Cuando el Coliseo Romano estaba en su apogeo, más de 50 mil personas llenaban el lugar para saciar su morbo con los espectáculos sangrientos que allí se daban. Podríamos decir que eran gente bárbara sin escrúpulos y educación, pero nada más lejos de nuestra actual realidad.
Hoy los medios de comunicación y las redes sociales fungen como un gran coliseo. Con contenidos violentos, fotos y videos perturbadores, buscan atrapar la atención de millones de espectadores, apelando a las emociones para conseguir que nadie se separe de la pantalla.
Cada año, millones de viajeros visitan el Coliseo Romano dispuestos a descubrir de cerca un monumento que esconde entre sus subterráneos, rampas y ascensores, la huella de la muerte. Luchas entre bestias salvajes, condenados devorados por las fieras y combates entre gladiadores fueron los espectáculos que se celebraban en el mayor anfiteatro del mundo romano.
Han pasado ya 2 mil años desde su inauguración a la que asistió gente de todos los confines del Imperio, desde britanos, tracios y sármatas hasta árabes, egipcios y etíopes. A lo largo de los cien días que duraron los festejos se derramó la sangre de 9.000 animales salvajes, abatidos por cazadores profesionales, y se representaron truculentos combates terrestres en los que perdieron la vida cientos de personas, así como una naumaquia, una batalla naval entre corintios y corfiotas, la única ocasión en que el gran anfiteatro Flavio se llenó de agua.
Los combates duraban habitualmente entre tres y seis días, y se anunciaban por medio de pintadas en las fachadas de casas, edificios públicos y tumbas. La víspera de los combates, los espectadores hacían cola a las puertas del anfiteatro para recoger las entradas gratuitas. Durante la noche, las fieras salvajes eran llevadas en jaulas hasta los subterráneos del anfiteatro, los parques en los que estaban confinadas, situados al nordeste de Roma, cerca de los campamentos de la guardia pretoriana. Mientras tanto, los gladiadores celebraban en público una cena en la que el pueblo podía ver de cerca a los héroes que más admiraba.
Los gladiadores eran mayoritariamente esclavos, pero eso no significa que su vida fuera desechable. Para el lanista, el propietario de una escuela de gladiatura, cada combatiente era una valiosa inversión ya que se debía ocupar de alimentarlo para que estuviera en forma, pagar sus cuidados médicos, entrenarlo y equiparlo para la lucha: por ello, era el primer interesado en que sus gladiadores sobrevivieran, ya que formarlos y mantenerlos era muy caro. También a causa de ello, un gladiador podía llegar a tener mejor alimentación y salud que personas libres pero muy pobres.
Empieza el espectáculo
El día de los juegos, desde primera hora de la mañana, las gradas del Coliseo se llenaban con 50.000 espectadores que llegaban, agitados y emocionados por sus apuestas. El programa empezaba con un espectáculo matutino protagonizado por animales salvajes. Abría una exhibición de animales exóticos, que muchas veces eran totalmente desconocidos para el público.
En el año 58 a.C., Emilio Escauro llevó a Roma desde Egipto hipopótamos y cocodrilos, y Pompeyo trajo rinocerontes. Poco después, Julio César mostró la primera jirafa en la arena. Algunos animales estaban amaestrados y podían representar complejas coreografías e incluso ejecutar acrobacias como andar sobre la cuerda floja. Durante la inauguración del Coliseo, un elefante se postró en posición suplicante ante el emperador, sin que su domador se lo enseñara.
Se podía lanzar a la arena simultáneamente a un elefante y un toro, un rinoceronte y un oso, un tigre y un león, o grupos de animales de una misma especie, a veces atados entre sí. El emperador Probo, por ejemplo, mandó a la arena al mismo tiempo cien leones, cien leopardos africanos y otros cien sirios, y trescientos osos.
La reacción de los animales no siempre era la esperada. Asustados por la algarabía de las gradas, enfermos o debilitados por una prolongada cautividad, podían negarse a salir de sus jaulas. En tales casos, los domadores los pinchaban, los empujaban con antorchas o maniquíes en llamas o recurrían a medios más patéticos, para ponerlas feroces, atormentando a sus crías. Y he aquí que la naturaleza feroz de las fieras se triplica y el amor hacia sus cachorros las hace del todo indomables y las empuja como enloquecidas contra las lanzas de los cazadores.
El plato fuerte de los juegos
Los combates entre gladiadores se anunciaban con un toque de trompeta y comenzaban con un desfile por la arena, encabezado por el organizador de los juegos. Tras comprobar el estado de las armas, comenzaban las luchas y el público gritaba entusiasmado desde las gradas: “¡Lo ha tocado!”, “¡Mátalo!” o “¡Perdónalo!”, cuando la lucha terminaba. Con mucha frecuencia, los vencidos que habían combatido con valentía y honor recibían el perdón del público. De hecho, Augusto prohibió los combates en los que se daba muerte a todos los vencidos por considerarlos una costumbre bárbara.
Los muertos eran retirados por la puerta Libitinaria y llevados al destrictorium (una especie de morgue), un laboratorio infernal, repleto de hierbas de todo tipo, hojas cubiertas por signos incomprensibles y desechos humanos arrancados a los cadáveres antes de darles sepultura. Aquí narices y dedos, allá uñas con restos de carne arrancadas a los crucificados; más allá sangre también recogida de hombres muertos y pedazos de cráneos humanos arrancados a los dientes de las bestias feroces, describe Apuleyo. Los animales muertos se despedazaban y se vendían.
La plebe, según Tertuliano, consumía la carne de leones y leopardos, y pedía las tripas de los osos, donde se encuentra todavía mal digerida la carne humana. Ante nada retrocedían los romanos en su pasión por los espectáculos de gladiadores y nada los disuadió de acudir al Coliseo durante largo tiempo, ni siquiera el triunfo del cristianismo; el último espectáculo registrado en el gran anfiteatro fue en el año 523.
Con información de National Geographic