David Foster Wallace apareció en la escena literaria norteamericana como un balde de agua helada, impredecible y desconcertante. Nacido en 1962 en Ithaca, Nueva York, pero educado en las planicies de Champaign, Illinois, el joven Wallace poseía un talento inaudito que fue evidente desde su primer avistamiento.
Habitante de los páramos solitarios del noreste de Estados Unidos, Wallace, quien en ese entonces desconocía la fama e ignoraba su talento, era un joven alto, deportista, que practicaba futbol americano, era quarteback, y hablaba como tal, arrastrando las palabras y enterrando sus consonantes en una locución íntima, cotidiana y poco ortodoxa: “wudn’t»,“dudn’t”,»idn’t», “sumpin’”.
Sin embargo, era hijo de Sally Jean y James Donald Wallace y creció en un hogar rodeado de libros, regido por las pericias del lenguaje que su madre, profesora de Letras Inglesas en Parkland College, promovía entre sus hijos y por la figura peripatética de su padre, un profesor de filosofía de la Universidad de Illinois.
“La familia Wallace era el tipo de familia en donde la madre traería a casa los tomos de la Enciclopedia Británica para que sus hijos los leyeran durante la noche”, diría el escritor Mark Costello, compañero de David en Amherst College.
Atraído por las matemáticas más que por las letras, David distribuía su tiempo estudiando lógica y practicando tenis en una academia de verano que financió con el dinero que obtuvo al ganar, a los doce años, un premio local de poesía. El tenis, un deporte en el que adquirió una habilidad envidiable, se tornó en una pasión que cobró también en su escritura una presencia privilegiada.
Durante sus años de estudiante, David empezó a mostrar signos de depresión en forma de peticiones poco convencionales como querer pintar su habitación de negro o ataques de ansiedad que lo traían de regreso a casa sudado y nauseabundo. Durante esta época, su hermana Amy, quien fue entrevistada por David Lipsky para la revista Rolling Stone, recordaría el cuarto de David como un espacio cubierto en corcho, tapizado por recortes de revistas con retratos de tenistas, que luego serían remplazados por posters de Margaret Tatcher y Alanis Morissette, y un artículo sobre Kafka titulado: “The disease was life itself”.
Prodigio no sólo del tenis, sino también de la filosofía, las matemáticas y el canto, David dejó su casa al terminar la preparatoria y se instalo en Amherst College en Massachusetts. Durante estos años, mientras estudiaba filosofía, la depresión y la ansiedad empezaron a volverse un problema real y una parte indivisible en su personalidad. Renuente a aceptar su condición, David Foster Wallace empezó a utilizar paliacates para ocultar el sudor de su frente y aprovechó la catarsis para escribir con mayor frecuencia.
Su imagen: paliacate en la cabeza, cuello alto, sudadera con capucha, grandes zapatos de baloncesto y pluma Bic en mano, no iba a cambiar ni en la cima de su éxito literario.
Su primera novela, The Broom of the System, publicada en el 1987 cuando él estaba por graduarse de Amherst College, despertó en los lectores norteamericanos una inmediata curiosidad. La crítica, sin embargo, tomó con cautela la llegada de su obra debido al desequilibrio desbordado que la caracterizaba. Caryn James, en ese entonces crítica de cine y literatura para The New York Times, apuntaría de manera apresurada sobre The Broom: “Los fundamentos filosóficos de Foster Wallace son débiles y existe en ellos una sátira desmedida y una confianza ingenua sustentada en principios básicos de filosofía”.
El carácter de la obra de Wallace, contraria a la frágil construcción minimalista a la que se apegaban los novelistas de los años ochenta, presentaba, desde su desmesura, el preludio al espectáculo atípico en que se convertiría su literatura; una escritura en donde a través de la torpeza y el exceso se resguardaba la crítica más incisiva y se presentaban, a fin de cuentas, sus más estimables logros: una voz humana y una sinceridad con motivo.
«Al escribir [The Broom], sentí que estaba usando el noventa y siete por ciento de mí, mientras que con la filosofía estaba usando el cincuenta por ciento», le diría Wallace a David Lipsky durante la semana que pasaron juntos en 1996 mientras era entrevistado para Rolling Stone. Con esta declaración Wallace sellaría su compromiso con la literatura y ligaría su escritura a su vida personal. Fue con esta nueva actitud que en la década de los noventa, Wallace se abocó a su próxima novela, que lo acompañaría en su etapa más productiva, pero también en la más conflictiva y contradictoria.
Durante varios años, el escritor tuvo serios problemas con las drogas, mantuvo relaciones destructivas con mujeres y sufrió de varios periodos de bloqueo creativo; momentos en los que, sofocado, recurría al tenis y se refugiaba de forma inconsistente en trabajos rutinarios en piscinas públicas y supermercados. Sin embargo, en los momentos afortunados, escribía y escribía mucho.
En 1996 David Foster Wallace sellaría su éxito literario con la publicación de su obra magna Infinite Jest. La novela, inconcebible en dimensiones, tomaría un año entero en ser editada, reeditada, impresa y finalmente publicada. Ese mismo año Wallace conoció a Colin Harrison, editor en Harper’s Bazar, con el que tuvo la oportunidad de colaborar en dos piezas periodísticas que lo consagrarían inmediatamente después como uno de los escritores de no ficción más importantes de finales del siglo XX.
Provisto de cuaderno e invitado por Harrison a ir a lugares intrínsecamente estadounidenses, entre ellos la Feria Estatal de Illinois y un crucero por el Caribe, Wallace utilizó la ironía que lo caracterizaba para retratar en sus textos a una sociedad nauseabunda que, a sus ojos, estaba ensimismada en un ánimo decadente y entregada a una rutina patética, desprovista de conciencia, provocando en su lector una risa que por la acidez del trago, tenía la capacidad de tornarse incómoda.
En 2008, tras escribir una docena de textos icónicos para medios como The New York Times, Esquire y The New Yorker y abandonar los antidepresivos que lo mantuvieron a flote durante veinte años, Wallace arregló parte del manuscrito de su última novela The Pale King, y se ahorcó con la soga que ató a una viga de su casa en Claremont, California. Tenía 46 años.
Amy, su hermana, diría: «Pienso que él siempre cargo con un miedo muy concreto de no saber si la siguiente palabra que escribiera sería su última palabra».
(Con información de Gatopardo)