In the morning they return
with tears in their eyes
The stench of death drifts up to the skies
A soldier so ill looks at the sky pilot
Remembers the words
«Thou shalt not kill»
Sky pilot…
How high can you fly
You never, never, never reach the sky (Sky Pilot, 1968, Eric Burdon & The Animals).
Corría el año de 1993, acababa de salir de la preparatoria (después de casi cuatro largos años que la cursé, dos veces primero, por poco dos veces segundo y finalmente un año de tercero) que llegó a mis manos De perfil de José Agustín; editorial Joaquín Mortiz; serie Del Volador.
No recuerdo quién me prestó el libro, la verdad.
Como todo teenager (18 casi 19 años) que se respete, me valía gorro todo y me caía mal todo mundo; a regañadientes y porque a mi familia le había dado por ser cristiana, tenía que soportar a una bola de ojetes que veían demonios por todos lados. Me volví un tipo medianamente portado que fingía ser feliz, que fingía estar bien, porque si no, mi padre me descargaba la versión bíblica de la Reina Valera en la cabezota, porque quién sabe qué mosca le picó a mi familia que, además, tenía uno que proferir pura buena onda y decir que todo estaba bien y que únete a los optimistas y la chingada.
Era una situación ca-gan-te.
Los cristanos nomás no los toleraba porque eran como boy scouts pero sin gracia y muy juzgones. Eran como una gordita (de las de comer), pero sin chile y sin su respectiva manteca. Una masa aún cruda. Todo era pecado, el mundo mismo que rodaba era un gran pecado y hacían creer que fuera de su con-gre-ga-ción era una especie de Sodoma y Gomorra pero de los 90, es decir, con un Kurt Cobain muerto de una bala y nadando desnudo persiguiendo un billete de dólar amarrado a un anzuelo como carnada.
Era como votar por el PRI en aquel tiempo u hoy aplaudir las pendejadas de Morena, aunque den nauseas, mareos, vómitos, prurito y quién sabe cuánta pendejada más.
Jesús, hermanos míos (mis pequeños drugos), jamás entró a mi corazón. El Divino Chuy no pudo con mi alma regordeta, cotorrona y pecaminosa.
Pues bien, en esos malditos años (fucking years, bro., fucking years) tuve la osadía de leer De Perfil. Y sus primeras líneas para mi fueron como el mejor riff de una guitarra en los años 60 o 70: “Detrás de la gran piedra y del pasto, está el mundo en el que habito. Siempre vengo a esta parte del jardín por algo que no puedo explicar claramente, aunque lo comprendo…”.
Era un riff de guitarra esa entrada a ese gran libro, como si Jethro Tull tocara Aqualung, Jimmy Hendrix Voodoo Chile, Led Zeppelin A whole lotta love y podría seguirme, era un gran riff, insisto.
El libro De perfil vino a hacer algo en mi fucking puta cabezota por lo que ya nada fue igual desde aquel momento. José Agustín había hecho lo impensable: que mandara a chingar a su madre a esa bonita congregación de aleluyas (que cada quien agarre la suya).
Tuve que soportar aún un buen rato de moralidad y buenas costumbres porque la edición regordeta de la Reina Valera esperaba ser descargada sobre mi azotea personal y pues uno será muy rebelde muy rebelde pero la policía del pensamiento (mi señor padre) pues en ese entonces mandaba en la casa a su muy estilo personal de gobernar, faltaba más.
De ahí, leí El rock de la cárcel, la autobiografía del maese Pepe Agustín; posteriormente, Se está haciendo tarde, final en la laguna (la cual me provocó dos que tres erecciones con la viejita Francine cuando le acerca el pubis a un lector de tarot llamado Rafael y juega con su pequeño felpudo (en ese entonces no se rasuraban sus partes nobles y pudendas, faltaba menos) en el hombro del adivino; qué decir de Ciudades desiertas.
Y ya cuando empecé en los pinches medios de comunicación católicos, apostólicos y poblanos me llegaron las tragicomedias mexicanas que fueron los que me dieron un pequeño empujón porque era un verdadero ignorante (quizá lo siga siendo); la contracultura en México.
José Agustín se convirtió en un escritor de culto para mi. Él entendía lo que pasaba por mi fucking puta cabezota; a él se le escuchaba bien sus palabras, su ingenio, su macicez, sin duda era él rey de los macizos.
La semana pasada, leí la noticia sobre el inicio de los adioses del maese José Agustín. Recuerdo que tenía 6 años cuando John Lennon había muerto, mi mamá lloraba frente al televisor. No entendía por qué. Cuando leo algo sobre la salud de José Agustín me ocurre algo parecido, siento una gran tristeza.
No fui su groupie, no fui de los que corría a sus presentaciones cuando visitaba Puebla; era más un tema personal que me gustaba seguirlo, leerlo y releerlo.
Divertirme con él y seguir sus recomendaciones de rock.
Hoy me duele que para su salud un día más pues es un día menos. Sobre todo porque es de los que nos modificó la programación que traíamos cuando éramos chavos y no nos calentaba ni el microwave oven.
Disculpen ustedes que esta columna esta vez no fue política ni hablé de si va fulano o zutano a un puesto de elección popular o que si el alcalde de Chichiquila, no lo pierdan de vista, o lo de siempre, mañana ya regreso a lo mundano, es que simplemente tenía que decirlo.