Aldo Báez
A Borges, más allá de que sea un enorme escritor, un fabulista genial o un ensayista bastante erudito e ingenioso, se le piensa como un hombre todo sabiduría y razón; sin embargo, considero que no es del todo justo -además de sesgado- tal juicio, pues sería difícil que un poeta fuera razón y conocimiento sin sensibilidad, emociones o sentimientos que encaminen sus letras. Cuando Borges se piensa como el hombre que entrelaza/palabras en un cuarto de una casa no parece ser, entonces, el hombre que escribió con agradecimiento Dios, que con magnífica ironía/me dio a la vez los libros y la noche. Sólo un poeta sensible es capaz de referir su ceguera bajo la ironía de pensarla como un don divino.
Jorge Luis Borges es humano y escribió El tamaño de mi esperanza (1926) aún joven, lleno de frescura porteña y amor por las letras, intentando incursionar no en la literatura universal, sino en el sentido universal de la literatura: sin temor a equivocarse, capaz de negar un libro, hasta que los años lo regresaron a la luz -pensando en Kundera- tal vez como testamento traicionado por María Kodama, pero esa es otra historia. No es su mejor libro ni el primero (tal vez si el más flojito de su impresionante y casi perfecta colección posterior), sin embargo, entraña una historia que podría hacernos entender, en el sentido humano, que el autor del Hacedor fue un hombre creativo y sensible no sólo a su barrio o las tradiciones gauchas, sino que con sus ritmos milongueros era un verdadero hacedor de las tradiciones más íntimas y de sus memorias familiares. Sería difícil que un hombre insensible exprese y emplace la memoria de sus antepasados como Borges lo hizo.
Quizá la imagen de Calasso, el director de Adelphi, sea contundente cuando afirma que Borges sabía que el universo era un enorme texto, pero no sólo en un sentido posmoderno, sino en el sentido más arcano y fundante, como lo es el Logos y el Aleph: palabra, letra, cifra cuyo significado era el enigma del hombre, imagen del Todo. Tal vez el autor de Las bodas de Cadmio y Harmonía abstrae el sentido erudito que resplandece en casi toda la obra, pero olvida al Borges humano, falible, al Jorge Luis con las reverberaciones de la combinación, entretejidas con una fina ironía contra él mismo, que lo encaminaba hacia la humildad, hacia un redescubrimiento de las almas, hacia él mismo, hacia el Otro. Hacia el enaltecimiento de su capacidad lectora antes que creadora; antes de ser marcado por las grandes obras y grandes autores, prefería las obras más íntimas y legadas a él, a su madre, a su hipotético padre o a su heroico abuelo. Su historia es una madalena proustiana: deliciosa y humana.
Queda claro que a los escritores hay que leerlos en sus obras, pero en el caso de Borges resulta muy interesante incorporar sus entrevistas, participaciones en conferencias donde escuchaba y, antes de dar una lección magistral, se disculpaba. Reconocía con claridad, la diferencia entre estructura de la lengua escrita y la viveza, candor y alegría de la lengua hablada; por eso era un deleite escuchar (aunque sea en grabaciones) la chispa, ironía y calidez de sus palabras.
Él era un hombre tímido -“desagradablemente sentimental” se autodefinía- detrás del cual se escondía una de las almas más brillantes y sensibles que han nacido durante el siglo antepasado: 87 años de vida, casi de la mitad de ellos con el don “de unos ojos sin luz”: Lento en mi sombra, la penumbra hueca exploro con el báculo indeciso.
Borges poeta era un enorme narrador que, por momentos, nos obliga a forzar la historia, la filosofía o la literatura, pero en medio de fieros, eruditos y prístinos versos, descubrimos un poeta que vive al interior de sus escritos; tal vez aquella consigna de Yourcenar, cuando observa que el mundo que construyen los poetas sólo los poetas pueden habitarlos, le ajuste; así pienso a Borges, más que como un erudito políglota que conoce las literaturas nacionales de varios países de cuatro continentes, incluyendo las más orientales y las más nórdicas, en el fondo es un tímido y sentimental hombre, creyente del amor y enamorado de la historia que aprendió en sus años mozos.
Como narrador es un tremendo ensayista que creaba -al enunciarlos- libros, ciudades, personas fantasmales que, como toda luz que crea a los fantasmas, Borges ensayaba sobre él mismo, sus fantasmas, sus historias que siempre eran de Otro, de un tal Borges.
Nació con la muerte del siglo XIX, en 1899, en Buenos Aires, en el seno de una familia tradicional con ascendiente inglés, dato relevante porque las letras y mundos ingleses serán fundamentales en su vida y obra; además de su formación bilingüe, poseyó la gracia de lograr traducciones memorables de Virginia Woolf –Orlando y Un Cuarto propio, son magnificas y nos muestran un poco en carácter de Borges, reconociendo el talento de una mujer, y la necesidad de verterla a la lengua española- (atribuidos éstos, con cierta maldad, a Leonor Acevedo), al igual que algunos cuentos de Hawtorne o los libros sobre arte de Herbert Read. Hizo también algunas de las traducciones de Melville y Faulkner. Sin embargo, sin mayor ánimo de demeritar la influencia de su madre, que es nodal en la formación del autor del Aleph, sus varias y geniales, pero sobre todo constates, traducciones en la Revista Sur parecen desmentir muchas insidias: cómo titubear sobre su amor y conocimiento sobre la lengua de sus antepasados si pensamos que con una ironía era capaz de remover los cimientos críticos de la historia literaria, y si recordamos que, cuando le preguntaron sobre cuál era el mejor libro de la tradición anglosajona, de inmediato respondió La Biblia, ante lo que repusieron “y entonces, Shakespeare, ¿dónde queda?”, él respondió “¿Shakespeare? ¡No, él es un exagerado!”.
Por otra parte, al pensar su versión e introducción de Un bárbaro en Asia, de Henry Michaux, o en las aproximaciones al genial Walt Whitman, sin omitir a Edgar Allan Poe o Franz Kafka, son muestra de una actividad muy noble como es la del traductor, pues en el fondo, el que traslada, vierte hacia otra lengua, hace una tarea oscura donde su nombre queda atrapado en cierta condición que, aunque muy generosa, es sombría.
Aunque Jorge Luis Borges es muy celebrado por sus obras literarias profundas y filosóficas o, mejor dicho, por el profundo sentido de sus reflexiones y forma de abordar y tejer sobre comisuras muy delicadas de muchas de las obras de pensadores, poetas y filósofos, también poseía un agudo sentido del humor. Su ingenio y capacidad para jugar con las palabras y las ideas se reflejan no sólo en sus escritos sino en sus declaraciones ante periodistas, sus charlas con otros escritores o intelectuales. Su ironía y sentido del humor (a veces en exceso fino) siempre estuvieron presentes.
En sus relatos, Borges a menudo utiliza el humor de manera sutil. Por ejemplo, en «Pierre Menard, autor del Quijote» hay una ironía inherente en la idea de un autor que reescribe, palabra por palabra, el «Don Quijote» de Cervantes, pero en el contexto moderno. Es un farsante al mismo tiempo que un admirador, un estafador que se propone una tarea simplemente imposible, pero siempre nos deja la sensación que era posible y hasta intentemos hacer nuestra versión de Pierre Menard, trasladando palabra por palabra hasta lograr una obra que se llame “Borges, autor de Pierre Menard, autor del Quijote”.
Así mismo, en sus ensayos, incluso los más profundos, Borges no se abstiene de hacer comentarios humorísticos sobre la literatura, la filosofía y la vida en general. Su estilo irónico y su capacidad para ver lo absurdo en las cosas cotidianas muestran su agudo sentido del humor. Aquí vale comentar que el homenaje que Eco le hace, en El Nombre de la rosa, parece parcial y lejano del Borges que charlaba con su amigo Bioy por las tardes en Buenos Aires.
En sus entrevistas y conversaciones, Borges mostraba un humor autocrítico y sarcástico. Solía bromear sobre su ceguera, su fama y sus propios escritos, mostrando una humildad y un ingenio que contrastaban con su imagen de erudito serio, que correspondía más a la postura de casi todos sus entrevistadores. Al preguntarle sobre la concesión del nobel, respondió: Los miembros de la Academia sueca me han nominado tantas veces que están seguros de que ya me lo dieron.
Borges utilizaba el humor no como un medio para entretener, sino como una herramienta para explorar y cuestionar la realidad, mostrando así otra faceta de su genialidad literaria. No olvidemos que el humor siempre ha jugado un papel importante no sólo en la filosofía (la risa de Bergson) o en la psicología (el chiste y su relación con el inconsciente de Freud), sino en la historia moderna de la literatura, desde Gargantúa y Pantagruel, pasando por las obras de Wilde, hasta La conjura de los necios, obra póstuma de Kennedy Toole publicada en 1980, por decir lo menos. Aunque no es el humor fácil que tanto nos gusta sino un poco lo que él decía en el prólogo de La historia universal de la infamia (que, por cierto, publicó en 1935 y revisó en 1954): “Bernard Shaw ha dicho que toda labor intelectual es humorística”.
Tampoco era raro lo que a lo largo de su vida practicó, como si fuera un deporte (no el futbol, por cierto) declaraciones polémicas; por ejemplo, no dudó en expresar su falta de aprecio por algunos escritores consagrados, como Jean-Paul Sartre y su obra, diciendo: «Sartre ha escrito una novela que se llama La náusea, pero es Sartre quien es nauseabundo». Era fiero, era humano.
O aquella vez que dijo: «No soy ateo, porque ser ateo es creer que uno sabe, y yo no sé. Creo que no se puede saber». A pesar de estas declaraciones polémicas, Borges fue figura central en la literatura mundial contemporánea, y su obra continúa siendo objeto de estudio y admiración. Sus opiniones y declaraciones reflejan la complejidad de su personalidad y su tiempo, y son parte del legado multifacético que dejó.
Humano, complicado, complejo, difícil o equivocado, Jorge Luis siempre será Borges, o, simplemente, el otro Borges.
Este artículo forma parte del número 174 de Revista 360 Grados y puedes leerlo al hacer clic aquí.