J.I. Mota | El País |
Jacobo Sánchez Luna llega a la estación de bomberos del Valle de Chalco, un municipio de menos de medio millón de habitantes en el Estado de México, con las manos todavía sucias por la obra. Viene de ejercer el mismo oficio al que se dedican sus 11 hermanos: la albañilería. Cuando su profesión le da tregua se dedica a otra actividad, mucho más solicitada ahora: paramédico voluntario. Junto con su hermano Caleb y Fernando de la Rosa, uno de los cuñados de la familia, Jacobo se dedica a apoyar a los bomberos del lugar, que son los encargados de trasladar a los pacientes de covid-19 debido a la escasez de ambulancias. Desde marzo, la familia lucha contra el coronavirus en el municipio con mayor letalidad de los 14 que forman la franja oriente del Estado.
Valle de Chalco, una zona humilde, de pequeñas casas y muchas calles aún sin asfaltar que limita con la capital del país, tiene 307 casos positivos y más de 80 muertos; es decir, una letalidad del 26%. El municipio tiene siete ambulancias y dos hospitales. Cuatro de las ambulancias son de la estación de bomberos, tres son particulares, entre ellas la de los Sánchez Luna, que forma parte de una sociedad civil llamada Argos que les facilita el vehículo. El hospital más conocido es el Fernando Quiroz, que tiene 20 camas para enfermos por el nuevo virus. “Este es un foco rojo, por eso vinimos a ayudar aquí, hay días que las unidades no se dan abasto”, explica De la Rosa, quien no es pariente de sangre pero a quien todos llaman sobrino.
El martes a las dos de la tarde, los Sánchez Luna sanitizan cada rincón de la ambulancia con esmero. Cuentan que todos los aparatos que tienen los han pagado ellos con su bolsillo: tanque de oxígeno, laringoscopio, trajes epidemiológicos, tubo endotraqueal y un aparato para revisar la frecuencia cardíaca. Lo único que les facilita el gobierno del municipio son las cápsulas donde trasladan a los pacientes de coronavirus, que rondan los 40.000 pesos (unos 1.800 dólares). Antes de que llegara la pandemia, esta familia, que hizo un curso de paramédico hace tres años, ya echaba una mano a los bomberos. La crisis sanitaria les ha triplicado el trabajo. El comandante de la estación de bomberos, Adolfo Oribe, explica que desde mediados de abril registran más de 15 casos diarios. El mes dejó once fallecidos. En mayo se rebasaron las 30 muertes.
Minutos después, las bocinas de la estación de bomberos alertan lo que el mundo teme: el código victoria, que confirma que hay un caso de covid-19. Jacobo y De la Rosa salen disparados a por sus uniformes; traje, guantes, mascarilla, careta y la cápsula para trasladar a los pacientes. Se suben a la ambulancia y arrancan a toda prisa. Solo cinco minutos los separan de su destino, pero un tianguis luce abarrotado y obstaculiza el paso del vehículo. “Covid, Covid”, señalan dos mujeres desde el mercado al ver la ambulancia.
En la puerta de la casa ya espera uno de los hijos del paciente. No hace falta que se quite la mascarilla para expresar preocupación. “Por ahí arriba, ándale”, dice mientras señala las escaleras que llevan al segundo piso. En la habitación, un hombre de 50 años con sobrepeso se mantiene sentado, con la mirada baja, rodeado por su esposa y sus seis hijos. Sujeta un tanque de oxígeno que le ayuda a respirar con dificultad. El enfermo comenzó a sentir falta de aire la noche del día anterior, aunque decidieron esperar porque no tenía fiebre. Entre gritos y llantos, los familiares ordenaron a los Sánchez Luna trasladar al enfermo al hospital de Ixtapaluca, a unos 20 minutos, donde conocen a uno de los trabajadores. Los paramédicos les explican que es importante llevarlo al Fernando Quiroz, el más cercano. El comandante Oribe asegura que esto es muy común en el municipio: la gente contagiada tiene miedo de ir al hospital, porque creen que allí morirán solos.
Los paramédicos bajan de prisa a por la camilla mientras la escena se descontrola por completo. Al ver que el padre empeora y respira con mucha dificultad, los familiares abrumados deciden bajarlo por las escaleras, una angosta plataforma de ladrillo. Los gritos de auxilio y llantos aumentan cuando el padre se desmaya y los familiares solo pueden arrastrarlo escaleras abajo. ¡Ayuden a mi padre!, grita uno de los hijos. Los Sánchez Luna, sudorosos bajo el traje epidemiológico, miran con incredulidad e impotencia la escena. Una vez en la camilla, dos cachetazos en la cara del enfermo no lo hacen reaccionar. Ha perdido el conocimiento y no respira.
Decenas de vecinos miran perplejos el drama que ha causado aquel virus en el que muchos no creen, según las brigadas de rescate. La esposa del paciente se sube a la ambulancia sin mascarilla y gritando desesperadamente. De la Rosa utiliza los desfibriladores para reanimar al paciente en los cinco minutos camino al hospital. A pesar de los intentos, el enfermo ya ha muerto, según los paramédicos. La familia espera afuera del hospital. La mujer intenta seguir la camilla donde llevan a su marido. “Se nos ha ido papá”, le dice a uno de los hijos, que la abraza sin parar de llorar.
Los Sánchez Luna están mudos. Vuelven en silencio a la estación, donde queman todo los artilugios usados. Cada traje epidemiológico les cuesta 300 pesos (unos 14 dólares) y solo pueden usarlo en un traslado. Aparte de ganarse la vida con la albañilería, la familia tiene un huerto de jitomates en Xochimilco, una zona al sur de Ciudad de México. Los tomates, que surten a toda la barriada, ayudan a pagar el material que necesitan para trasladar pacientes. La pandemia ha frenado la industria de la construcción y no hay trabajo. La vocación de ayudar les llegó con el sismo de 2017, que azotó duramente su alcaldía y vieron de primera mano cómo muchos vecinos se quedaron sin casa.
Fernando de la Rosa, de 25 años, cuenta con orgullo hasta dónde ha llegado. Las drogas y el alcohol lo llevaron a vivir en la calle cuando tenía 12 años. A los 15 y con un futuro negro, le ofrecieron un trabajo en un salón de eventos por 150 pesos (unos siete dólares). Hasta los 20 estuvo viviendo en la bodega de la sala, entre el material y el polvo. Cuando consiguió reunir un poco de dinero y dejar atrás las adicciones, rentó un pequeño piso en Xochimilco y su vida comenzó a rehacerse cuando conoció a una sobrina de los Sánchez Luna. Así comenzó a trabajar de albañil. Jacobo lo convenció para hacer el curso de paramédico. “Le tenía desprecio a la vida y ahora ando salvándolas”, relata.
La moral anda baja en la estación de bomberos de los Sánchez Luna. La jornada no da tregua. Nadie aquí entiende la vuelta a la “nueva normalidad” anunciada por el Gobierno. “En 15 días volveremos a tener brotes, la gente anda en la calle y el bicho no se ha ido”, se lamenta el comandante Oribe. Jacobo explica emocionado que en ocho días saldrán los tomates de su nueva plantación. Solo le preocupa que las ventas sigan como hasta ahora, así podrá seguir abasteciendo la ambulancia para enfrentar la covid-19.