Apenas un hombre viene a la vida ya es bastante viejo para morir
– Johannes von Tepl-
Alrededor de 1996, Simone Ricoeur se encontraba muy enferma. Ella había sido la compañera de uno de los más prolíficos pensadores del siglo pasado, Paul Ricoeur. Del mismo modo en que intentó leer la vida desde los libros, quizá esta vez el filósofo francés se enfrentaba a un nuevo preámbulo, uno que le enseñaría la mesura y aceptación ante lo inevitable: ella se marchó para no volver nunca más. A partir de esta experiencia dolorosa —de la enfermedad y del posterior fallecimiento de su mujer— el filósofo francés intentó sublimar la tristeza, potenciando los esfuerzos y motivos para seguir vivo: “necesitaba multiplicar los encuentros, los viajes, los plazos puestos a su trabajo”. Al mismo tiempo que empezó a escribir una reflexión amplia de lo que significaba la muerte desde una perspectiva existencial y ética.
El francés tuvo una década para meditar acerca del asunto. Pensar la muerte sería un homenaje a la esposa fallecida, y también le daría la posibilidad de comprender y prepararse para afrontar su propio fin. Pero como toda vida, los fragmentos de Ricoeur quedaron inconclusos y sólo fueron publicados póstumamente bajo el nombre de “Vivant jusqu’à la mortsuivi de Fragments” (Vivo hasta la muerte, FCE, 2008). A pesar de lo provisional que puedan resultar dichos fragmentos, se logra encontrar en ellos un sentido unitario que devela una reflexión estrictamente filosófica del tema.
Para el filósofo, son tres los imaginarios que configuran el núcleo concreto del miedo a la muerte. El primero está representado por el temor a perder eternamente a los seres queridos, por lo que creamos para ellos un ‘trasmundo’ en el cual puedan subsistir de modo paralelo a nosotros. El segundo imaginario es aquel que anuncia la muerte vivida, en el momento de perder a un ser cercano, nos comparamos situándonos frente a la pérdida de nuestra propia vida, ésta es la anticipación personal de la agonía súbita y su triste desenlace. En tercer lugar, la muerte experimentada como el Mal absoluto, como la tragedia de la multitud, como el exterminio de una gran mayoría, la muerte que se respira a cada paso, donde moribundos, cadáveres y vivos se confunden, es el último imaginario en el que Ricoeur piensa. Éste fue el caso de muchos judíos, que ante la supervivencia al Holocausto quedaron marcados por la muerte masiva de sus compatriotas, convirtiendo su vida en un sueño a la espera de un rápido final: una vida que se tornó culposa, un exceso que quizá el sobreviviente no merecía, no más que cualquiera de sus compatriotas muertos.
Añorar que nuestros difuntos pasen a una segunda vida, como anticipar nuestra propia muerte e incluso temer a la violencia y al horror de una muerte en masa que quizá nunca nos toque son imaginarios nihilistas que sólo causan miedo, hostilidad y cobardía ante la existencia. El filósofo francés le declarará la guerra a aquellos imaginarios: “Mi batalla es con y contra esta imagen del muerto de mañana, de ese muerto que yo seré para los sobrevivientes”.
El planteamiento ético de Ricoeur se centra en “la imagen del moribundo, en la mirada del otro”, ya que la alteridad es el pináculo para entender la muerte. Cuando el moribundo se encuentra desarmado de sus fuerzas vitales su prójimo —el familiar, el amigo, el amante— se dará cuenta paulatinamente de la extinción de aquél.
Los especialistas de cuidados paliativos son los espectadores más conscientes de lo que en realidad significa la experiencia de la muerte, estos señalan que los enfermos terminales no se encuentran preocupados por lo que habrá después de su fin, sino tan sólo por sobrevivir: en el agonizante se ve “la movilización de los recursos más profundos de la vida para seguir afirmándose”. Aquí se abre una distinción: no es lo mismo hablar de moribundo que hablar de agonizante, el primero es aquél que se está muriendo y sólo eso, mientras que el agonizante es quien, aunque posiblemente fallezca, está luchando por lo contrario, por permanecer vivo. Lo que esencialmente distingue al segundo del primero es “la gracia interior, ésta es el surgimiento de lo ‘Esencial’, en la trama misma del tiempo de la agonía”.
Pero, ¿qué es esto de lo Esencial? Ricoeur considera que lo común a toda cultura es la percepción de lo Esencial, del sentimiento religioso y éste no se ha de entender en un sentido de cristianismo ortodoxo. La gracia se deja ver “frente a la muerte cuando lo religioso se iguala a lo Esencial y cuando se trasciende la barrera entre las religiones, incluidas las no religiones”. La experiencia religiosa en su sentido transcultural, es lo que el filósofo francés entiende por lo Esencial, este sentimiento de lo religioso cumple un objetivo ético y un objetivo vitalista: “es la gracia concedida a algunos agonizantes de apelar a la movilización de los recursos más profundos de la vida para la venida a la luz de lo Esencial, para romper las limitaciones de lo religioso confesional”.
Alejarse y romper las limitaciones de lo religioso confesional, significa romper con la creencia nihilista de esperar un ‘después’ de la muerte, que castigue o premie las acciones efectuadas en los momentos de la vida. La dificultad de lograr un buen morir, comenta Ricoeur, radica en “no representar esa diferencia como supervivencia, en lo que llamo la temporalidad paralela, otorgada por la imaginación a los difuntos, como temporalidad bis de estos”, sino tan sólo atenerme a lo que está frente a mis ojos, “la confianza en la gracia, nada se me debe, no espero nada para mí; no pido nada, he renunciado a reclamar, a reivindicar. Digo: dios harás lo que quieras de mí. Acaso nada. Acepto no ser más”.
Lo ideal es no estar esperando algo después de la muerte, olvidarse de la redención del pecado, anular la obsesión anticipada que se tiene ante el devenir que transgrede los límites de la experiencia, así sólo queda la reconsideración de una sola cosa: la supervivencia. “Se trata entonces de un salvamento infinitamente más radical que la justificación de los pecadores: la justificación de la existencia”.
El compromiso se encuentra aquí, en re-dignificar la vida salvando el sentido de ésta al olvidarnos de la dicotomía de un ‘antes’ o un ‘después’ de la muerte, para quedarnos tan sólo con la vida afirmándose una y otra vez, aunque ésta se vea transgredida por una enfermedad que extinga desde adentro sus fuerzas más originarias. La sugerencia de Ricoeur es que nos convirtamos en agonizantes y no en moribundos, aferrándonos hasta el último respiro para seguir viviendo.
Epicuro lo reconocería muchos siglos atrás: «La muerte es una quimera: porque mientras yo existo, no existe la muerte; y cuando existe la muerte, ya no existo yo». El compromiso ético consiste en afirmar el sentido de la existencia, en no temer a la vida, en no ser cobardes ni siquiera en nuestros últimos días, porque serlo es una falta de valor no sólo hacia uno mismo, sino ante el prójimo. El nulificar la vida nos sitúa en el mal ejemplo, en aquél que sufre. La actitud pesimista ante la mirada del otro nos convierte en moribundos y no en agonizantes.
El compromiso ético con el otro exige tener la sabiduría de transferirle el amor por la vida. “Aprender por fin a vivir es aprender a morir, aceptar la mortalidad absoluta sin salvación, sin resurrección ni redención”, revalorizar esta única vida de la cual podemos dar cuenta.