misma baja a la altura del corazón.
Enseguida ven a las meseras de la entrada, pero no les dicen nada, las ignoran. Desparraman la mirada para escanear el bar, son tres mesas: en una está la pareja a la que atiende Mariana, en otra hay tres hombres y dos mujeres, en la última está sentado un grupo de cuatro hombres. Ahí clavan la mirada como un depredador en su presa. Apenas llevan segundos en el bar y, sin dudarlo, se dirigen a esa mesa, la única en la que podrán trabajar. Cada paso de ellas taladra las esperanzas de las tres meseras que, además de atender a sus clientes, esperaban que los hombres de esa mesa las invitaran a bailar por 20 pesos la canción.
Sin dudarlo, ellos las reciben, las saludan como si se conocieran de años, se abrazan, ellas reparten besos en la mejilla para cada uno de ellos, los hombres se levantan, les jalan una silla, las sientan, las acomodan, sus caras se hinchan por la sorpresa y emoción de la inesperada visita.
Al término de la bienvenida, apenas dos minutos después de que las dos mujeres llegaran, uno de los hombres alza la mano y exige que llegue la mesera. Habla con ella, se tardan, al final llegan a un acuerdo y ella les lleva una botella de tequila Rancho Viejo, un refresco de toronja de dos litros y seis vasos.
A lo lejos, Mariana y su aprendiz observan cómo las otras dos mujeres se llevan su ganancia. La tercera mesera se reúne con ellas para continuar con el lamento. A pesar del mal momento, Mariana no deja de atender a su única mesa y se acerca para preguntar si trae la otra caguama.
—¿Te puedo preguntar algo? —le dice él—. ¿Qué pasó?, ¿por qué así como así llegan esas mujeres y se quedan con sus clientes?
Mariana sonríe, la repuesta será una explicación y será larga. Con la confianza que le da la pareja, ella les pregunta antes de responder si puede pedirse una cerveza. Va a la barra, pide una de esas cervezas a las que llaman ampolletas, la anota en una libreta que guarda en el mandil, se la destapa. Se atiende y regresa a la mesa.
—Hay dos tipos de mujeres —inicia—, las prostis y las “mandiles”. Aquí tienen un panorama de las dos: frente a ustedes tienen a una “mandil” y ellas, las de allá, son prostis —le da un trago a su pequeña cerveza para continuar con el contexto—. Nosotras también somos ficheras, bailarinas, pero no exóticas; somos meseras que un cliente puede ligar y no se pierde la emoción de ese jugueteo. Pero se pierde todo cuando llegan mujeres como ellas, ya no hay baile ni jugueteo; llegan, entran, se les sientan, ven a los hombres y les ofrecen irse con ellos.
Después de describir el escenario evidente, surgen las preguntas para Mariana. ¿Qué gana el bar con la entrada de ellas?, ¿la administración del bar les cobra?, ¿ustedes no pueden evitar que ellas entren?, ¿con qué se quedan ustedes?
Al saber que esa mesa será su única ganancia del día, Mariana pide autorización para ir por otra cerveza, son muchas dudas para responder y lo único que podrá tener a cambio será la comisión por tomarse otra ampolleta.
—La ganancia del bar es solo la bebida. Para los dueños ellas son como cualquier cliente más que llega y que consume, o hacen que otros consuman. No pueden negarles el acceso, al contrario, creen que hay ambiente, nosotras no podemos hacer nada, porque sí somos empleadas del bar. Somos meseras, “mandiles”, pues.
A Mariana le pagan 100 pesos diarios por una jornada laboral que inicia a las dos de la tarde y termina a las 12 de la noche. A ese sueldo se le suma una comisión por cada cerveza que le inviten, por la propina que reciba y por las canciones que le pidan bailar. Pero hay noches en las que se puede ir solo con su sueldo y perderlo en el taxi.
Entrada en la plática, y con la confianza que dan tres litros de cerveza, Mariana se desahoga como un cliente que va a un bar a ahogar sus penas. Cuenta que tiene 42 años, tres hijos y un nieto. Es divorciada, se casó con el padre de sus tres hijos, pero ahora vive solo con los dos más pequeños. Ellos saben que trabaja de mesera por las noches y, en sentido estricto, no miente.
—Nosotras también sabemos y podemos hacer lo que ellas—. Después de decirlo le da un trago a su pequeña cerveza y voltea a verlas de reojo. Sus otras dos compañeras permanecen resignadas en la entrada. —Pero es lo que yo les digo a ellas —dice al hacer referencia a las otras dos meseras—, hasta en las mujeres del ambiente hay clases. Y cada quien define cómo llevar su trabajo. No hay necesidad de estarse ofreciendo, hay clientes muy buenos que te dejan una muy buena propina solo por atenderlos bien, por acompañarlos, por bailar con ellos. También podemos irnos con el cliente, pero es después de hacer conciencia, pues nosotras estamos aquí y hay clientes que regresan y nos conocen. Te puedo asegurar que esas mujeres siempre terminan mal con ellos, que al final son nuestros clientes.
Las canciones siguen sonando en la rocola mientras la plática de Mariana con la pareja avanza. Como lo previó, después de una hora, la dupla de mujeres atrevidas sale del bar. La retirada representa un triunfo para las chicas de casa, pues sus clientes, sus hombres, fueron más fuertes que la tentación.
—Vengan mañana, será el 31 aniversario del lugar y acaba de cambiar de administración, habrá regalos y promos —dice Mariana al traer la cuenta a sus clientes, los únicos de aquella noche de quincena.
La figura de las prostitutas en la música mexicana
En la cultura musical mexicana, la figura de las sexoservidoras ha sido representada ampliamente en diversos géneros a lo largo del tiempo.
Esta es la historia de un hombre despechado por haber entregado su corazón a una chica de la vida galante en “Luces de Nueva York”, de la Sonora Santanera. Este hombre la sacó del cabaret para luego ser traicionado por ella, confirmando el refrán que dice: “no muerdas la mano que te da de comer”:
Vuelve al cabaret
no me importa ya tu suerte
ya no quiero más
volverte a encontrar
ni verte
Siendo el oficio más antiguo de la humanidad, serán insuficientes los temas musicales que desarrollen los sentimientos y situaciones suscitados por su presencia en la vida social. Por otro lado, inserto en el contexto cultural mexicano, no es de extrañar que existan algunos elementos en torno a esta figura, como su antagonismo con el orden familiar y, por supuesto, con la figura de la esposa, cuasi santa que vela en casa mientras el marido busca en otros brazos la pasión que el matrimonio no le proporciona.
La oposición de estas dos figuras tiene que ver, quizá, con la escisión surgida dentro de la representación social del amor: el matrimonio responde a un contrato social donde las responsabilidades, deberes y formas deben de prevalecer a costa de los instintos o deseos individuales. La única alternativa de experimentar la pasión se encuentra en aquellos reductos sociales sancionados en la vida pública: prostíbulos, casas de citas, table dance y demás sinónimos.
Pero quizá el trato más fino del tema lo realiza Agustín Lara, en “Aventurera”, nombre dado a esas mujeres que con sufrimiento se entregan al pecado y por las que el autor sentía especial apego. Su aprecio por ellas es notable al anular por completo las connotaciones peyorativas en torno a este oficio; al contrario, para él son mujeres admirables, ya sea por su belleza o por la dignidad con la que enfrentan las adversidades, como se muestra en este impecable verso:
Ya que la infamia de tu ruin destino
marchitó tu admirable primavera,
haz menos escabroso tu camino,
vende caro tu amor, aventurera
Otro aspecto interesante de analizar es la imagen de la prostituta, que, además, es madre de familia; que encuentra una especie de redención ante la necesidad de sacar adelante a sus hijos. Su acercamiento al ideal de la mujer mexicana ocurre a partir de una identificación: ambas mujeres son madres. Su oficio nace por una necesidad y no por una elección o preferencia. Esta compleja arista de la vida de una prostituta no figura en ninguna canción, aunque son evidentes las funciones maternales que llevan a cabo con sus clientes.
Lo que sí es destacable y coincide en varias de las composiciones dedicadas a ellas, es la representación de mujeres que ante las adversidades de la vida, o por haber tenido relaciones destructivas con hombres, son orilladas a la prostitución. Sus posibilidades de acenso social están en la venta del placer que pueden ofrecer con el único bien que poseen: su cuerpo. Aunque su cuerpo sea también el lugar donde el castigo social se hace visible, como lo hace notar el llamado Flaco de Oro: “[…] y aunque la infamia de tu ruin destino marchitó tu admirable primavera […]”.