Inicialmente pensaba escribir sobre música. Quise ser más específica y decidí enfocarme en Bowie, quienes me conocen no se sorprenderán. Amo a Bowie, creo que es uno de los artistas más completos e importantes de todos los tiempos, pero no, él no será el objeto de este texto, aunque ha sido la inspiración, como en muchas otras ocasiones.
Encuentro especial interés en las mentes, sobre todo en aquellas que no poseen límites. Bowie era una de ellas.
Era la primera mitad de los 70’s cuando llegó Ziggy Stardust, un extraterrestre andrógino y bisexual que traía un mensaje de amor a la tierra. Eventualmente perdería el rumbo al corromperse con cuestiones humanas.
Aunque totalmente adelantado a su época, Ziggy Stardust se convirtió en un ícono, y fue en gran parte a que pudo conectar con millones de personas que lograron ver más allá de sus propios límites mentales. Personas que no se asustaron, que dejaron sus esquemas atrás para conocer una propuesta diferente, con la que podían coincidir o no, pero que independientemente de su opinión, tenía derecho a existir, algo que se siente cada vez más lejano hoy en día (les dije que este texto no se iba a centrar en Bowie).
Cuarenta y cinco años después del ascenso y caída de Ziggy parece que cuando hablamos de libertad de pensamiento retrocedimos estrepitosamente. Es como si nos hubieran grabado con tinta indeleble las líneas que limitan nuestra mente. Años y años de condicionamientos que nos dicen cómo debemos pensar y por qué debemos pensar de esa forma. Nos enseñan a tomar decisiones de forma lógica, nos hacen creer que todo es definitivo: blanco o negro, cuando en realidad hay una gama de colores en medio y, peor aún, nos confunden haciéndonos creer que eso que nosotros profesamos es la verdad absoluta.
Nuestra mente es moldeada a lo largo de nuestra vida, tanto en casa como en las instituciones educativas, a buscar la “respuesta correcta” y a creer que sólo existe una respuesta correcta. Esa tendencia de pensamiento estricto nos ha llevado a generar conflictos, disparatados en muchas ocasiones. Digamos que a ti te gusta el helado de vainilla y a mí me gusta el de chocolate. Hasta ahí todo cordial, pero a mí se me mete en la cabeza que el helado de chocolate es mil veces mejor que el de vainilla porque ¡no mames, es de chocolate! Entonces un día cualquiera a ti se te ocurre compartir en Facebook o Twitter que el helado de vainilla es lo más chingón de la vida. Valido, ¿no? Pues no para mí, yo me lo tomo personal y me ofendo porque ¿cómo carajo te puede gustar más la vainilla que el chocolate? Entonces, desde la distancia y seguridad que me brinda la red decido que es buena idea contradecirte y, no sólo eso, de paso decirte que estás bien güey porque la pinche vainilla ni sabe a nada.
Las redes sociales se han convertido en uno de los principales medios de comunicación y así de absurdos son los ataques que se pueden leer entre individuos por el simple hecho de pensar diferente.
Las redes son herramientas útiles, pero tienes que entender cómo funcionan para estar en ellas; las redes pueden ser amables, pero también pueden ser muy tóxicas, y si reflexionamos al respecto, no son las redes como tal, ellas únicamente son el medio, los tóxicos somos nosotros: los que creemos que las ideas y conceptos que nos definen tienen que definir también a los demás, los que nos ofendemos cuando alguien da su opinión y no es igual a la nuestra, nos envalentonamos tras la pantalla y soltamos todo eso que jamás nos atreveríamos a decir cara a cara.
En los setentas, por ejemplo, teníamos a Motorhead por un lado y a Bowie usando vestidos por otro, ambos coexistían con mutuo respeto. Imaginemos que el personaje de Ziggy Stardust, en lugar de surgir en los 70’s, hubiera nacido al mismo tiempo que cuando se dio la explosión de las redes, ¿habría tenido el mismo resultado?, ¿le afectaría la lluvia de opiniones sobre su imagen, su ambigüedad, su orientación sexual, su excentricidad?
Las redes han dado voz a todo aquel que tenga acceso a ellas y eso está bien, el problema viene cuando muchas de esas voces creen que pueden opinar sobre las decisiones de los demás. Todos tenemos derecho a tener una opinión, pero lo que yo piense con respecto a algo no lo hace un hecho, sigue siendo única y meramente mi opinión. Supongamos que somos vecinos, yo planto claveles en mi jardín delantero y tú plantas rosas en el tuyo. No tendría que crearse un conflicto, resulta bastante claro que cada quien está respetando su parte del jardín, pero si de pronto yo decido que las rosas son cursis y que lo que a tu jardín le hace falta son un poco de mis claveles, ¿acaso no te molestaría que un día llegaras a casa y te encontrarás con tus rosas arrancadas y mis claveles sembrados en tu parte del jardín? Dudo mucho que algo como esto suceda en la vida real, aunque no lo descarto, sin embargo, sucede frecuentemente en la vida virtual, en las redes, donde todo mundo cree tener razón y tener el derecho para imponerse sobre los demás.
De pronto nos convertimos también en esa generación que no sabe recibir un chiste y todo le ofende: “Los Killers son mejor que los Strokes”, “¡Me ofende!, ¿cómo te atreves? Los Killers se vendieron mientras que los Strokes…”; “me encantan los escotes”, “¡Me ofende!, las mujeres no necesitan enseñar”; “odio los escotes”, “¡me ofende!, las mujeres tenemos libertad a vestirnos como se nos dé la gana”. ¿No sería todo más fácil si entendiéramos que la opinión de alguien no es un ataque a la mía?, es simplemente su opinión. Da la impresión de que disfrutamos de la eterna confrontación, y la pregunta aquí sería ¿por qué?
Considero oportuno aclarar también que la libertad de pensamiento y opinión a la que me refiero no tiene nada que ver con acciones nocivas o que generen violencia y ataques contra alguien, algo o algunos. Ese tipo de acciones y mensajes no tienen justificación.
Sería interesante un estudio que nos mostrara cómo ha cambiado y evolucionado la comunicación y la interacción entre individuos después de las redes. Tan sólo algunos años atrás no existían los conceptos de “hater” y “troll”. Hoy entendemos que los haters y los trolls son esos personajes que existen en la red, regularmente con perfiles falsos, necesitados de atención, que gustan de chingar a los demás por el mero hecho de que su vida es muy aburrida, tienen mucho tiempo libre o simplemente son individuos infelices. Leía por ahí una frase de la cual desconozco el autor pero que me pareció atinada: “Mucha gente no es mala, sólo es infeliz”. Un buen ejercicio podría ser voltear atrás y tratar de recordar si alguna vez hemos sido un “hater” o un “troll”, si la respuesta fue afirmativa entonces habría que cuestionarnos por qué.
Si Ziggy Stardust surgiera hoy mismo, ¿de qué lado estarías? La mente de Bowie no poseía límites y ciertamente en los 70’s no existían las redes como para que se convirtiera en objeto de las críticas “constructivas”, ya sabes, esas que generalmente comienzan con el famosísimo “Con todo respeto…”, ese que regularmente significa: Voy a chingarte de forma amable así que no puedes o debes molestarte.
Nuestra comunicación en las redes dice mucho sobre nosotros mismos aunque no estemos conscientes de ello, tendemos a subestimar el poder de las palabras, y tendemos a malinterpretarlas también, sería prudente analizar cuál es nuestro mensaje, a dónde y cómo lo quiero dirigir. Una idea se expresa en palabras y se materializa con hechos. Si vamos a crear algo con nuestros pensamientos y palabras lo ideal sería que fuera algo positivo. Dicen que para crear algo se necesita un poco de destrucción también. Podríamos comenzar destruyendo esos patrones negativos que venimos cargando sin siquiera percatarnos, la idea de que tenemos que estar a la defensiva todo el tiempo y sobre todo la creencia de que somos enemigos si pensamos diferente. A partir de eso podemos crear un espacio incluyente donde nos respetemos y podamos aprender unos de otros.
Me gusta pensar que eso es posible, quizá soy muy ingenua, creo que siempre lo he sido, pero creo también que vale la pena intentarlo.