Cuando niña solía jugar en un campo anegado de alcatraces junto a un río, hoy los alcatraces ya no existen, sólo el recuerdo de esos paisajes mudos y extintos.
El primer alcatraz que me reglaron con fines de amor romántico provenía de un joven crítico y soñador, al principio no entendí por qué regalar alcatraces en febrero si abundan las rosas, los tulipanes o los claveles. Aun así, en ese alcatraz blanco cabía el amor perenne.
A veces esperamos enormes y ostentosos ramilletes de flores que representen el amor, pero una flor por más pequeña y efímera que sea puede contener todas las palabras, deseos y alegrías que surgen del corazón de quien la obsequia.
Amo los alcatraces de febrero porque son el preludio de la primavera, la antesala de todo lo verde y la promesa de la vida a nuestro alrededor.
He aprendido que el amor propio debe ser el primero en la vida de las personas, y quizá no implique regalos, pero puede caber en un alcatraz, en una sonrisa o en un sueño. Los otros amores caben en un par de alcatraces o en otras pequeñas grandes flores con dulces entendimientos, fragantes conversaciones y amistosas palabras.
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