Agosto 2010. Era la primera vez que hacía un viaje tan largo. Primero 10 horas y 20 minutos desde México a Londres, conexión de 4 horas que se sintieron como 100 y luego otro vuelo de 8 horas con 55 minutos con destino a Bombay, India, aunque en realidad ahí no fue en donde le ofrecieron camellos a mi papá a cambio de un matrimonio muy poco prometedor con su hija menor.
Después de haber visitado la India, a suplicas y plegarias logré convencer a mis papás que no pasaba absolutamente nada si faltaba los primeros días de clases del nuevo semestre de la universidad para así poder visitar Dubái. Error número 1. No iba a poder faltar en todo el semestre, ni aunque me estuviera muriendo.
Otro vuelo más. Bombay a Dubái. Esta vez un poco más corto, 3 horas con 20 minutos. ¡Qué emoción llegar a Dubái! Pues no tanto. No teníamos visa, pero la podíamos sacar llegando al aeropuerto. En fin ¿qué podía salir mal? Que nos la negaran y regresáramos por dónde llegamos. Error número 2. El proceso de la visa fue rápido y para quitarles la angustia, sí, si nos la dieron, sólo se extrañaban (como siempre) que yo siguiera soltera. Tenía 20 años.
Camino al hotel, a los 5 minutos de salir del aeropuerto me sentía emocionada pero al mismo tiempo nerviosa. Honestamente no podía creer que estaba en Dubái. Veía muchas grúas, mucha construcción por todos lados, mucho lujo, muchos coches, muchos hombres de blanco y mujeres de negro. Me sacaba un poco de onda ver señalamientos donde los hombres entraban por un lado y las mujeres por otro. Ya llegando al hotel y después de haber descansado un poco, pude entrar en razón y recordar que estaba en un país con una cultura completamente distinta a la mía.
Y así fue cómo empecé a disfrutar (o no tanto) mi viaje. Me acuerdo que bajamos a la oficina de turismo del hotel y la señorita-muy-amable nos ensartó unos paquetes que al final terminamos comprando porque nos recordó que al día siguiente empezaría el Ramadán y si queríamos «disfrutar» teníamos que reservar en ese momento. Error número 3. Si se preguntan qué es el Ramadán, es su equivalente a Navidad o Semana Santa, es un mes de ayuno y fiesta. El cuál es muy respetable pero no es para todos porque las reglas aplican hasta para nosotros los turistas. Para colocarlos en el mood, mientras hay luz del día no puedes ingerir bebidas ni comer nada en público, para los no practicantes. Durante el día los restaurantes están «cerrados» o sea, están medio abiertos pero para todos los que no hacemos Ramadán. Sí puedes comprar comida, solo no puedes sentarte a comer en el restaurante, todo tiene que ser para llevar. Una vez que se ponga el sol, las cosas cambian, la gente sale, las calles se alegran y los restaurantes y cafés se llenan de vida y sonrisas hambrientas. Pero eso yo no lo sabía al llegar a Dubai y si hubiera sabido, probablemente no hubiera querido ir y me hubiera ahorrado un montón de cálculos mentales para justificar mis faltas en la escuela.
Para disfrutar el primer día como buenos turistas en Dubái necesitábamos una introducción literal al desierto. Un safari por el desierto con cena al final de la aventura no sonaba nada mal cuando la señorita-muy-amable nos lo ofreció. Así que por supuesto lo habíamos reservado. Ya estábamos muy listos en el lobby esperando a que pasaran por nosotros. Mientras que mi papá contaba los minutos de la puntualidad, mi mamá llamaba a todos los santos para que nos cuidaran en el desierto y no nos perdiéramos, yo solo estaba muda, rogando que no terminara vomitando gracias a mi poca tolerancia a las vueltas excesivas.
Llegó una camioneta Toyota, 4×4, blanca y de ella bajó el chofer, mi futuro no esposo pero que yo no sabía en ese momento. Iba vestido con su tradicional túnica blanca llamada thobe y portaba una sonrisa un tanto engreída. Fue muy amable y nos hizo saber que él sería nuestro chofer por las siguientes 6 horas y que se haría cargo de absolutamente todo, lo único que teníamos que hacer era disfrutar de las dunas, la cena y el show muy recomendado de danza árabe. Que al final no hubo nada de belly dance, más bien fue un hombrecito que dio como 8 mil vueltas hasta casi vomitar.
Cuarenta minutos después de salir del hotel, nos encontrábamos en el desierto y el chofer se acababa de bajar de la camioneta para disminuir la presión de las llantas (algo que tienen que hacer para ir a las dunas). Cuando se volvió a subir noté que me miró por el retrovisor, yo me había sentando en la parte trasera del lado del volante y cuando cruzamos miradas a mi se me hizo normal «sonreírle», se me hizo como algo educado de mi parte. Tengo que resaltar que no fue una sonrisa para enamorar ni mucho menos para ligar, mas bien fue como una mueca automática. Disfrutamos del desierto sin perdernos, ya estaba casi sin voz por tanto grito y risa a causa de la sensación de subir y bajar dunas y un poco muerta de hambre porqué no había comido nada desde que salió el sol.
Nos dirigíamos al «oasis» que era un campamento/restaurante lleno de atracciones locales. Ahí podíamos subirnos en un camello y dar una vuelta, pintarnos las manos o los pies con henna, comprar artesanía local, fumar shisha, comer unas bolitas de masa fritas bañadas en un jarabe dulce y espolvoreadas de pistache y por supuesto cenar el manjar árabe. Claro que después de comer medio buffet, pedí como 3 dozenas de bolitas fritas y mientras iba caminando y comiéndolas muy feliz y agradecida con la vida por haber probado bocado, noté que el chofer venía caminando atrás de mi.
Al principio no le hice mucho caso porque pensé muy ingenuamente que él también estaba disfrutando de los puestecitos de chácharas y comida callejera. Hasta cuando paré para preguntar el precio de una pulsera, él se acercó y me dijo en inglés con un acento árabe muy marcado «¡Oh, eso es muy bonito para ti!» Le di las gracias y muy incómodamente traté de moverme de puesto, pero una vez más se acercó para darme otro cumplido por mi selección de artesanías. En ese momento recordé que mis papás estaban en la jaima, seguramente mi papá seguía disfrutando de su shisha y mi mamá probablemente estaba viendo todas las fotos que había tomado en las dunas.
Mientras seguía regateando precios me acordé que podía subirme al camello y dar una vuelta, pero tenía que apurarme porque obviamente no éramos los únicos turistas ahí y el tour estaba por acabar. Justo cuando iba en dirección hacía los camellos, que se encontraban afuera del oasis, me di cuenta que el chofer me iba siguiendo otra vez y entré ligeramente en pánico. No sabía si era mi paranoia o mi delirio de persecución pero mejor regresé a la jaima con mis papás. Haciendo plática con ellos, le pedí muy discretamente a mi mamá que si me acompañaba a dar una última vuelta. No quería alarmar a mi papá porque conociéndolo era capaz de pedir un helicóptero para sacarnos de ahí y llevarnos hasta México en un segundo y como no estaba segura si era delirio o paranoia mejor decidí no decir nada en ese momento.
Mi mamá y yo íbamos muy felices tomándonos selfies y riéndonos porqué desde lejos podíamos ver la expresión de asombro y miedo de toda la gente al momento de subirse a un camello. A la mitad de la carcajada el chofer nos interceptó y nos sugirió que primero fuéramos a tomarnos una foto vestidas con una tradicional burka. A mi mamá le pareció la idea y convencida por el chofer fuimos por la foto. Encima de mi ropa me pusieron una túnica negra y me taparon el cabello y toda la cara y me dijeron «Sonríe para la foto!» En ese momento pensé «¿Cuál es la diferencia si sonrío? !De todas formas no se me ve nada!» Flash. Me habían tomado la foto y si quería podía comprarla impresa. No lo hice. Pero antes de quitarme todo el atuendo, el chofer se acercó y le dijo al fotógrafo que quería tomarse una foto conmigo. Como tenía cero expresión en la cara y no se entendía nada de lo que decía, mi mamá no lograba entender lo que intentaba decirle con solo la mirada y me gritaba «¿Qué? ¡No te entiendo!» Flash. Otra foto. Rápidamente me empecé a quitar la burka para que otras turistas se tomaran la foto y solo escuché en su acento inconfundible «Harías una buena esposa». No sabía qué hacer, si morirme de risa o tomarlo como un cumplido. En ese momento mi mamá notó mi expresión de incomodidad y de una forma muy ingenua me preguntó «¿Te está coqueteando?» Pues no sé si en esa parte del mundo se coquetea así pero yo quería salir corriendo. Yo no quería ser una buena esposa de nadie.
Por fin nos dirigíamos a los camellos, teníamos unos minutos antes que se acabara el tour y mientras esperábamos nuestro turno, mi futuro y exótico no esposo se apareció para cortar la fila y pasarnos hasta adelante alegando que teníamos prisa. En ese momento le apreté la mano a mi mamá y le dije casi sin mover los labios «No me vayas a dejar sola». Pasaron mil ideas por mi cabeza, que él también se subiría conmigo en el mismo camello y lo guiaría hasta su casa en medio del desierto y pasaría a ser Carmen La Buena Esposa. Por fortuna alguien le había hablado y compartí el camello con mi mamá. Pagamos nuestro karma por burlonas e hicimos la misma cara de espanto en cuanto el camello se levantó.
Distraída y contenta del paseo, regresamos al punto de reunión para empezar el trayecto de regreso al hotel. Le estaba contando a mi papá cómo es que su hija bebé había sido todo un éxito con el chofer y que pronto me convertiría en una buena esposa. Medio muerto de risa y medio muerto de incomodidad compartida me dio a entender que estos hombres no pierden el tiempo ni la oportunidad. «¿A poco? No me había dado cuenta».
Durante el camino de regreso íbamos muy simples riéndonos de todos los ruidos que había hecho el camello al momento de impulsarse para caminar y cómo a los ojos de alguien más yo podía llegar a ser una buena esposa. Fue en ese momento cuando el chofer le preguntó a mi papá «Tu hija es muy feliz ¿Tu hija es soltera?» Ya muertos de risa y con otra cara para la situación mi papá le contestó que sí y que el estaba feliz que así lo fuera. Muy insistente, el chofer le empezaba a contar a mi papá que había calidad de vida en Dubái, que había buenas escuelas, mucha oportunidad de trabajo, mucho dinero y muchos camellos. ¡Muchos camellos! Ya no podía aguantar más mi risa sarcástica y les dije en secreto «Váyanse despidiendo de mí y ahorrando porqué la próxima Navidad será en el desierto.»
Mi papá por más que intentaba desviar el tema, el chofer seguía insistiendo que los camellos son muy caros si son bien vendidos, nos dio una clase de cómo los venden y para qué sirven. Por un momento vi muy interesado a mi papá por saber más de camellos, por suerte estábamos entrando al hotel y le pregunté «¿Qué quieres saber?» Pensé que en verdad quería aprender sobre camellos pero no. Me contestó: «Espérate, quiero saber si me ofrece un Porsche, si lo ofrece subes rápido por tu maleta.» A mi mamá casi le da un infarto y yo casi me hago pipí de la risa.
Cuando me di cuenta, la camioneta ya no estaba en movimiento y un hombre muy amable me abrió la puerta para darme la bienvenida al hotel. Me sentí en casa. Mi papá le dio las gracias al chofer y, claro, le dejó una propina generosa, como dándole las gracias por sus cumplidos pero al mismo tiempo mandándolo de regreso por donde llegó. Entramos al hotel y mi mamá empezó a reclamarle a mi papá que cómo era posible que consideraría cambiar a su hija por un camello o un Porsche, que a ella también le había costado su trabajo criarme y que si alguien merecía un Porsche debería ser ella.
Y es desde ahí que esta anécdota se ha convertido en nuestro chiste local. Siempre tratan de ofrecerme en matrimonio, en donde sea que estemos me cuestionan «¿Cuántos camellos crees que ofrezcan aquí?» Y estoy condicionada a que si alguien ofrece más de lo que ofrecieron en Dubái, debo estar lista así como lo están ellos para manejar su futuro coche lujoso.