La doctora en ecología Valeria Souza Saldivar ha dedicado 20 años en estudiar a los microorganismos más antiguos, aquellos que comenzaron a transformar el planeta en un lugar biodiverso. Hoy, junto con su esposo, el también científico Luis Eguiarte Fruns, dirige el Laboratorio de Ecología Evolutiva y Experimental del Instituto de Ecología de la UNAM. Y comparte cómo el protocolo de Nagoya funciona.
México es rico en recursos genéticos y el protocolo de Nagoya los protege. Sin embargo, nuestro país no cuenta con la inversión e infraestructura necesarias para sacarles provecho y enfrentarse a la competencia de otras naciones. Esto tiene que cambiar.
En 1992, en la convención de Río de Janeiro, cuando los países del mundo discutieron el riesgo inminente de la biodiversidad crearon el Convenio de Diversidad Biológica (CBD en inglés). Más tarde, en 2002, los miembros del convenio, que son 196 países, se pusieron de acuerdo para determinar las reglas de uso de los recursos genéticos de los países firmantes. Este segundo rubro marcó una clara división del mundo en dos hemisferios: el norte, los países ricos y con tecnología para desarrollar patentes partiendo de estos recursos genéticos; y el sur, dueño de la mayor parte de los recursos genéticos y de la biodiversidad, pero no del capital necesario para explotarlos. Adivinaron, México es parte de ese gran sur, aunque Australia no lo es.
¿Qué es un recurso genético?
Un recurso genético es la información que tiene un organismo, planta, animal, hongo o microbio, que puede ser usada comercialmente, de ahí el nombre de “recurso”. La mayor parte de las medicinas y en particular los antibióticos provienen de la naturaleza, por lo que las farmacéuticas están entre los biopiratas más feroces, pero hay todo tipo de productos industriales, como cosméticos y suplementos agrícolas, que provienen de estos recursos genéticos. Dada la cantidad de dinero que hay en este asunto, a los países del mundo les costó mucho tiempo ponerse de acuerdo para regularlos, hasta que en 2010 se estableció el protocolo de Nagoya, mismo que entró en vigor en 2014 y que Estados Unidos no firmó.
¿Qué establece el protocolo de Nagoya?
Se establece el principio de ABS (Access and Benefit Sharing), que deja claro el deber de cualquier interesado en comercializar con algún un recurso genético, de explicarle con todo detalle a los dueños del mismo, qué es exactamente lo que tienen creciendo en sus tierras y solicitar el acceso a éste de manera consciente y legal. Un ejemplo de lo complejas que pueden ser estas negociaciones es la herbolaria tradicional, en cuyo caso el conocimiento de los pueblos originarios sobre las propiedades de las plantas, hongos y animales es tan importante como la investigación en grandes laboratorios y es ahí donde las cosas se ponen color de hormiga.
En el mejor de los casos se comparten las ganancias, pero si algo sale mal, cosa que es muy común, los dueños de la tierra y del conocimiento, sintiéndose engañados, recurren a demandas.
¿Cómo darle la vuelta a este problema de desigualdad entre el norte y el sur?
Si bien es cierto que, en el esquema mencionado, México forma parte del sur, por la enorme riqueza biológica de su territorio, aunque no traducida en desarrollo económico, social y político; es en gran medida gracias a la UNAM que éste es también un país que ha desarrollado de manera extraordinaria su misión de educar y hacer investigación de frontera con recursos limitados, tocando de esta manera a millones de mexicanos.
¿Qué tal si, desde la UNAM, imaginamos una utopía posible? En un lugar donde converge la mayor diversidad de microbios del mundo y un sueño educativo, donde los hijos de los ejidatarios son también los dueños del conocimiento y pueden desarrollar, ahí mismo, en su tierra, los recursos genéticos que tienen a la mano.
A esa utopía le hemos dedicado mi marido y yo 20 años de trabajo, junto a colaboradores de varios institutos de la UNAM, el CINVESTAV y a la Universidad Autónoma de Nuevo León. El sitio donde ocurre este experimento social, es el valle de Cuatro Ciénegas, en el centro de Coahuila, un oasis extraordinario que guardó la historia de la vida en el planeta en su humedal, resguardado por la Sierra de San Marcos y Pinos.
Hasta donde sabemos, sólo en Cuatro Ciénegas se mantienen las condiciones del mar ancestral y por lo tanto es un reservorio de recursos genéticos invaluables que están en peligro de desaparecer junto con el agua del humedal, debido a la agricultura irresponsable que se practica en la zona.
Por un lado tenemos a ejidatarios y pequeños propietarios que crecen alfalfa por inundación en el desierto y por otro lado, tenemos el enorme potencial de educarlos sobre la tierra y los recursos que tienen en sus manos, no sólo para combatir la pobreza, sino para transformar este valle en un ejemplo nacional, un círculo virtuoso con mucho que aportar al protocolo de Nagoya, al contar con un laboratorio de biotecnología sustentable.
Hoy en día, los estudiantes del Centro Bachillerato Tecnológico y Agropecuario (CBTA22) trabajan en un laboratorio de biología molecular, y aprenden de biotecnología, bioprospección y ecología molecular. Uno de los alumnos iniciales de esta utopía, Héctor Arocha, ya tiene un doctorado en biotecnología y es director del proyecto Génesis, cuya misión es precisamente cumplir con el criterio ABS (Access and Benefit Sharing) del protocolo Nagoya, pero de manera local. No necesitamos que venga el norte a explicarnos cómo hacer ciencia. La UNAM nos enseñó a educar generosamente y contrario a lo que piensa el presidente, nosotros compartimos con enorme alegría ese conocimiento, pues tenemos una enorme responsabilidad social que llevamos tatuada desde la licenciatura en nuestra médula puma. Es exactamente así como podemos darle la vuelta a la desigualdad entre el norte y el sur.
Con información de GatoPardo