Benedicto XVI, el papa emérito, un erudito silencioso de intelecto firme que pasó gran parte de su vida haciendo cumplir la doctrina de la Iglesia y defendiendo la tradición antes de conmocionar al mundo católico romano al convertirse en el primer papa en seis siglos en renunciar, murió el sábado. Tenía 95 años.
La muerte de Benedicto fue anunciada por el Vaticano. No se mencionó la causa. La semana pasada, el Vaticano comentó que la salud de Benedicto XVI había empeorado “debido al avance de la edad”.
El miércoles, el papa Francisco pidió a los presentes en su audiencia semanal en el Vaticano que oraran por Benedicto XVI, quien, dijo, estaba “muy enfermo”. Más tarde lo visitó en el monasterio en los terrenos de Ciudad del Vaticano donde Benedicto había vivido desde que anunció su renuncia en febrero de 2013.
En ese anuncio, en el que hablaba de la pérdida de energía y su “edad avanzada” a los 85 años, Benedicto dijo que renunciaba libremente y “por el bien de la Iglesia”. La decisión, que sorprendió a los fieles y al mundo en general, culminó con un papado de casi ocho años en el que sus esfuerzos por revitalizar la Iglesia católica romana se vieron a menudo ensombrecidos por el escándalo no resuelto de abusos sexuales en el clero.
Tras la elección de su sucesor en marzo —el papa Francisco, el excardenal Jorge Mario Bergoglio de Buenos Aires— y una estancia temporal en Castel Gandolfo, la residencia papal de verano, Benedicto se mudó a un convento en Ciudad del Vaticano. Era la primera vez que dos pontífices compartían los mismos terrenos.
Los dos hombres estaban al parecer en buenos términos personalmente pero a veces era un arreglo incómodo y Francisco se movió decisivamente para transformar el papado, al despedir o degradar a muchos de los nombramientos conservadores de Benedicto y elevar la virtud de la misericordia sobre las reglas que Benedicto había pasado décadas refinando y haciendo cumplir.
Benedicto, el intelectual poco carismático que había predicado en gran medida a los creyentes más fervientes de la Iglesia, pronto fue eclipsado por Francisco, dando paso a un sucesor inesperadamente popular que de inmediato trató de ampliar el atractivo del catolicismo y hacer que el Vaticano volviera a ser relevante en los asuntos mundiales. Pero cuando los críticos tradicionalistas de Francisco alzaron sus voces a finales de la década de 2010, convirtieron a Benedicto en la piedra de toque de su oposición, lo que alimentó los temores de que su renuncia pudiera promover un cisma.
A principios de 2019, Benedicto rompió su silencio pospapal al publicar una carta de 6000 palabras que parecía estar en desacuerdo con la visión de su sucesor sobre los escándalos de abusos sexuales. Benedicto atribuyó la crisis a la revolución sexual de los años sesenta, a la secularización y a la erosión de la moralidad que achacó a la teología liberal. Francisco, por el contrario, veía sus orígenes en la exaltación de la autoridad y el abuso de poder en la jerarquía eclesiástica.
Sin embargo, dada su frágil salud en aquel momento, muchos observadores de la Iglesia se preguntaron si Benedicto había escrito realmente la carta o si había sido manipulado para impulsar esa opinión y debilitar así a Francisco.
El propio Benedicto XVI se vio envuelto en el escándalo después de que un informe de enero de 2022 comisionado por la Iglesia católica romana en Múnich investigara cómo la Iglesia había gestionado los casos de abusos sexuales entre 1945 y 2019. En él se afirmaba que Benedicto había gestionado mal cuatro casos de abusos sexuales a menores cuando era arzobispo en Alemania hace décadas y también se lo acusaba de haber engañado a los investigadores en sus respuestas escritas.
Dos semanas después de que se hiciera público el informe, Benedicto reconoció en una carta que se habían producido “abusos y errores” bajo su vigilancia y pidió perdón, pero negó cualquier conducta indebida.
En el momento de su renuncia, la decisión de Benedicto XVI de dimitir humilló y humanizó a un pontífice cuyo papado se había asociado con tempestades. Se produjeron tensiones con judíos, musulmanes y anglicanos, y con católicos progresistas que se sintieron angustiados por sus acercamientos a las franjas más tradicionalistas del mundo católico.
Fue una dolorosa paradoja para sus partidarios que fuera durante el papado de Benedicto XVI que la crisis de abusos sexuales, acumulada durante tanto tiempo, golpeara finalmente al Vaticano con dureza, en 2010. Como cardenal Joseph Ratzinger, encargado de dirigir la poderosa Congregación para la Doctrina de la Fe, se había adelantado a muchos de sus colegas al reconocer lo profundamente dañada que estaba la Iglesia por las revelaciones de que sacerdotes de todo el mundo habían abusado sexualmente de jóvenes durante décadas e incluso más tiempo. Ya en 2005, se refirió a los abusos como “suciedad en la Iglesia”.
Elegido papa el 19 de abril de 2005, tras la muerte de Juan Pablo II, Benedicto pidió perdón por los abusos y se reunió con las víctimas, algo inédito en un papado. Pero no pudo eludir la realidad de que la Iglesia había protegido a sacerdotes acusados de abusos, había minimizado un comportamiento que, de otro modo, habría considerado inmoral y lo había mantenido en secreto ante las autoridades civiles, frustrando los procesos penales.
El ajuste de cuentas empañó la opinión generalizada de que Benedicto era la fuerza intelectual más influyente de la Iglesia durante una generación.
“Vale la pena dar un paso atrás un momento y recordar que Benedicto es probablemente el mayor erudito que ha gobernado la Iglesia desde Inocencio III, el brillante jurista que ejerció de 1198 a 1216”, escribió el historiador de Princeton Anthony Grafton en The New York Review of Books en 2010.
Juan Pablo II se había ganado los corazones, pero fue el cardenal Ratzinger quien definió el correctivo a lo que él y Juan Pablo consideraban un alarmante giro liberal dentro de la Iglesia, puesto en marcha por las reformas del Concilio Vaticano II a principios de la década de 1960.
Benedicto XVI, el 265º papa de la Iglesia, fue el primer alemán en ostentar el título en medio milenio, y su elección marcó un hito en la renovación espiritual de Alemania 60 años después de la II Guerra Mundial y el Holocausto. A sus 78 años, fue también el hombre de más edad en convertirse en papa desde 1730.
La Iglesia que heredó estaba en crisis, y el escándalo de los abusos sexuales era su manifestación más vívida. Era una institución dirigida por una jerarquía mayoritariamente europea que supervisaba a una comunidad de fieles —mil millones— que residían en su mayoría en el mundo en desarrollo. Y se debatía entre sus costumbres antiguas e insulares y el mundo moderno.
Para los liberales de la Iglesia, en lugar de ser la respuesta a esa crisis, Benedicto representaba el problema: un académico europeo conservador desfasado. Muchos se preguntaban si sería un mero líder provisional, que ocuparía el puesto tras el largo papado del querido Juan Pablo II hasta que se pudiera nombrar a un heredero más joven y dinámico.
No tardó en despejar esa incógnita. Aunque su comportamiento tímido y libresco parecía augurar un camino menos ambicioso, se movió con fuerza para poner en práctica una idea que llevaba tiempo defendiendo: que la respuesta de la Iglesia al creciente secularismo y a las conquistas de otras religiones no debía consistir tanto en ampliar el atractivo del catolicismo como en cuidar a sus creyentes más conservadores, aunque el precio fuera una Iglesia más pequeña.
Benedicto era difícil de etiquetar ideológicamente. Aunque conservador en sus opiniones religiosas y sociales, adoptó posturas que muchos consideraron liberales al promover la protección del medioambiente, condenar la guerra estadounidense en Irak y, quizá lo más desconcertante para los conservadores, criticar el capitalismo, sobre todo durante la crisis financiera que estalló en 2008.
También tenía una vena impredecible, como dejó claro su sorprendente renuncia. En 2010, abordó la estricta prohibición de los preservativos por parte de la Iglesia, que había sido especialmente criticada durante la crisis del sida que asoló África. Aunque los preservativos no eran “una solución real y moral” a la epidemia de sida, dijo, “podrá haber casos fundados de carácter aislado, por ejemplo, cuando un prostituto utiliza un preservativo, pudiendo ser esto un primer acto de moralización, un primer tramo de responsabilidad”.
Desde el principio, fue propenso a hacer declaraciones provocadoras que alienaban a uno u otro grupo étnico o religioso. A estas seguían aclaraciones o disculpas. Era una pauta poco habitual en el papado, de 2000 años de antigüedad.
En enero de 2009, Benedicto levantó las excomuniones de cuatro obispos disidentes que pertenecían a la ultraderechista Fraternidad Sacerdotal San Pío X. Uno de ellos, Richard Williamson, había provocado indignación al afirmar en una entrevista días antes que las cámaras de gas nazis nunca habían existido y que solo varios miles de judíos habían muerto en el Holocausto, y no como una política nazi deliberada.
El papa presentó su decisión como un esfuerzo por sanar un cisma en la Iglesia. Sus críticos dijeron que era un ejemplo extremo de su voluntad de complacer a la extrema derecha católica.
Los liberales de la Iglesia se habían quejado de lo mismo dos años antes, cuando Benedicto XVI suavizó las restricciones sobre el uso de la antigua misa en latín. Esa decisión enfureció también a los grupos judíos, porque permitía el uso de una oración del Viernes Santo que llama a la conversión de los judíos.
Benedicto recibió más críticas en octubre de 2009, cuando suavizó las normas para la conversión de los anglicanos. El Vaticano dijo que respondía a las peticiones de los tradicionalistas anglicanos, que se habían opuesto a las decisiones de la Iglesia de Inglaterra de permitir el acceso de las mujeres al sacerdocio y que los hombres homosexuales lleguen a ser obispos.
En el caso de Williamson, la decisión de levantar su excomunión no hizo sino erosionar aún más la confianza entre los judíos, que se había tambaleado desde el inicio del papado de Benedicto, cuando se hizo público que el joven Joseph Ratzinger había sido miembro de las Juventudes Hitlerianas —a regañadientes, según todos los indicios— y recluta en el ejército de Hitler. El rabino jefe de Roma amenazó con cortar las relaciones con el Vaticano.
Benedicto dijo que no estaba al tanto de las declaraciones del obispo Williamson y se disculpó. A continuación, reconoció la gravedad de su error al enviar una carta extraordinaria a los obispos de todo el mundo, en la que daba a entender que la acusación de que el Vaticano no estaba en contacto con la realidad tenía algún fundamento. Prometió prestar más atención a internet, donde habían circulado las declaraciones del obispo Williamson. Pero mantuvo que la revocación de las excomuniones había sido una medida de buena voluntad hacia la unidad de la Iglesia.
Se decía que Benedicto tenía mal tino para la política. En septiembre de 2006, en la Universidad de Ratisbona, Alemania, donde fue profesor de teología, pronunció un discurso en el que citaba a un emperador bizantino medieval que utilizaba las palabras “malvadas e inhumanas” para describir al islam. Con las tensiones ya elevadas tras los atentados terroristas del 11 de septiembre de 2001, el discurso provocó indignación en el mundo musulmán.
Benedicto expresó su pesar por esa reacción, pero no se disculpó por utilizar esas palabras. Debían entenderse como parte de un tratado sobre la religión en la vida moderna, dijo. De hecho, el discurso en su conjunto fue elogiado de manera generalizada, pero solo sus comentarios sobre el islam fueron ampliamente recordados.
Las controversias distrajeron la atención de los logros de Benedicto XVI. Sus cartas pastorales, o encíclicas, sobre el amor, la esperanza y la caridad fueron aclamadas como sabias y elocuentes. Su promoción de lo que su biógrafo John L. Allen Jr. llamó “ortodoxia afirmativa” enfatizaba el bien que la vida católica podía aportar en lugar de las acciones que la Iglesia prohibía, un tema que contrastaba con su forma de establecer la ley para los fieles cuando era cardenal y supervisaba la doctrina de la Iglesia, lo que provocó quejas de que era divisivo.
“Pero entonces surge la cuestión: ¿De verdad queremos esto: vivir eternamente?”, preguntó Benedicto en un pasaje característico de una encíclica de 2007 sobre la esperanza. “Tal vez muchas personas rechazan hoy la fe simplemente porque la vida eterna no les parece algo deseable”.
Pasó a describir un cielo que no es, como él dijo, “aburrido y al final insoportable”.
“Sería el momento de sumergirse en el océano del amor infinito, en el cual el tiempo —el antes y el después— ya no existe”, dijo. “Podemos únicamente tratar de pensar que este momento es la vida en sentido pleno, sumergirse siempre de nuevo en la inmensidad del ser, a la vez que estamos desbordados simplemente por la alegría”.
Pianista aficionado a Mozart, Benedicto calificó una vez la música rock de “vehículo de antirreligión”. (En contraste, Juan Pablo II había aplaudido en un concierto de Bob Dylan). Le preocupaba que Harry Potter pudiera ser un peligro para las mentes jóvenes.
Para los que consideraban que la Iglesia era anacrónica, Benedicto era la prueba principal. Pero pocos de sus críticos cuestionaron su articulación sobre lo que significaba ser católico romano hoy en día. Fue franco al admitir el declive de la fe en un mundo desarrollado cada vez más secularizado.
El reto que tenía ante sí era grande, quizá demasiado grande: renovar la fe católica en Occidente. Pero al carecer de la calidez emocional de Juan Pablo II, no se propuso recrear el papado como un cargo popular y mediático para la espiritualidad y el bien general. Más bien, a su manera profesoral, abogó por el reconocimiento de que la razón, la ciencia y los valores seculares por sí solos no podían explicar el misterio humano. Predicó la vuelta a los fundamentos católicos: ir a misa, adorar a la Virgen María y declarar la verdad del cristianismo frente a la amenaza del “relativismo”, la idea de que todas las creencias son iguales.
Se resistió a los llamamientos del ala liberal de la Iglesia a replantearse el requisito del celibato en el sacerdocio y a permitir que los católicos divorciados recibieran la comunión. Creía que era mejor aceptar una Iglesia más pequeña, con más creyentes ortodoxos en desacuerdo con el mundo, que una fe diluida.
Sin embargo, su papado no encajaba en ninguna categoría. Los conservadores expresaron su decepción por no haber emprendido una guerra cultural al estilo estadounidense. Los liberales se sorprendieron a menudo por una pastoral que trataba de evitar la confrontación abierta. Su primera encíclica, la forma más elevada de enseñanza papal, versaba sobre el amor: no solo el amor de Dios por la humanidad, sino también, sorprendiendo a muchos lectores, el amor sexual entre hombres y mujeres casados.
Relaciones con el islam
Benedicto no se privó de expresar lo que consideraba verdades incómodas sobre las raíces cristianas de Europa y sobre otras religiones, el islam en particular. En su discurso de 2006 en Ratisbona, dijo: “Muéstrame también aquello que Mahoma ha traído de nuevo, y encontrarás solamente cosas malvadas e inhumanas, como su directiva de difundir por medio de la espada la fe que él predicaba”.
Benedicto XVI aclaró que estaba citando a un emperador bizantino medieval, y señaló que el discurso criticaba en gran medida a Occidente por poner a Dios en cuarentena de la vida pública cotidiana. No obstante, planteó cuestiones difíciles que preocupan a muchos occidentales, tanto liberales como conservadores, en una época de atentados terroristas, guerra en Irak y creciente inmigración musulmana a Europa.
Algunos en el mundo islámico reaccionaron con ira y, en algunos lugares, con violencia. Se bombardearon iglesias en Cisjordania y Gaza, y una monja italiana fue asesinada a tiros en Somalia, al parecer en represalia por los comentarios del papa.
No estaba claro que Benedicto hubiera previsto la reacción. Funcionarios del Vaticano, y luego el propio Benedicto, se apresuraron a decir que no estaba de acuerdo con las palabras que había citado, sugiriendo que la fe islámica era en sí misma propensa a la violencia. Menos de una semana después del discurso, hizo lo que pocos papas han hecho nunca. Se disculpó públicamente por algo que él mismo había dicho. “El verdadero significado de mi discurso en su totalidad era y es una invitación al diálogo franco y sincero, con respeto mutuo”, dijo.
Benedicto puso a prueba esa voluntad de diálogo dos meses después, en un viaje a Turquía, el primero a un país musulmán como papa. Muchos turcos protestaron por la visita. Hasta el último minuto, Recep Tayyip Erdogan, entonces primer ministro y líder de un partido islamista moderado, se había negado a reunirse con él.
Pero pocos instantes después de bajar del avión, Benedicto pareció ofrecer una rama de olivo a Turquía y, por tanto, a los musulmanes. Erdogan salió de una reunión en el aeropuerto con el papa informando de que Benedicto había dado su bendición tácita a la antigua pero problemática ambición de Turquía de unirse a la Unión Europea.
El gesto de Benedicto supuso un revés. Cuando era el cardenal Ratzinger, se había opuesto a la adhesión de Turquía a la UE alegando que el Imperio otomano siempre había estado “en permanente contraste con Europa”. Los conservadores de la iglesia no tardaron en afirmar que Benedicto no se había ablandado respecto al islam. Siguió expresando su preocupación por la libertad religiosa de los cristianos en tierras musulmanas y su aversión ante cualquier acto de violencia cometido en nombre de Dios.
Sin embargo, el Vaticano no negó que el papa pudiera haber cambiado de opinión sobre la Unión Europea debido a la ira que suscitaron sus comentarios en Ratisbona. Su tono también cambió. Habló más que nunca de la importancia del “diálogo” entre cristianos y musulmanes para superar la amenaza del terrorismo. El mensaje se transmitió vívidamente en Estambul en 2006 en una visita a la Mezquita Azul, símbolo central de la derrota otomana del cristianismo bizantino. De pie, en silencio, junto al muftí principal de Estambul, Benedicto miró a la Meca y rezó.
Sin embargo, pocos observadores del Vaticano creían que la preocupación de Benedicto por un islam radicalizado hubiera cambiado. Pero tras la visita a la mezquita, muchos turcos expresaron un sentimiento más cálido hacia él, y sus propias palabras fueron acogedoras.
“Durante los pocos minutos de reflexión en ese lugar de culto, me dirigí al único Dios del cielo y de la tierra”, dijo a los peregrinos y turistas en San Pedro la semana siguiente a su regreso a Roma. “Que todos los creyentes se vean como sus criaturas y den testimonio de verdadera fraternidad”.
Nacido en Baviera
Joseph Alois Ratzinger nació el 16 de abril de 1927 en el pueblo bávaro de Marktl am Inn. Su padre, también llamado Joseph, era un policía rural que “era trasladado con frecuencia, por lo que estábamos continuamente de viaje”, escribió Benedicto en unas memorias, Milestones (1997).
Benedicto dijo que su padre se había opuesto a Hitler, motivo suficiente para que la familia se mudara repetidamente. Joseph y su esposa, Maria, cocinera de pequeñas posadas, tuvieron otros dos hijos: Maria, nacida en 1921, y Georg, en 1924.
Al crecer cerca del río Inn, rodeado de colinas y bosques, Joseph quedó marcado por la fe de los “simples creyentes” rurales, como él los llamaba. Visitaba a menudo el santuario de la Virgen María en la cercana Altötting.
Joseph quiso ser sacerdote desde muy joven. A los 5 años, formó parte de un grupo de niños que regalaron flores al arzobispo de Múnich. Después, anunció su intención de ser cardenal. (Luego dijo que también había considerado pintar casas). Su hermano Georg también se convirtió en sacerdote.
Del mismo modo que toda comprensión de Juan Pablo II parte de sus raíces en la Polonia comunista como Karol Jozef Wojtyla, toda comprensión de Benedicto XVI debe tener en cuenta que llegó a la mayoría de edad en la conservadora y religiosa Baviera durante la vorágine de la Segunda Guerra Mundial. Junto con el resto de los alumnos de su escuela, Joseph fue inscrito automáticamente en las Juventudes Hitlerianas, en 1941. Dos años más tarde, siendo seminarista, fue reclutado por el ejército, destinado primero a una unidad antiaérea y más tarde a la infantería. Nunca fue enviado al frente.
No hay pruebas de que tuviera simpatías nazis, como algunos insinuaron después de que se convirtió en pontífice. Desertó del ejército hacia el final de la guerra y pasó meses en un campo de prisioneros de guerra estadounidense antes de ser liberado en junio de 1945.
Más tarde, como arzobispo de Múnich de 1977 a 1982, habló poco del Holocausto o de la culpabilidad histórica de Alemania, aunque desempeñó un papel importante en los esfuerzos de Juan Pablo II por reparar la ruptura entre judíos y cristianos. Sin embargo, la guerra marcó su forma de pensar: veía a la Iglesia bávara como una raíz de oposición al Tercer Reich.
En una visita al complejo de campos de exterminio de Auschwitz y Birkenau en 2006, Benedicto dijo del régimen de Hitler: “Dios finalmente tuvo que morir, y el poder tuvo que pertenecer solamente al hombre, a estos hombres que pensaban que por la fuerza se habían hecho dueños del mundo”. Al exterminar a los judíos, dijo, “en última instancia querían arrancar la raíz de la fe cristiana y sustituirla por una fe de su propia invención: la fe en el gobierno del hombre, el gobierno de los poderosos”.
Benedicto creía que el único antídoto contra el totalitarismo ateo era la obediencia a la Iglesia, un credo que, según sus críticos, dejaba poco margen para una oposición razonada dentro del catolicismo.
Después de la guerra, Joseph y Georg reanudaron su preparación para el sacerdocio y se ordenaron el mismo día, el 29 de junio de 1951. Joseph se doctoró con una tesis sobre san Agustín y obtuvo su cátedra con un tratado sobre san Buenaventura, el filósofo, teólogo y sacerdote italiano medieval que dio a la Iglesia muchos de sus fundamentos intelectuales.
La estatura del padre Ratzinger como teólogo creció mientras enseñaba en Frisinga, Bonn y Múnich. Sus colegas decían desde entonces que estaba destinado a un gran futuro.
En 1962, asumió como asesor teológico del cardenal Joseph Frings de Colonia en el Concilio Vaticano II. Para los jóvenes y ambiciosos sacerdotes de aquella época —el padre Ratzinger tenía 35 años— el cónclave era crucial.
El concilio había sido convocado ese año por el papa Juan XXIII para poner a la Iglesia de casi 2000 años de antigüedad en sintonía con el mundo moderno. El padre Ratzinger era uno de los reformistas, aunque prudente: modernizaría la Iglesia respetando sus tradiciones. Durante el Concilio Vaticano II, ejerció su influencia impartiendo seminarios y escribiendo discursos y comentarios.
En el centro de lo que muchos llaman el “mito Ratzinger” está cómo este reformador se convirtió en una de las voces más conservadoras de la Iglesia. “En la imaginación de algunos críticos liberales, la historia de la vida de Ratzinger sería un guion digno de George Lucas: el joven Caballero Jedi que se pasó al Lado Oscuro de la Fuerza”, escribió Allen en su biografía Cardinal Ratzinger (2000).
El padre Ratzinger se había alineado con los reformadores del Vaticano II en cuanto a la flexibilización de la autoridad central de Roma, al restringir su capacidad para censurar a los teólogos y prescindir de la misa en latín, que él calificaba de “arqueológica”.
Sin embargo, años más tarde, como jefe de la Congregación para la Doctrina de la Fe del Vaticano, fue enfático en afirmar la autoridad de Roma, censurando a los teólogos y abogando por una mayor libertad para usar la misa en latín.
Negó que sus puntos de vista hubieran cambiado. “No veo ningún cambio en mis posiciones teológicas a lo largo de los años”, declaró a la revista Time en 1993.
Sin embargo, algo había cambiado. A medida que el espíritu reformista de la Iglesia y de la cultura occidental en general cobraba impulso en la década de 1960, empezó a ver a Europa estrangulada por el secularismo y la disminución del papel de la Iglesia en la vida pública. Las reformas ligeras que consideró necesarias en el Vaticano II habían tomado una dirección imprevista.
Le preocupaban especialmente las manifestaciones estudiantiles en la Universidad de Tubinga, donde llegó para enseñar en 1966 con fama de reformador, tras haber sido reclutado por el reverendo Hans Küng, un teólogo liberal.
“La revolución marxista encendió a toda la universidad con su fervor, sacudiéndola hasta sus cimientos”, escribió Benedicto en sus memorias. Los estudiantes, que pedían la democratización de la Iglesia, se ensañaron con el propio padre Ratzinger. Algunos de sus propios alumnos coreaban: “¡Maldito sea Jesús!”. Las protestas, que se extendieron por toda Europa en 1968, lo conmocionaron.
El elemento de la duda
Ese mismo año, el padre Ratzinger publicó lo que se considera su obra teológica más importante, Introducción al cristianismo. Muchos sacerdotes de Roma dicen que fue fundamental para su desarrollo espiritual. En el libro, defendía la creencia no como una experiencia mística, sino como algo inseparable de la razón y la duda, tomando en serio el elemento de la duda en la creencia de Dios.
“De la misma manera que el creyente se siente continuamente amenazado por la incredulidad, que es para él su más seria tentación, así también la fe siempre será tentación para el no- creyente y amenaza para su mundo al parecer cerrado para siempre”, escribió en un célebre pasaje. “En una palabra: nadie puede sustraerse al dilema del ser humano”.
En 1969, se trasladó de Tubinga a la nueva universidad de Ratisbona, más tranquila y conservadora, cerca de su ciudad natal, donde su hermano era sacerdote y director de coro. En 1977, el papa Pablo VI nombró al padre Ratzinger arzobispo de Múnich y Frisinga. Ese mismo año, fue nombrado cardenal, la cúpula eclesiástica de la que salen los papas.
Más de un año después, otro conservador, el cardenal Wojtyla, se convirtió en el papa Juan Pablo II. En 1981, Juan Pablo II llamó al cardenal Ratzinger a Roma para que asumiera uno de los cargos más importantes de la Iglesia: prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, la oficina vaticana responsable de defender la ortodoxia de la Iglesia. El cardenal Ratzinger asumió el cargo a tiempo completo al año siguiente.
Con la bendición de Juan Pablo II, la Iglesia adoptó una ortodoxia que el cardenal Ratzinger definió en gran medida. Su oficina actuó contra los teólogos disidentes, se pronunció contra la homosexualidad, el control de la natalidad y el aborto, y cuestionó la validez de otras creencias.
La batalla central se libró en torno al movimiento de la teología de la liberación en América Latina. Muchos líderes y teólogos católicos veían allí a Cristo como el salvador de los pobres y a la fe como un agente para una sociedad más justa. Pero las inclinaciones marxistas del movimiento no gustaban ni a Juan Pablo II, el polaco que se opuso al comunismo, ni al cardenal Ratzinger, tras su experiencia con estudiantes radicales en la década de 1960.
El cardenal Ratzinger consideraba que la misión de Cristo ofrecía además de “una mera esperanza terrenal”, escribió, también la salvación de las almas.
Retomó el tema en 2007, como papa, en su libro Jesús de Nazaret, en el que mostraba poca paciencia con las desigualdades del capitalismo, pero afirmaba que Cristo no había sido un reformador social principalmente.
Su despacho censuró a varios de los principales defensores de la teología de la liberación y, a principios de la década de 1990, el movimiento se consideró derrotado.
Decenas de teólogos y otras personas fueron objeto de críticas formales durante la época en que el cardenal Ratzinger supervisaba los asuntos doctrinales, entre ellos los sacerdotes Charles E. Curran, Edward Schillebeeckx, Jacques Dupuis y Roger Haight. “Los procedimientos inquisitoriales de la congregación son indefendibles”, editorializó en 2001 la revista America, dirigida por jesuitas.
La profundización de la congregación en temas sociales provocó protestas similares. En 1986, los críticos liberales se opusieron a un documento sobre la atención pastoral a las personas homosexuales en el que se hablaba de la homosexualidad como una inclinación “hacia un mal moral intrínseco” y como “un trastorno objetivo”.
El propio cardenal Ratzinger provocó discrepancias al publicar en 2000 un documento en el que postulaba que otras confesiones eran “seriamente deficientes” a la hora de ofrecer la salvación y que los protestantes no eran miembros de “iglesias en el sentido propio”.
Un colega cardenal alemán, Walter Kasper, respondiendo a las quejas de los protestantes alemanes, dijo: “Si mis amigos se sienten ofendidos, yo también. Es una afirmación desafortunada, torpe y ambigua”.
Los defensores del cardenal Ratzinger respondieron que nunca había negado la posibilidad de salvación a los miembros de otras confesiones y que, además, el documento se limitaba a reafirmar la creencia del catolicismo de que es la única Iglesia verdadera.
Sin embargo, el cardenal Ratzinger obtuvo la aprobación tanto de la izquierda como de la derecha cuando trató de cerrar la brecha entre católicos y judíos por las acusaciones de que la Iglesia había permanecido en silencio, o en el mejor de los casos pasiva, cuando los judíos fueron deportados y asesinados durante la Segunda Guerra Mundial.
En 2001 se convirtió en el enlace del Vaticano en la creciente crisis de abusos sexuales del sacerdocio. Su oficina se inundó de expedientes de casos de obispos que pedían juicios eclesiásticos para sacerdotes acusados de pederastia, y cada viernes leía una pila de ellos, una rutina que sus colaboradores dicen que llamaba “nuestra penitencia de los viernes”.
En un caso notable, el cardenal Ratzinger reabrió un caso contra Marcial Maciel Degollado, un sacerdote mexicano que había fundado la orden conservadora de los Legionarios de Cristo y que había sido acusado por antiguos seminaristas de abusar de ellos cuando tenían entre 10 y 16 años. En 2006, un año después de que Benedicto XVI se convirtió en papa, el padre Maciel fue despojado de su ministerio público. Murió en 2008, y más tarde se denunció que había tenido aventuras con mujeres y tenido hijos.
David Clohessy, director nacional de la Red de Supervivientes de Abusados por Sacerdotes, dijo sobre la gestión del caso por parte del cardenal Ratzinger: “Eso fue, de hecho, acción, no palabras, por lo que queremos darle crédito donde es debido”.
(Con información NY Times)