¿Es posible aún encontrar lugares de la costa que, incluso en lo más alto de la temporada, sean relativamente tranquilos y hayan sido capaces de mantener una personalidad propia? Sí, por suerte ese tipo de localizaciones todavía existen; y a veces, como en este caso, guardan sorpresas que vale la pena descubrir.
Corrubedo es uno de esos sitios un poco en el fin del mundo que aún se pueden encontrar con cierta frecuencia en Galicia. No es un lugar remoto: desde Santiago de Compostela o desde Pontevedra se tarda una hora en llegar, pero aún así mantiene ese aire un tanto al margen que empieza a ser una rareza en zonas turísticas de la costa.
Corrubedo está en un cabo, al margen de las carreteras principales, en uno de esos lugares por los que solamente pasas si quieres ir hasta allí; un sitio de inviernos duros que, desde que el pequeño puerto dejó de operar y la actividad se trasladó a la vecina Ribeira, ha quedado un poco a un lado. En algún momento llegó a tener 2.500 habitantes, aunque hoy ronda los 600 en temporada baja.
A finales de los años 80 la oferta hostelera de Corrubedo era más escueta de lo que es hoy, poco más de tres o cuatro bares. El Stop, que era la casa de comidas, el Nuevo, con sus calamares encebollados, O Secreto y una pequeña taberna, el Bar do Porto, con suelo de piedra y una ventana abierta al mar.
Más o menos por aquella época llegó al pueblo con su familia el arquitecto David Chipperfield, que desde entonces pasa allí largas temporadas, como atestigua su perfil de Instagram. Hacia 1990 el bar cerró y nadie volvió a acordarse de él.
¿Qué se come?
Tres décadas y un cambio de siglo más tarde, el Bar do Porto vuelve a servir cafés, cañas y vermuts, acompañados por su tapa de cortesía, como siempre se ha hecho aquí: puede que una porción de empanada, un pescadito frito o un trozo de bizcocho casero con el café. La cubertería, sin embargo, es la Santiago de la que hablábamos más arriba y el pescado llega a diario de las lonjas vecinas. Todo ha cambiado para que todo siga igual.
Con la carta ocurre algo similar. Las raciones suenan familiares, como las de cualquier bar tradicional de la costa gallega. Pero el origen de la materia prima se cuida mucho, las tartas y bizcochos se elaboran en el local e incluso el vino de la casa, que llega a la mesa etiquetado con el nombre del local, lo produce Dominio do Bibei, una de las bodegas con más reputación del interior gallego.
Ahora, en verano, puede haber sardinas, quizás jurelitos recién fritos; hay berberechos, navajas, calamar o sargo a la plancha, salpicón de pulpo, la empanada del día y una pequeña selección de platos principales.
Los mejillones, abiertos al vapor, llegan a la mesa en un cuenco humeante. Estando donde está el bar, a las puertas de la Ría de Arousa, sabes que van a ser estupendos. Vienen con un poco de limón, por si quieres añadirle unas gotas, pero no les hace falta, porque estallan en la boca con todo el sabor del mar. La empanada del día, de esas de masa fina y elástica, con el aroma del pan recién horneado, es de carne. Las dos cosas, juntas, suman 10 euros a la cuenta.
Las sardinas, enteras, sin limpiar, como es tradicional aquí, están en esa época en las que rebosan de esa grasa tan especial que las convierte en el sabor del verano. Y el chopo en su tinta, servido con cachelos, es uno de aquellos guisotes marineros que hacen que pienses en la cocina de tu abuela. El godello de la casa, servido en vaso de chato, va estupendamente con todo.
Para los postres tienes dos opciones: una pequeña carta con clásicos tabernarios como el arroz con leche, las natillas o el queso con membrillo o decantarte por los dulces que elaboran, seguramente pensados más para desayunos y meriendas, para acompañar el café. Los merengues tienen el tamaño justo para dejarte contento; el bizcocho es sencillo y resultón. No hace falta más.
Un nuevo bar de toda la vida
Chipperfield es un arquitecto con estudio en Londres, Berlín, Milán y Shanghai (próximamente también en Santiago de Compostela) y obra repartida por todo el mundo. Poco a poco, su relación con Galicia se fue haciendo más intensa. Primero fue su residencia, luego la creación de la Fundación RIA. A continuación el diseño de la Cubertería Santiago, comercializada por la marca Alessi, y más recientemente la serie Rede para la histórica fábrica de cerámica de Sargadelos. Y de pronto todo eso se encontró con el Bar do Porto, que había permanecido ahí, como congelado en el tiempo, durante 30 años. La familia Chipperfield consiguió hacerse con el antiguo local, y ahí empieza otra historia.
“Aunque no teníamos ninguna ambición hostelera, nos motivó la idea de dar continuidad a un bar de siempre que al mismo tiempo fuese un lugar contemporáneo”, explica Celeste Chipperfield, responsable del Bar do Porto. Lo han logrado: cuando entras en el local tienes la sensación de entrar en un bar con historia. El suelo de losas de granito, la carpintería pintada con los mismos tonos vivos con los que tradicionalmente se pintaban los barcos, la barra alta, los azulejos de otra época de la cocina.
El espacio y las mesas de diseño limpio te dejan claro al mismo tiempo que ha habido una intervención. Una intervención que ha sabido mantener la esencia tradicional de la taberna. “Queríamos que el bar fuese un normalisimo bar del puerto de antes, manteniendo su espíritu pero integrando ideas nuevas. Otro motivo fue promover el producto local que es el único que trabajamos, y proponer oportunidades a jóvenes con los cuales hemos formado una familia extendida”, explica la hostelera.
Unas vistas privilegiadas
Bueno, sí, hay algo más que puede redondear la experiencia. Siéntate, si puedes, en la barra que se asoma a la ventana. La terraza tiene también un éxito enorme, sobre todo en los días soleados. Corrubedo es un sitio en el que casi siempre corre la brisa, así que puedes disfrutarla sin miedo a pasar calor.
De todos modos, al menos para una primera visita, yo optaría por acordarme en esa ventana desde el interior. Lo haría, sobre todo, por esa conjunción de lo nuevo y lo viejo que te rodea allí dentro; por esa mezcla de bar con solera, con los trofeos del club deportivo local expuestos en la pared, mesas de líneas puras, tapas del día y cubiertos de autor.
En cuanto a precios, el Bar do Porto no se diferencia mucho de otros locales de la zona. Si picas algo ligero, tres o cuatro cosas para compartir, probablemente no llegues a los 20 euros por persona; quizás si te sientas a comer, con varios entrantes al centro y un principal para cada uno, quizás estarás más cerca de los 30. Si te vas a los mariscos y las botellas de la pequeña pero cuidada selección que presentan a través de la pizarra, la cosa subirá algo, pero seguirá siendo muy razonable.
Toma en cuenta el local, el puerto que se cuela por la ventana, la mesa a la que te has sentado, la vajilla y los cubiertos y esa sensación de haber estado un rato en un lugar que, sin dejar de ser un bar de puerto, no se parece a ningún otro, es más que probable que te marches contento con lo que hayas pagado. Para eso es para lo que renació este local histórico: larga vida al Bar do Porto.
Fuente: Jorge Guitián/El Comidista