El País | Martín Cullell | Foto: H. GUERRERO.
El sombrero de charro de Emmanuel Mendoza lleva un año guardado en lo alto del armario. Se lo pone poco. Este jinete empedernido de 19 años y cuerpo delgado vive pegado a una máscara de silicona. Debajo de la sudadera azul, viste ropa especial de licra y, en vez de botas de montar, calza zapatos con plantilla para poder sostenerse de pie. Desde hace un año, cuando fue víctima del estallido de una tubería en el pueblo de Tlahuelilpan, no enciende el gas de la estufa. Tampoco los fogones de la cocina. Ve la tele, va a terapia y, al anochecer, se sienta al fresco junto a su madre. Mira el cielo y a veces piensa en aquella noche en que casi lo engulle el fuego.
El viernes 18 de enero de 2019, Mendoza se encontraba en la tienda de su madre en Tlahuelilpan, un municipio agrícola de unos 9.000 habitantes, en el centro de México. Sobre las 18.00 (hora local) vio a gente correr con garrafones por las calles. Gritaban: “¡vengan, se regala gasolina!”. Por curiosidad, él y su padre se acercaron al campo de alfalfa verde de donde venía el jaleo. Un chorro de varios metros salía a presión de una tubería, agujereada para robar combustible. Los ladrones ya se habían ido. En su lugar, una muchedumbre llenaba bidones o miraba la escena. Entre ellos, había militares, policías y personal de Pemex, la petrolera estatal, que no sabían qué hacer para contener a tanta gente.
A los pocos minutos de llegar Mendoza, la fuente estalló, se transformó en llamarada y, de un lengüetazo, le abrasó el 70% del cuerpo. Sintió un ardor en la espalda; después, el frío de la noche al arrancar en moto hacia la clínica. “Me salí de la milpa; ya no me preocupé de mi papá, me preocupé de mí”, recuerda. Identificaron el cadáver del padre gracias a la medalla de la virgen que llevaba colgada del cuello. A él le practicaron cinco cirugías e injertos de piel y pasó meses inconsciente en un hospital de Texas, lejos de su familia y de su yegua marrón claro. De vuelta en México, no para de hacerse preguntas: “¿Por qué no prendió antes el fuego? ¿Por qué los militares permitieron entrar a la gente si era peligroso? No hay respuesta”.
El estallido dejó 137 muertos y muchas dudas sobre la actuación de las autoridades en una región con una economía tambaleante, alimentada por el robo de combustible. También supuso la primera gran crisis del sexenio del presidente Andrés Manuel López Obrador, quien se había propuesto combatir el huachicol que vaciaba a Pemex de unos 56.000 barriles diarios. Para algunos, la tragedia fue consecuencia de un plan mal ejecutado; el Gobierno cerró las tuberías para evitar más robos y provocó escasez de combustible en gran parte del país —en Tlahuelilpan, muchos se acercaron al lugar de la toma tras varios días sin poder llenar el depósito de sus vehículos—. Para el Ejecutivo, en cambio, representó una razón de más para intentar acabar con un negocio millonario que estaba fuera de control.
Un año después, el balance es en apariencia positivo. Desde la llegada de López Obrador al poder, el volumen de combustible robado se ha desplomado hasta los 5.000 barriles en promedio y las tomas clandestinas han caído un 22% hasta las 11.318. Durante los últimos 12 meses, se han desplegado 8.600 militares a lo largo de 2.700 kilómetros de tuberías y una flotilla de aeronaves y helicópteros los ha sobrevolado durante más de 8.000 horas. Además, 562 personas han sido sentenciadas por robo de combustible y la fiscalía ha girado 332 órdenes de detención, entre ellas al general León Trauwitz, a quien se cree fugado a Canadá. El militar era el antiguo responsable de seguridad de Pemex y está acusado de formar parte del entramado que presuntamente orquestó el saqueo desde dentro.
Fluvio Ruiz, miembro del consejo de administración de la petrolera durante la Administración de Felipe Calderón (2006-2012), ve un cambio de época en lo que respecta a la persecución del delito. “La diferencia es que ahora se le da prioridad”, explica. “Antes había sospechas de que el robo difícilmente se hacía sin la complicidad interna, pero nunca hubo nada concreto”.
Pese a los avances, no se ha desvelado cuántos de los condenados son empleados de la petrolera -la fiscalía ha asegurado a este periódico desconocer el dato-. Esto dificulta la evaluación del desmantelamiento de las redes internas. “El huachicol no es algo que se frene por decreto; no basta con cambiar la dirección y poner a un militar a vigilar. Se requiere revisar la estructura y modernizar el sistema de control”, asegura la periodista y experta en el tema, Ana Lilia Pérez. “Hay que intensificar el trabajo de inteligencia”.
Más allá de la persecución al robo, la tragedia de Tlahuelilpan en el Estado de México puso al desnudo fallos en la atención de las fugas. La de hace un año roció combustible durante más de cuatro horas hasta que explotó, sin que fuera cerrada. Al capitán de bomberos Ángel Barañano el estallido lo agarró en el despacho, un cubículo oscuro con las paredes cubiertas de coches de bombero de juguete. Se enfundó la chaqueta, heredada de un condado californiano, y fue hacia allá al volante de un camión cisterna. Sin formación para tratar tomas, Barañano tuvo que aprender sobre la marcha cuando se trasladó al municipio; antes del estallido, Tlahuelilpan había devuelto cinco millones de litros de gasolina.
“Había demasiados jefes para tan pocos indios”, recuerda este hombretón de 54 años y voz grave. Al llegar a la pradera, intentó apagar los cadáveres con extintores, pero estaban tan impregnados de gasolina que le fue imposible. Quiso intervenir en el incendio, pero Pemex se lo impidió porque todavía no habían llegado los especialistas. Al cabo de unas horas, harto de esperar, se dijo “¿somos bomberos o payasos?”, desobedeció y envió a su equipo a apagar el fuego a manguerazos.
La autocrítica del Gobierno sobre la actuación de la petrolera y del Ejército ha sido escasa. En mayo, el fiscal general Alejandro Gertz señaló que se habían identificado a los responsables de la toma y apuntó a la existencia de una investigación sobre los “posibles atrasos” de Pemex. Ocho meses después, esta sigue “abierta”, asegura la fiscalía sin dar más detalles. Sobre la pasividad de las fuerzas de seguridad en los momentos previos a la tragedia, no han trascendido esfuerzos por deslindar responsabilidades. López Obrador ha defendido la no intervención de los militares porque estos “no deben confrontarse con los ciudadanos”.
Un ducto “conflictivo”
Tras 12 meses de combate al huachicol, Tlahuelilpan y los alrededores son todavía territorio en cuarentena. En tan solo media hora han pasado tres todoterrenos de camuflaje cargados de militares con metralletas cerca del lugar del accidente. Circulan despacio y se meten campo adentro por caminos de tierra. El ducto que va del puerto de Tuxpan, en el golfo de México, hasta la refinería de Tula es un punto rojo: 2.416 tomas en 2019 y 30 kilómetros “conflictivos”, según Pemex. La empresa quiere descargar cemento sobre este trecho de tubería para blindarla ante futuros ataques.
El capitán Barañano, apodado El Enojón porque habla «a chingadazos», no para de fumar y de tirar las colillas a un riachuelo. Observa la pradera donde estalló la tubería, la hilera de pequeñas capillas improvisadas, y dice: “Esto se puede volver a repetir”. Pese a los operativos y a la detención de medio millar de presuntos huachicoleros, el bombero asegura haber tratado más tomas clandestinas en 2019 que en 2018. La última fue hace unas semanas. Al cerrar la válvula instalada por los ladrones, vio que la toma seguía derramando: estaba mal soldada. “Por la vigilancia, si antes tenían 30 minutos para hacer la toma, ahora solo tienen cinco. Las hacen más rápido y peor”, explica. “Con que una se salga de control puede ocurrir lo mismo”.
El peligro no ha desaparecido, pero Tlahuelilpan tiene prisa por sacarse el olor a gasolina. La disminución del robo de combustible se nota en las calles y en las tiendas. Antes, los huachicoleros daban vueltas en grandes camionetas Suburban, con música a todo volumen. “Eso se acabó, pero la economía va para abajo”, afirma Jaled Cruz, de 19 años, sentado en un banco de la plaza mayor con un grupo de amigos. Un joven como él podía cobrar hasta 2.000 pesos, unos 100 dólares, por unas horas de trabajo en una toma clandestina, frente a los poco más de 100 pesos (5,3 dólares) por un día de labrar el campo. Ese dinero fácil traía consigo una derrama. “Mi tío tiene un puesto de tacos. A medianoche le venía un grupo de veinte huachicoleros a comer”, dice Cruz. “Ahora ya no”. La policía municipal ha reportado un aumento en otros delitos, como el robo de vehículos, y apunta a una posible reconversión de los grupos delictivos que antes se dedicaban al combustible.
A falta de una solución de fondo, la mayoría de apoyos se ha limitado a las familias afectadas por la tragedia. Por ejemplo, hay becas escolares de 300 pesos mensuales para los hijos, unos 16 dólares. Ayudan, pero apenas cubren el 20% de los gastos, se quejan los familiares. Los Mendoza han recibido una donación para abrir una mercería en el local debajo de casa. Es una calle tranquila, pero creen que puede funcionar. A Emmanuel Mendoza le gustaría volver atrás, pero no le queda otra. Acaba de comprarse un nuevo cinturón de charro con caballos grabados en la hebilla, uno parecido al que perdió durante el incendio. En un año las heridas habrán cicatrizado y podrá dejar la máscara; entonces, desempolvará el sombrero y volverá al ruedo.