Por: Carlos Peregrina
Te levantas, preparas un café, tomas tu celular, que tiene reconocimiento de cara y abres Facebook. Te topas con una fotografía de una pareja que sonríe y el copy de la imagen dice: “ya dos años con el amor de mi vida. Te amo, mi amor; mi vida es más hermosa a tu lado”. Tú los conoces a él y a ella. Recuerdas que en alguna ocasión casi se avientan la vajilla de su casa enfrente de ti cuando se les pasaron las copas.
En alguna ocasión te enteraste de que dejaron de tomar los viernes porque cada que comenzaban a beber salían a relucir sus temas personales: los gritos, las ofensas, las humillaciones. Es más, él dejó de llegar temprano a su casa porque decía que tenía mucho trabajo, pero la verdad, la verdad, es que lo hacía para así evitar que le estuvieran reclamando cada que llegara a su hogar. Quería evitar malas caras.
Ah, pero en redes sociales la cosa cambia: ahí ellos son fitness, comen siempre con una copa de vino, siempre hay amor, flores y sonrisas. Y piensas: “no existe la familia perfecta, pero sí existe la perfecta hipocresía”. Vas a las historias de Instagram: hombres y mujeres son muy deportistas, comparten todo: si corren un kilómetro o cien metros o si están en el gimnasio. Sus desayunos y comidas son ligth aunque, claro, siempre cometen sus “pecados” con sus taquitos. En los años noventa se decía “no pain, no gain”; ahora es: “si no hay selfi, no sirve el ejercicio”.
Después te topas con la chica que en el baño se toma la selfi correspondiente, si es un baño público y no se da cuenta que atrás hay alguien sentada ya se jodió la cosa. Luego llegan los memes: casi nadie lee periódicos y mucho menos libros, pero vaya que se “informan” a través de los memes. Se ha vuelto una memecracia. Hay unos muy buenos, ingeniosos, burlones, divertidos, pero hay racistas, xenófobos, discriminatorios. Nadie lee, pero todos basan sus juicios en memes.
De ahí te topas con los que están en el hospital: hombres o mujeres (parece que son más hombres los que lo hacen), una foto de un conocido en la bata del nosocomio, acostado en la cama con el suero en el brazo y con el copy: “amigos, ya ando por aquí por un tema de salud, pero si Dios conmigo, quién contra mí”. Y no falta quien escribe que está muy triste y decepcionado de la vida y quien a su vez le responda: -Amigo(a) ¿qué tienes? -Inbox.
Total, que en las redes sociales solo estamos para que nos aplaudan, para que nuestro nivel de serotonina se eleve tantito, para que nos escriban que somos muy guapos o muy guapas por la foto que compartimos. Porque nos sentimos tan pero tan solos que necesitamos la aprobación pública, porque queremos que la chica que nos gusta nos haga caso, y supongo que algunas mujeres también esperan que los vea algún muchacho que les interesa.
Nos quejamos porque abundan las fake news, pero muchas de nuestras historias que compartimos también son falsas. Nadie es tan feliz ni tan congruente como las frases de autosuperación que comparten. Con el debido respeto, pero hay mujeres con unos cuerpos esculturales que como pie de foto en su Instagram siempre ponen frases de autosuperación de lo más banal. ¿Qué tiene que ver su cuerpazo con el “cree en ti mismo”? Nadie lo ha entendido, es quizá parte del grandísimo tren del mame, que gracias a las malditas redes sociales va desde Puebla hasta Shanghai y de regreso. Todos nos subimos a ese tren en el que en Twitter nos presentamos como los grandes conocedores de ciencia, política y hasta tecnología. Ahí todos tenemos una ortografía perfecta y somos expertos en historia universal.
En las redes sociales mostramos una realidad virtual, nuestra realidad virtual. No es lo que realmente ocurre, es lo que nos gustaría que fuera: dinero, amor y salud. Y queremos que nos vean, nos envidien, nos teman.
Nuestras redes sociales son una fábrica de egos. Nadie se salva, todos buscamos esa aprobación porque necesitamos que nos apapachen. Lo peor es que entre más conectada la gente está en internet más solitaria se siente. Y eso es lo que han provocado las redes sociales, una maldita soledad que nos hunde hasta un grado de depresión inmenso si no están de acuerdo con nosotros o en el peor de los casos ni nos fuman.
Nuestra felicidad vale un like. Y un like no vale absolutamente de nada. En los conciertos, si no sacas el celular para grabar al cantante o grupo no estuviste ahí. Si no le tomas foto a la comida no te lo comiste. Es más importante tomarle una foto a un platillo que degustarlo. Si no te toma tu pareja de la mano y se toman la foto de ella delante de ti, te juro que no te ama. Si no les toman fotos a sus pies, ya valiste, mano, te mandaron a la friendzone.
Si tenías apendicitis y no lo subiste al Instagram, tu operación no existió. Nada existe si no queda registrado en las redes sociales. Esta, y no otra, es la realidad.
La pregunta es: si así estamos ahorita ¿qué pasará en diez años cuando la tecnología avance y existan nuevas aplicaciones? Quizá aún no lo sepamos, pero esa historia será nuestro verdadero mundo apocalíptico.