No será la primera que está ahí pero sí la primera en hacerlo de este modo. Esa noche era la muerte sonriente, charra y coqueta. Entre el gentío pasó como una más, pero al ser anunciada por el protocolo los asistentes no podían creer lo que veían: la máxima autoridad municipal pintada del mismo modo que sus gobernados.
«Suba por aquí la muerte a reconocer a sus iguales, que al final seremos todos». La premiación de las Catrinas en el edificio Carolino de la BUAP fue la primera parada de una fiesta que ya había empezado con buen tono. Un breve discurso, tres diplomas entregados y a la calle, a lucirse en esta vida como no podremos lucirnos en la otra.
Allí por donde se fugó Don Porfirio salieron las calacas haciendo su alharaca y partiendo el callejón. La gente aplaudía, chiflaba, «adiós, mi muerte chula, que cuando me lleves te veas y igual de guapa» se oyó decir. Y la Catrina llamada Claudia repartía sonrisas y miradas profundas a aquellos a quienes por una noche se unió como igual.
Pasacalles: réquiem. Por una noche la fiesta y la muerte fueron una misma cosa por las sendas de una ciudad en cuyo corazón las leyendas sobran y la tradición no para. Vaya catrinas tan simpáticas que hasta los niños las rodeaban, no les temían, jugaban con ellas y sobre todo con aquella tan peculiar con su sombrero y su falda colorida.
Una vuelta al Zócalo y el desfile terminaba. Cada una para su panteón y su ofrenda. Entre encantadores huesos y aviesos contoneos, la catrinas inundaron la ciudad con su alegría. Ya aquella del sombrero se metió al Palacio, a caminar entre un panteón rosado y púrpura que honra a muchas congéneres olvidadas por pasadas administraciones. Esa Catrina de los tenis bien puestos que de esquemas y formalidades sabe poco y hace bien.