Por Marco Antonio Martínez
Es acerca de una batalla campal que sostuvo Tlatlauquitepec y Zacapoaxtla por los exquisitos tlayoyos. Se cuenta que cada pueblo tenía su respectivo jefe indígena a quien por aquellos entonces se le llamaba “tlatoanis”. Los dos caciques estaban metidos en una constante lucha por descubrir al supremo elemento de la tortilla más exquisita que se hubiera cocinado jamás, ésta era en si una inocente competencia.
Tenían cada uno sus respectivos ejércitos de tortilleras; las más gordas, grandotas y fuertes estaban dedicadas a moler día y noche el maíz en enormes metates que llevaban labradas las figuras de los gordos caciques. Tenían que moler al ritmo del Teponaxtle y del agudo sonido del caracol.
Otras acarreaban agua para alimentar el cuerpo de tan insigne manjar. Las mujeres que ejercían el poder de desarrollar los enigmáticos soles de los dioses, eran escogidas, entre todas, por las flexibilidad de sus manos, por el exacto contorno de sus brazos, por la fuerza prodigiosa de sus rodillas, por el control que ejercían sus mentes para soportar el impacto del humo hacia sus ojos principalmente por su concentración en desarrollar tan misteriosa tarea.
Finalmente, estas mujeres eran consideradas una especie de semidioses vivientes y se les asignaban tres esclavas por cabeza; a estas se les conocía por: Voltea, Tenate y Ofrecer. “Voltea” tenía el deber de rotar el alimento de los dioses, para que este obtuviera la cocción exacta. Si el manjar quedaba crudo o se le quemaba, esta era sacrificada. “Tenate” debía proporcionar el adecuado receptáculo para mantener caliente y viva a la más grande deidad; si fallaba se le debía cortar la cabeza y guardarla por la eternidad. Finalmente, “Ofrecer” tenía la consigna de brindarle la obra de los dioses al “Tlatoani”, pero debía cargar con los brazos extendidos, su cesto, con la cabeza agachada para no ver a los ojos a su máximo jefe. Si tropezaba o caía, nunca llegaría a su destino viva.
Los hombres se dedicaban a sembrar la semilla, debían venderla y cantarle, cuidar que no existiera ni el más pequeño animal a los alrededores de la planta y mucho menos dentro de las sonrisas de los dioses, porque si no, Mictlan los esperaría con todos sus horrores.
Otros, llamados Tamemes, cargaban en grandes cestos los elotes, pero debían cantar y bailar todo el camino; si desfallecían de cansancio, sus cuerpos ya no se levantarían para ver de nuevo el sol. Los guerreros cuidaban que todo el pueblo obedecería las magníficas ordenanzas al pie de la letra, también tenían un selecto grupo de soldados que eran elegidos por su valentía y destreza para el manejo de armas, estos eran mandados de espías a lejanas tierras para descubrir los misterios del ser tortilla.
Los pochtechas o comerciantes obedecían instrucciones superiores y debían de comerciar todo lo relacionado con la obtención del más grande alimento. Finalmente, los sacerdotes vestían igual como si fueran una gran mazorca. Sus grasientos cabellos llevaban hojas, su ropa era confeccionada con granos amarillos, blancos, rojos, morados, pero únicamente la gran cuitlacoche era vestida con esos grandes granos. Sus sandalias eran una especie de raíces y cuando extendían los brazos las mazorcas le colgaban alrededor. El principal problema que tenían era que de vez en cuando se acercaban los cuervos y conejos a comer algo de sus ropajes si estos estaban por mucho rato en una postura de concentración.
Los dos pueblos se enfrascaron por años en ver quien avanzaba más en la sagrada búsqueda, estando terminalmente prohibido entablar amistad unos con otros, podían perder la vida. Pero había dos novios que se veían por las noches en el punto del Tomaquilo, frontera indiscutible de estas naciones. Era tal el amor que profesaban Tlayotl y Coyotl, que se regalaban tortillas cada vez más utilizadas. Se daban cuenta que a ambos les gustaban pequeñitas.
Un día Coyotl, que era el hombre, las relleno de chile piquín pero no fue de mucho agrado de Tlayotl. Otro día Tlayotl le cocino a él una pequeña empanadita con haba y alverjón, pero los resultados por las noches fueron desastrosos.
Cuenta la leyenda que en buen día de lluvia la gente de ambas poblaciones cayó en profundo sueño porque no tenía nada que hacer. Pero estos amantes tuvieron esa tarde la misma visión: una pequeña tortilla en forma ovalada salía de los granos de maíz y era adorada por el señor garbanzo, la señora haba y los diferentes súbditos de la tierra del chile. Todos ellos danzaban para crear una mágica combinación, la receta sagrada del mismo Huitzilopochtli.
La extraña masa se ofrecía en sacrificio a los adentros de la pequeña tortilla, perfecta para ser amasada por Coatlicue. Entonces en aceite hirviendo se ponía a remojar y al sacarla se obtenía el sabor mismo de los dioses. Los dos pueblos despertaron al mismo tiempo, los amantes corrieron con sus respectivos sacerdotes a darles la buena nueva del maravilloso mensaje, las cuitlacoches se lo informaron a los tlatoanis. La alegría se desbordaba por los gruesos cuerpos de los jefes, la gente de los pueblos gritaba los nombres de sus héroes; de un lado del cerro del Toniquillo se escuchaba una voz que decía: ¡Tlayotl, Tlayotl,Tlayotl!
Y del otro ¡Coyotl,Coyotl,Coyotl!
Las órdenes no se dejaron esperar y todos empezaron a trabajar con entusiasmo inaudito. Juntaron el maíz, el agua, el chile, la manteca, el garbanzo y el haba…
Cada pueblo contaba con un sagrado complemento, Zacapoaxtla garbanzo, Tlatlauquitepec, haba.
La furia de los tlatoanis se convertía en locura, la gente lloraba de ver su gran carencia y de que posiblemente se desatarían cientos de calamidades para sus respectivos pueblos. Pero como siempre los chismosos fueron la salvación, decían haber visto grandes bodegas repletas del maravilloso grano en uno y otro poblado.
La voz de guerra llamó a sus corazones, armándose hombre y mujeres con macehuales, palos, flechas y todo lo que podían encontrar en su camino, ambos pueblos se encontraron en lo que hoy es Tatoxca (en la garganta de piedra), desatándose un gran combate en el que no hubo vencedores ni vencidos, recordándose así ese día como “la gran batalla de los hijos del maíz”.
Al pasar los siglos y con el arribo de los españoles a nuestras tierras, se toparon con esa diminuta y exquisita tortillas que los indígenas llamaba Tlayotl-Coyotl.
Pero como el nombre era muy complicado para la pronunciación castellana, se le quedó el nombre de “tlacoyo”.
Así, poco a poco surgieron innovaciones en la preparación del platillo, alguien le agregó salsa encima, después queso añejo, le metieron frijol, lo prepararon junto con carne asada, entre otras muchas deliciosas combinaciones hasta que se llegó a constituir en uno de los platillos predilectos nacionales.
Como siempre espero que les haya agradado y los invito a que visiten Tlatlauquitepec, pongo a su disposición el número de WhatsApp 22 25 61 95 41 o si gustan me pueden enviar un correo electrónico a la cuenta de marco_anthony@hotmail.com para cualquier comentario o sugerencia, se despide de ustedes su humilde servidor.