Julieta Lomelí / @julietabalver
Quiero reconocer que después del día 56686282378733 de cuarentena, ya no me dan ganas de salir para nada. Por otro lado, tampoco me entusiasma la nueva normalidad, y he comenzado a dejar de extrañar hasta el último bar en el cual me perdía con mis amigos desubicados hasta al amanecer. También, y no porque quiera ahorrar o algo así —porque los millennials no sabemos de eso—, estos días he vuelto a cocinar, debido a que he desarrollado un pánico social tremendo, y ya no sé qué decirle a la chica mesera, ni cómo hablar con el joven que me toma la orden a domicilio. Mucho menos entenderían si debo sonreír al chico que me entrega la comida pedida por una de esas anónimas y explotadoras aplicaciones del celular, o si mejor, debiera darle una buena propina, o simplemente escabullirme sin sacar un solo peso, como muchos de mis colegas hacen.
Estoy confundida con esta “nueva normalidad”, he escrito bastante, pero he leído más y sigo sin acabar un capítulo de mi tesis que debí entregar hace meses. Sin embargo, y cambiando de tema, me he vuelto especialista en epidemiología, en mezclar hierbas y preparar buenos tés, en hacer capuchinos con Nescafé, y a veces, incluso, hasta conseguí que el expreso no me quedé aguado. Empero, no he desatendido mi salud mental, porque le he jugado al psicólogo, y no sólo me he conectado y participado con preguntas en cada uno de los webinars diarios sobre el asunto de esa “otra pandemia” que se viene, la de los trastornos psiquiátricos derivados por el confinamiento, sino que también me he puesto a colorear mándalas del Mindfulness, y a leer sobre la Resiliencia.
Mi expertise en dichos tópicos ha funcionado realmente, y hoy cumplo dos días y medio controlando la ansiedad que devenía después de las siete u ocho de la noche, cuando la conferencia del Dr. Gatell terminaba. Entonces me ponía a pensar en el apocalipsis, en que el cubrebocas no detiene el virus, o que la vacuna me insertará un chip para volverme también territorio Telcel encarnado; a veces, incluso, pensaba en los documentos liberados por el ejército gringo que demuestran que existe vida alienígena, y me aterraba que pronto llegaran a invadirnos, aunado a ello, siento mucho miedo de que quiten me el líquido de las rodillas. Perdón, quise decir, sentía mucho miedo, porque ya lo he superado.
Llevo pues dos días y medio libre de terror, ya no tengo angustia de morir sola, o quedarme sin un buen macho alfa lomo plateado, o sin el padre de mis hijos, o alguna tontería así que el reloj biológico engañoso me impone —me imponía quise decir—cuando el crepúsculo se anunciaba en el cielo. Esta liberación ha sido épica, como la desintoxicación de un alcohólico, una gran osadía, soy ya una super woman. Por lo que he pensado seriamente, a partir de ahora, llevar una vida monástica, incluso aunque vuelva la completa normalidad en 2030. Porque he trabajado tanto con mi autoestima que ya ni siquiera tengo interés por nadie, ni aunque un día Robbie Williams, Adrien Brody o Rhianna tocarán mi puerta en búsqueda de sexo, mi libido se alteraría, porque he logrado eliminar esos bajos deseos eróticos de modo cabal.
¿Por qué estoy escribiendo esta confesión banal a esta hora a un público inexistente, y que no le interesa leer las egolatrías ajenas? Bueno responderé de todos modos, porque estoy esperando que abran una antigua botica mágica, ya acabó una de esas pócimas con las cuales, días como hoy, me ayudarían a dormir. Por otro lado, espero con mucha alegría los siguientes 82783893828292 días de cuarentena, seguramente no escribiré ningún libro, ni plantaré un árbol, ni tendré un hijo, ni mucho menos veré Netflix o HBO los fines de semana —ni tampoco los otros días de la semana—. Tampoco haré más “zooms” colectivos para “conbeber” virtualmente, ni me pelearé con mis mascotas. Porque desde hoy estoy convencida que esta ataraxia nihilista, este absoluto sentimiento de vacuidad frente a la vida, esta total indiferencia ante todo lo que está afuera —ese mundo de enfermedad, de penuria, de inmoralidad y promiscuidad, de mal absoluto—, ha sido de lo más hermoso que he sentido.
Es maravilloso vivir en la total vacuidad del ser, que obviamente no podría ser apreciada de otra manera, como, por ejemplo, estando muerta, porque los muertos no tienen consciencia de nada. ¡Qué afortunados somos de sentir una indiferencia plena frente la entropía y la decadencia civilizatoria del tercer mundo! Por cierto, les quería avisar que, dada la situación de Singapur, entre hoy y mañana se desplomará la economía mundial, y tampoco es que uno tenga dólares, yenes ahorrados, o haya comprado oro, pero salir al mundo después de todo lo acontecido, y de las bolsas internacionales cayendo, sería como ver con ojos vivos el infierno, y no de Dante, si no de alguna mala película de canal cinco.
Por eso, liberada de cualquier designio ajeno, o motivación gregaria, me quedo con la única sugerencia que he aprendido bien de tantos años de estudiar filosofía: «Lo que uno tiene por sí mismo, lo que le acompaña en la soledad sin que nadie se lo pueda dar o quitar, esto es mucho más importante que todo lo que posee a ojos de otros».