Cuando Darren Aronofsky compitió en el Festival de Venecia de 2017, para anticiparse a las críticas más salvajes de ‘Mother!’, un relato alegórico sobre la devastación planetaria conducido por imágenes bíblicas, optó por publicar un comunicado a modo de declaración de intenciones. Además de explicar e introducir sus temas antes de que nadie tuviera oportunidad de verla, en el texto mencionaba una enseñanza aprendida de Hubert Selby, Jr., el autor de la novela en la que se basó ‘Réquiem por un sueño’ (2000): “Cuando miramos en las partes más oscuras de nosotros mismos, encontramos la luz”.
La reflexión es fácilmente asignable a cualquiera de los títulos del cineasta neoyorquino. Y su último trabajo, ‘The Whale’, no es una excepción. Con una apuesta mayor por el melodrama que por la intriga psicológica que ha caracterizado el grueso de su filmografía, el personaje central de esta película, interpretado por Brendan Fraser, es un hombre que padece obesidad mórbida y que está empeñado en ver luz donde todos los demás ven la fatalidad. Su exmujer está convencida de que la hija que tienen en común encarna la maldad pura. Un joven evangelista acude periódicamente a su casa para alertarle del fin del mundo. Y las noticias en televisión, que contextualizan la historia en 2016, apuntan a que el magnate ultraderechista Donald Trump será el candidato republicano a la Casa Blanca.
Aronofsky ha adaptado, en esta ocasión, un libreto del dramaturgo Samuel D. Hunter, aunque la autoría ajena del guion no signifique gran cosa cuando se habla de un director con un estilo tan definido y unas recurrencias temáticas tan claras; ‘El luchador’ (2008) o ‘Cisne negro’ (2010), ambas también con textos de otros escritores, permiten corroborarlo con facilidad. Casi ignorada por la Academia —aunque Fraser es el gran favorito entre los nominados a Mejor Actor Protagonista de los Oscar 2023—, ‘The Whale’, por supuesto, también ha sido recibida con una amplia división de opiniones, por cumplir con otra constante en la trayectoria del cineasta.
En el núcleo del debate, el modo discutible en que Aronofsky utiliza el cuerpo del personaje principal y lo pone al servicio de la tragedia, enfoque que algunos han considerado gordófobo. Por ejemplo, el periodista David Sims, en The Atlantic, definía la película como “un espectáculo de miseria que muestra a su protagonista como un animal de zoo”. “Aronofsky está obnubilado por Charlie [nombre del personaje] de todas las formas equivocadas, presentándolo como una casa ambulante de los horrores”, escribe. “Esa mirada exhibicionista choca torpemente con el supuesto humanismo de la historia”.
Del arte al horror corporal
La forma física del protagonista de ‘The Whale’ responde al abandono personal al que se entrega tras la pérdida de su compañero sentimental, un duelo que, en cierta manera, adquiere materialidad con él. Los espectadores habituales de Aronofsky están sobradamente familiarizados con la idea de la transformación corporal como parte del desarrollo de un conflicto, con la particularidad, sin embargo, de que Charlie ya se encuentra en ese estado desde el principio de la película. En el díptico formado por ‘El luchador’ y ‘Cisne negro’, que originalmente iban a conformar una misma película (la historia de amor extrema entre un profesional de la lucha libre y una bailarina), los sufridos artistas que ocupan el centro de ambas historias llevan a cabo un profundo sacrificio para estar a la altura de su exigente disciplina.
En la película de 2010 protagonizada por Natalie Portman, la exploración desemboca, por momentos, en el horror corporal o body horror, subgénero de terror consagrado a las alteraciones físicas aberrantes: vemos a la bailarina mutar en el ave que tiene que representar sobre el escenario, experimentar en su espalda el crecimiento de unas plumas parecidas a las púas de Jeff Goldblum en ‘La mosca’ (1986) o hacerse daño a sí misma. Aronofsky utiliza las referencias a tótems como Dario Argento, Roman Polanski o Brian de Palma para cronificar el viaje a los infiernos de una adolescente asfixiada por su condición de hija modélica, bajo el control de una madre opresiva que incluso vela su sueño. Pero ese vuelo oscuro es liberador, para reafirmar una vez más la búsqueda de la luz que guía las narraciones de Aronofsky.
“La muerte es el camino hacia lo reverencial” es la cita de ‘La fuente de la vida’ (2006) en la que Chris Cabin se apoyaba para hablar en Collider del influjo del horror corporal en el cine del director, incluso en trabajos aparentemente alejados de esos códigos. “Los primeros planos de sangre a borbotones, heridas abiertas, quemaduras y piel irritada abundan en casi todas las películas de Aronofsky. Incluso en sus obras más abiertamente espirituales, como ‘Noé’ (2014) o ‘La fuente de la vida’, la misión del alma está rodeada por la fragilidad de la carne, los huesos y el cerebro”, opina. Del taladro en la cabeza de Max en ‘Pi, fe en el caos’ (1998) en su neurótica conquista del conocimiento supremo hasta la explotación de la naturaleza por parte de un poeta narcisista en ‘madre!’, las historias del cineasta estadounidense tienen siempre que ver con almas presionando los límites de sus carcasas hasta purgarlas.
En ‘The Whale’, Charlie ha alcanzado un punto de no retorno para su salud, pero ello parece suponer un problema secundario conforme a la auténtica ansiedad que le atañe, que es su necesidad, como profesor de literatura, de que los alumnos a los que da clases online escriban algo sincero. En concreto, vive obsesionado con una redacción de ‘Moby Dick’ —cuya autoría, inicialmente, no se desvela— que ofrece la clave del título de la película y una vía de interpretación al margen de la trama: la persona que lo escribió sostiene que el libro de Herman Melville utiliza la figura de la gran ballena blanca que persigue el capitán Ahab como una distracción para tapar la tristeza real de la historia.
No es demasiado difícil extrapolar la sugerencia a la propia película, donde el cuerpo supuestamente escandaloso del personaje (con la complicidad, para qué negarlo, de Aronofsky en su gusto por la provocación) puede, a su vez, servir de despiste a la hora de cerciorarse de cuál es el auténtico drama.
La mentira no deja ver el bosque
Pocos ortodoxos del terror reconocerían, probablemente, a Aronofsky como un director adscrito al género, sino más bien como alguien que instrumentaliza puntualmente sus mecanismos para apuntalar la intensidad de los dramas que elabora. De hecho, el maestro John Carpenter (que ha reconocido, no obstante, a Aronofsky como “un director talentoso”) llegó a expresar en una de sus famosas y lenguaraces entrevistas la sospecha de que el neoyorquino “secretamente odia el cine de terror”, dentro de una biliosa retahíla donde despotricaba contra el aura “de artista” del Cronenberg de los últimos años, contra Eli Roth y contra “los genios”.
La alianza, en este sentido, de Darren Aronofsky con una productora como A24, cuyas películas de terror son frecuentemente atacadas por un sector de aficionados que piensa que el sello no cree en las posibilidades expresivas del género y lo emplea como excusa estética, haría de ‘The Whale’ un matrimonio en el cielo, si no fuera porque, aquí, el terror es lo contrario a un vehículo narrativo. Casi dando la razón a Carpenter, el objetivo del relato (y del protagonista) tiene que ver con la impugnación del terror, un freno para la progresión de sus paralizados personajes.
Lo que el cineasta y Samuel D. Hunter, con los ciertamente pocos sutiles insertos de actualidad política, parecen proponer es que lo único temible es la mentira y que incluso la crueldad merece ser reevaluada si tiene un fondo honesto. En ‘The Whale’, lo que da miedo es falso, es obsceno, se basa en el prejuicio y representa una distracción frente a la verdad: de las calculadamente escandalosas declaraciones de Trump al cuerpo gigante, grasiento y sudado del personaje de Brendan Fraser, todo, como la ballena de la redacción de ‘Moby Dick’, es un obstáculo cuya única justificación existencial es ocultar una realidad trascendente, con la verdad como antídoto exclusivo.
Un giro sorprendentemente positivo a las narraciones de Aronofsky, cuya búsqueda personal de “la luz en la oscuridad” parece radicar en la indagación sobre sus contradicciones: del terror desesperanzado con mensaje al drama esperanzado contra el terror, del abrazo del ‘yo’ negativo al encuentro de la otredad bondadosa, del ateísmo al poder evangelizador de las certezas elevadas. Y con los sacrificios que hagan falta de por medio, para no quitar razón a quienes vieron en lo que de verdad significa ‘Mother!’ una lectura sobre la explotación artística del cuerpo ajeno por parte de un artista abusivo.
(Con información de Fotogramas)