Por Julieta Lomelí / @julietabalver
De Dioniso a Santo: Soren Kierkegaard fue un filósofo danés que pensó en tres formas, o tres estadios, que uno podría asumir para su propia vida: el estadio estético, representado por los Dandys y esos hombres de la vida bohemia; el estadio ético, símbolo del padre de familia, del individuo casado y comprometido con construir un nido armónico; y el estadío religioso, digno de los menos, incluso de esos “elegidos” que han dedicado su vida al amor a su propio dios. El hecho de haber pensado estadios tan antagónicos entre sí no significaba que un hombre o mujer común no pudieran transitar de uno a otro a lo largo de sus vidas, sorprendiéndose -al mirarse a sí mismo tras vivir en el abismo de los excesos- como un santo empedernido, y después, nuevamente, como un total borracho que va de cama en cama, sin que un buen día, sin mucha consciencia, de repente se mire envuelto en la prisión del matrimonio, añorando nuevamente ser un libertino bastardo, o un poeta maldito.
Kierkegaard no era un filósofo moralino, ni tampoco quiso enemistar a las musas y los excesos con sus poetas, sino al contrario, quiso alentar el contacto entre ellos por medio de su sugerencia de la vida estética que cualquier individuo proclive a la inspiración artística habrá de tener. Al menos en temas kierkegaardianos, el vino sí tiene la posibilidad de disparar cosas bellas, y no sólo acarrear o tapar terribles agonías. El vino, si se usa de manera adecuada comparte algunas hectáreas de sus viñedos con el angustiante terreno de los afectos y la creatividad humanas, o como el filósofo deja escrito en In vino veritas:
“Exijo que los buenos vinos corran en abundancia, con una abundancia mayor que la que podía producir el propio Mefistófeles haciendo un agujero en la mesa. Exijo un juego de iluminación más voluptuosa que la que los mismos gnomos fueron capaces de encender cuando levantaron las montañas sobre columnas y se pusieron a danzar en medio de un mar en llamas. Exijo todo lo que excite al paroxismo de los sentidos”.
Ebrios de individualismo: Recuerdo, al inicio de la pandemia, un encabezado que se repitió en varias ocasiones en periódicos nacionales y regionales que indicaba la preocupación de médicos y especialistas en salud mental por el aumento en el consumo de alcohol durante los meses de confinamiento. Muchas historias de terror tuvieron su detonante en el abuso del alcohol, siempre me pregunté si la ley seca impuesta algunos fines de semana, estaba motivada para evitar los casos de agresiones físicas, o para controlar que la gente se congregara y así ayudar un poco a disminuir el número de contagios, o para ambas cosas. Pero nada de ello sucedió, los contagios no cesaron, la violencia intrafamiliar tampoco, la incertidumbre económica y laboral se disparó, y por supuesto, las familias y parejas que habían sido obligadas a compartir, quizá por primera vez en su vida, el mismo espacio por meses, muchas de ellas, se desmoronaron.
El alcohol siempre estuvo ahí, merodeando como el invitado incómodo, materializado en el esposo borracho y golpeador, en el centro de mesa de fiestas clandestinas que después se volvieron velorios comunitarios; o como el invitado más amado de muchas parejas y también de personas solitarias que, de no haber sido por esos momentos de relajación, o desconexión etílica, quizá hubieran sucumbido al delirio paranoide y al más sofocante estrés que la idea del contagio y todos las demás crisis añadidas significaban. Recuerdo con especial cariño un encabezado de un periódico muy leído que decía: “Compras de pánico de alcohol, revelan necesidad de atender salud mental: comenta experto”. Pero, ¿y las compras de pánico de papel higiénico y de botellines de agua, en medio del amenazante cambio climático, no revelaban también la necesidad de atender la salud mental, y el delirio paranoico y apocalíptico de la población?
Si Kierkegaard recordaba las bondades del vino, Poe nos demostró lo destructivo que puede llegar a ser el consumo incontrolable -aunque esporádico- de alcohol: ¿por qué entonces a todos causaba gracia el desabasto de papel higiénico -y no indignación- en una sociedad que pareciera, no sólo ser alcohólica, sino también, increíblemente egoísta como para dejarle un poco de papel a su vecino, para que no sufriera rozaduras que el uso excesivo del papel periódico a veces provoca? Lo del abastecimiento excesivo pero individualista del alcohol y del papel higiénico, o mejor dicho, el desabasto provocado en los supermercados a causa de compradores que se creían únicos e irrepetibles en el planeta, dicho sea, el consumismo individualista, también se repitió en otras ocasiones, al considerar situaciones inmediatas de vida o muerte.
Por ejemplo, cuando hipotéticamente, algunos intelectuales se preguntaban ¿quiénes deberían ser los primeros en acceder a los ventiladores pulmonares? -mismos que escaseaban dadas las evidentes circunstancias pandémicas-, no sorprendió leer a algunos de esos intelectuales “maduros” -por no llamarlos viejos acaparadores e individualistas-, que ellos deberían ser los primeros en tener acceso a dicha herramienta. Ya que comentaban, “que tal que al decidir por un joven se estaba asesinando al próximo Newton que lo sería al rebasar los 60 años”. Y si a lo mejor, “se le estaba dando prioridad a una mente joven que seguramente no lograría mucho en la vida como aquel Newton de la tercera edad”. ¡Claro!, ¿qué tal que se le concediera el derecho de vivir a un joven distinto a ellos, los honoríficos y eruditos doctores en consolidación que debían ser salvados? Como si el valor de una vida se midiera por los grados y logros académicos. ¡Bah!
Por supuesto que lo mejor sería no tener que elegir a quién salvarle la vida sino tener los insumos necesarios para salvar a viejos y jóvenes, pero por desgracia hubo momentos de decisión médica, de decisiones serias y bien informadas para salvar o no determinada vida. Al mismo tiempo creo que también hubo un momento de decidir, o no, opinar cosas imbéciles que también nos darían consciencia de quién sí, y quién no, construye y entiende que somos parte de una comunidad. Pero bueno, los diretes y las motivaciones horrorosas se olvidan.
Volviendo al tema, no es que los acaparadores de alcohol fueran los únicos que se fijarán sólo en darse para sí mismos el mayor número de cervezas para soportar el tenebroso estrés pandémico, si no que también, muchos sobrios -pero ebrios de egoísmo-, también deseaban acaparar hasta el último insumo, medicamento y servicio médico para sí mismos. Recuerdo de nuevo el encabezado de aquel periódico nacional, en vez de pensar que las “Compras de pánico de alcohol, revelan necesidad de atender salud mental: comenta experto”, sería mejor pensar que las “Compras de pánico y déficit de empatía, revelan la necesidad de atender la salud mental y al creciente número de psicópatas que la pandemia ha revelado de una vez por todas: comenta experto”.
Delirium Tremens vs Delirium poético: Un emblemático fin que ronda la obsesión que cuatro profesores de bachiller tienen con el tema del alcohol, ha sido premiado como mejor película extranjera en los premios Óscar, un galardón que podría hacernos dejar el pavor de contraer Covid en una butaca de cine y morir asfixiados en un hospital, para hacernos comprar el ticket de la película “Otra ronda más”, que nos ayudará a combatir la asfixia y el hartazgo que ha provocado el duro confinamiento. Y es que el largometraje de Thomas Vinterberg no es una comedia típica que nos hará felices un rato, ni tampoco una película sentimentaloide que nos orille a una insalvable biblia moral -como se acostumbra usualmente con el tema que aborda- , si no una extraña mezcla de humor negro con picudas reflexiones que nos hacen pensar, una y otra vez, qué tanto importa o no tener “un déficit de alcohol en la sangre”.
El epicentro de la trama es sencilla, cuatro docentes que parecen experimentar -cada uno desde su historia privada particular- una crisis de madurez, leen a un famoso filósofo que declara que la forma de ser felices es compensando el déficit de alcohol con el que el ser humano viene a la vida al nacer. Si se logra tener el “0.05% de alcohol en la sangre, uno podría lograr convertirse en la mejor versión de sí mismo”. Estrategia que los profesores llevan a cabo durante algún tiempo, emborrachándose, pero no mucho, para mantener ese mínimo que el cuerpo necesita -según el mal citado libro de Finn Skårderud- los ayuda a romper con las inhibiciones y malas decisiones que los volvían infelices, o a disolverse por completo en la autodestrucción.
No cometeré más spoilers del film, pero sí he visto poco o casi ninguno, sobre el tema del alcoholismo y de las adicciones que me haya parecido tan sensacional como el de “Otra ronda más”, y lo es porque no plantea una historia maniquea que haga del tema de la ebriedad el mayor mal posible, ni tampoco idolatra al alcoholismo como el remedio infalible para sentir satisfacción o volverse más creativos. Un film que rompe con la moral dicotómica a la cual estamos acostumbrados, en la cual nos acercamos a los demás y a las situaciones que no comprendemos desde juicios de valor polarizados. Un hermoso tratado de filosofía fílmica sobre el alcohol, que no sucumbe a juzgar a quien se emborracha como un enfermo de alcoholismo y a quien decide no hacerlo más, como un completo mojigato que no sabe nada de la vida. Casi todos en alguna época de nuestras vidas hemos sentido la embriaguez por el torrente sanguíneo, algunos otros hemos cometido estupideces pero también aciertos, a veces el alcohol nos ha hecho conmemorar la amistad y el amor, y veces nos ha ayudado a crear enemistades y agresiones que van más allá del exceso mismo del alcohol. Porque también el carácter, a veces explosivo e incambiable, que modera nuestro espíritu es un detonante importante para la violencia y la irresponsabilidad etílica.
No existen esos mantras tan repetidos, esas neurotizantes frases de superación personal que nos orillan a creer en las mejores o en las peores versiones de uno mismo. No somos tan buenos ni tan malos, simplemente estamos en ese constante oleaje heraclíetano en el cual un día nos metemos al mismo río pero el río y nosotros no somos lo mismo. Al otro día volvemos a nadar ahí, siendo completamente otros, completamente distintos, a veces despreciables y a la vez deseables, a veces tan normales y aburridos, otros días tan brillantes y activos. Somos otros, siempre otros en el otro, en ese siempre distinto río.
Termino como termina la película: “I am so thrilled right now / ‘Cause I’m poppin’ right now / Don’t wanna worry ‘bout a thing (don’t wanna worry) / But it makes me terrified / To be on the other side / How long before I go insane? (Insane)”.
Julieta Lomelí Balver (1988)
- Escribe en Laberinto (Milenio), en Filosofía&Co (Herder, España) y en Revista 360 (Puebla, México).
- Mujer de trasmundo. No es apta para “esta orilla”, pero sí para construir en granito, una isla interior donde habitan monstruos marinos, amenazas metafísicas y todo un océano de excedente de sentido. Escribe ensayo y arrenda un piso en el costoso edificio de la filosofía.