Por: Cecy Rendón.
Los escándalos sexuales han sido parte constante del escenario electoral del 2021, figurando en el panorama acusaciones de violación, abuso a menores, sectas sexuales, abuso de poder y acoso sexual… en resumen, todas las formas posibles de violencia y agresión sexual.
Si bien lo que se tiende a pensar es que estas elecciones son atípicas en ese aspecto, lo atípico no es la presencia de delitos de naturaleza sexual en las altas esferas del poder, sino la valentía de las víctimas al interponer denuncias y alzar la voz al respecto.
La oleada de denuncias en la industria cinematográfica de Estados Unidos, conocida como la era del #metoo, cambió por completo la percepción de los delitos sexuales derivados del abuso de poder en el mundo. A esa oleada le siguió otra aún mas fuerte de denuncias en las altas esferas de poder, desde Wall Street hasta gobiernos de todo el mundo, incluida la política mexicana.
México, un país culturalmente machista y tradicionalmente misógino (lo cual no es una opinión, sino una realidad tristemente soportada por los vergonzosos índices de violencia contra la mujer), es hoy, y siempre ha sido, un caldo de cultivo para los delitos sexuales en el ámbito político.
“Así son las cosas”, “Mejor no digas nada”, “Es un hombre muy poderoso”, “Tú fuiste a su oficina”, “Tú lo provocaste”, son las justificaciones que las víctimas escuchaban por parte de sus seres queridos, amistades, y las mismas autoridades. Quienes debían de proteger a las víctimas, eran los primeros en procurar su silencio y, en consecuencia, permitir que los abusos continuaran.
México es, y siempre ha sido, un caldo de cultivo para los delitos sexuales en el ámbito político.
El abuso, en todas su formas, prospera en el silencio, prospera mientras las víctimas no se atrevan
a hablar. Las víctimas no se atrevían a hablar porque esos delitos sexuales, durante toda la historia de la humanidad, habían sido considerados parte del statu quo del poder, la moneda de cambio básica para pertenecer a dichos círculos.
Pensemos en la antigua Roma: una infinidad de emperadores, y en algunos casos emperatrices, estaban ligados a escándalos sexuales. Nerón asesinó a su esposa embarazada dándole una patada en el vientre para después casarse con su esclavo liberado, vestido él de mujer el día de su boda. Tiberio construyó en Capri un palacio pornográfico dedicado a los placeres sadomasoquistas y pederastas; también adiestraba niños pequeños a los que llamaba “pececillos”, para que le dieran placer mientras se bañaba. Así podemos continuar hasta escribir una enciclopedia completa de los delitos sexuales en la historia, que en su época eran considerados parte del privilegio de las clases gobernantes y la nobleza.
Pero ni Saul Huerta, ni Clara Luz, ni Félix Salgado Macedonio, ni Ricardo Monreal, ni Luis Fiol, ni cualquier otro miembro de la política o el gobierno de México son emperadores romanos, aunque su distorsionada nube de falsos privilegios les haya hecho creer lo contrario.
Cegados por las décadas de abusos sexuales de poder y el silencio de las víctimas, ocasionado
por el miedo, el juicio social y la falta de una plataforma de verdadera libertad de expresión, hoy se enfrentan a una nueva realidad. La realidad es que las víctimas ya no tienen tanto miedo de alzar la voz, la sociedad está más dispuesta a condenar a los violadores que a las víctimas y existen las redes sociales. En esa arena se juega la parte más importante de esta nueva realidad. En las redes sociales se puede denunciar libremente cualquier abuso, cualquier tipo de violencia sexual, y el victimario queda expuesto al escarnio de la sociedad. Las redes sociales le dan a las víctimas una manera muy real y muy poderosa de alzar la voz, y así no permitir que la cultura del abuso siga prosperando.
Tomemos el caso de Saul Huerta, el cual es uno de los pocos casos en el cual la evidencia en su contra es abrumadora y no deja espacio a cualquier tipo de duda. Si bien su homosexualidad no es un crimen, el drogar y violar a un niño menor de edad sí lo es. Lo más preocupante no es el delito en sí, el cual es gravísimo, sino la respuesta del ámbito político que se empeña en defender lo indefendible. Tanto la terrible gravedad del delito como las pruebas en su contra deberían de ser suficientes para que el hombre estuviera, si no en la cárcel, al menos en medio de su debido
proceso legal.
Lo único bueno de esta tan terrible situación es que el simple hecho de que estemos hablando libremente de ella representa un enorme avance social, cultural y político. Hace no mucho tiempo
hubiera sido impensable, y bastante imposible, que la denuncia existiera, que el audio en contra de Saul Huerta se hubiera hecho viral, que la sociedad hubiera apoyado a la víctima y, sobre todo, que el pensamiento de “así son las cosas” no fuera tan dominante.
En efecto, así habían sido las cosas: los hombres en el poder, aprovechándose de su puesto, han abusado de mujeres, hombres, menores de edad durante toda la historia de este país, y los han victimizado sexualmente simplemente por el hecho de poder hacerlo. El poder no corrompe el alma, pero sí potencia lo que una persona es, y cuando un depravado sexual llegaba a un puesto de poder se sentía con plena libertad y plena impunidad de violentar sexualmente a quien quisiera, y todos pensaban: “así son las cosas”.
Afortunadamente ya la sociedad no piensa que así son las cosas, la sociedad se atreve a desafiar el statu quo, a escuchar a las víctimas, a condenar a los abusadores y a comenzar a crear un nuevo México en donde, aunque la clase política se resista a perder sus privilegios para cometer impunemente delitos sexuales, nosotros, la sociedad, se los estamos quitando de la manera más efectiva: alzando la voz, denunciando y exigiendo que se haga justicia.