Llego tarde, por supuesto que llego tarde. ¡Cómo que ver y digerir siete horazas y pico de imágenes es tarea fácil! Imágenes que, además, han suscitado las más exacerbadas pasiones en un público ya entregado de antemano. La conocida como “beatlemanía” ya no es cosa de quinceañeras gritonas, ahora son miles y miles de señoras y señores entrados en años los que necesitan de forma furibunda su dosis de fab four cada cierto tiempo. Muchas de estas personas, además, ni siquiera escuchan demasiada música aparte de la que dejaron hecha -juntos o por separado- sus cuatro ídolos. Y esto, obviamente, iba a ser la madre de todos los manás caídos del cielo, digo, de Disney…
Antes que nada, un poco de historia: en octubre de 1968 las cosas no pintaban bien para The Beatles. La muerte de su manager Brian Epstein, más un padre que un simple hombre de negocios, les había dejado desamparados. Se pusieron creativos y emprendieron fracaso tras fracaso: películas surrealistas como Magical Mistery Tour; la apertura de negocios financieramente insostenibles como Apple Corps o discos mastodónticos como el doble blanco, en el que las cosas se habían puesto tan mal que cada uno, prácticamente, grabó sus canciones por su cuenta. Todo eran peldaños en descenso.
Los de Liverpool ya no eran la banda que solían ser. Todo eran reproches: Paul se había convertido un poco en el ideólogo del grupo, ante los ojos desdeñosos de John, que siendo el líder natural, había dejado que eso sucediera al estar más atento a su relación con Yoko Ono (que no, no es la culpable de todos los males del mundo) y una galopante afición al mundo narcótico. George se sentía menospreciado y Ringo bebía y hacía de actor en sus (muchos) ratos libres. Vamos, que ya no eran los que eran. Más bien, eran un polvorín a punto de explotar.
No obstante, ocurrió algo oxigenante: el single “Hey Jude/Revolution” fue presentado, en vivo y por primera vez en mucho tiempo con audiencia, en un especial televisivo. Esto volvió a poner a los cuatro fabulosos en contacto con lo que había motivado su existencia como grupo. Y lo que motivó que, a McCartney, una vez más, se le encendiera la bombillita: ¿Y si volvieran a tocar en directo?
¿Y si todo se redujera a un sólo concierto, registrado tanto en disco como en película? Podía ser la idea que volviera a inyectar sangre a la moribunda máquina de hacer dinero en que se había convertido el ente musical más exitoso del universo conocido.
Comenzó el brainstorming: grabarían, además, las sesiones de ensayo para el concierto y de ello se encargaría un viejo conocido, el neoyorquino Michael Lindsay-Hogg, que había grabado los clips de “Pawerback writer” y “Rain”, así como de la mencionada actuación para presentar “Hey Jude” y “Revolution”. También estarían por allí el ingeniero Glyn Johns y el productor George Martin, supervisando las sesiones, que iban a tener lugar en un lugar un tanto, digamos, antediluviano, como uno estudios cinematográficos en Twickenham. Una, al fin y al cabo, inmensa nave industrial, fría, inhóspita, e inadecuada para la música. Y allí es, precisamente, donde comienza nuestra historia.
Lo que sucedería en este y otros lugares (hartos del frío, los madrugones y las discusiones, se trasladaron a los estudios de Apple en Savile Row) es lo que acabó en Let It Be, álbum póstumo de The Beatles, y en la película del mismo título, dirigida por Lindsay-Hogg. Ni una cosa ni la otra satisficieron a sus protagonistas y constituyeron, de nuevo, fuente de discusión entre ellos. Quedaban archivadas más de sesenta horas de metraje visual y más de 150 de sonido. Algo que, con los medios actuales, podría ser usado como algo grande.
Y ahí es donde entra Peter Jackson. El oscarizado y ya legendario director de la mastodóntica trilogía del Señor De Los Anillos lo es también de They Shall Not Grow Old (si me preguntan a mi, lo mejor que ha hecho jamás este señor), un documental hecho a base de imágenes de celuloide rodadas en el contexto de la primera guerra mundial, que él y su equipo restauraron mediante técnicas de lo más novedoso y que resultan en un material asombroso y verdaderamente emocionante. Algo así es lo que el neozelandés iba a hacer con todo el material existente del rodaje de lo que acabaría siendo la película Let It Be, un film maldito al que jamás se le dio la importancia dada a todo el resto de material audiovisual que tiene como protagonistas a los Fab Four, precisamente por su sabor a ruptura, con connotaciones especialmente amargas para los fans.
Para ello, Jackson contaba con el beneplácito de Lindsay-Hogg, pero lo que es más importante: también con el de Paul McCartney, principal ideólogo del asunto original, que si bien al principio del proyecto era más que reticente -“Peter, no estoy seguro de que esto me vaya a gustar”, le dijo por teléfono al director-, tras recibir en su casa un pequeño corto con la secuencia del ensayo de lo que acabaría siendo “She came in through the bathroom window” (canción incluida en el lp Abbey Road), estuvo plenamente convencido de que lo que iba surgir de todo esto iba a ser satisfactorio. Y tal como ha expresado tras verlo en su integridad, así ha sido.
La pregunta es: ¿era necesaria tal duración? ¿siete horas y media de bostezos de un George sencillamente harto, de alardes de cinismo de un John a vuelta de todo, de caras de resaca de Ringo y de intentos de Paul de llamar la atención intentando resultar brillante ante una banda que, básicamente, ya no le aguanta?
Evidentemente, todo depende de una cuestión de perspectiva. Esto no es para todos los paladares. Una persona que no esté especialmente puesta en la historia beatle seguramente encontrará esto bastante tedioso y difícil de aguantar. Hay mucha pérdida de tiempo, pero hasta eso nos permite leer entre líneas y comprender muchas cosas. El respeto que se tenían unos a otros, las personalidades de los cuatro, presentadas con mucho menos maquillaje del habitual; la forma que tenían de trabajar, de pensar, la camaradería y finalmente, los motivos de que todo eso estuviera llegando a un final.
El documento, como tal, tiene un valor histórico incalculable. Asistimos al nacimiento de “Get back”, la canción que en abril del 69 sería número uno mundial. Y no hablamos de que Paul la llevara ya escrita y la presentara a sus compañeros. No, le sale de dentro ahí mismo, delante de las cámaras.
Vemos también como George, harto de ser el segundón y que le digan lo que tiene que hacer, abandona la banda, para luego volver tras dios sabe qué tipo de promesas. Vemos a un joven Alan Parsons supervisando la jugada (y dicen que en gran medida, salvándola) una vez ya situados en el nuevo estudio de Savile Row, a Billy Preston llegar y convertirlo todo en otra cosa, con su buen rollo y una capacidad musical que complementa a la perfección los rudimentarios conocimientos técnicos que tenían por aquél entonces los cuatro Beatles. También asistimos a conversaciones importantes que tienen que ver no sólo con los planes inmediatos del supuesto concierto que iban a hacer, sino con el futuro del grupo. John habla por primera vez de Allen Klein, el empresario americano que acabaría siendo su manager y uno más de los elementos de discordia que desembocarían en la separación del grupo.
El momentazo del concierto en la azotea del edificio de Savile Row, con todo su metraje desde múltiples ángulos y las reacciones de la gente, la intervención de la policía para pararlo todo, lo rematadamente bien que tocaron, liberados tras tanto ensayo aparentemente infructífero. Y todo sucede, reitero, con la mayor naturalidad, sin filtros, lo vemos tal como fue. Sólo por eso, bravo, Peter Jackson.
Visualmente, el efecto logrado es espectacular. Las imágenes realmente cobran vida a partir de unas cintas que seguramente debían estar más que marchitadas. Y lo mismo pasa con el sonido, supervisado por Giles Martin, hijo de George Martin, que está perfectamente acompasado con las imágenes y resulta especialmente relevante. Está todo muy bien mezclado y escuchamos con claridad quién toca qué y cómo.
El resultado de todo esto ha contado, como era de esperar, con el beneplácito prácticamente unánime de crítica y público. Y no seré yo quien les desmienta, pero debo reiterar que no es un plato para cualquier paladar. Es una exquisitez que requiere cierto bagaje para su degustación (como casi todas las exquisiteces, por otro lado) y no acudir a ella esperando comida rápida de fácil digestión. Asistimos al gran hermano de los Beatles, no a un film al uso. Toda una exhibición de porno emocional que requiere nuestra más atenta, silenciosa y erudita participación. Y por supuesto un must para cualquiera que se considere experto en los cuatro de Liverpool.
Con información de Musikalia/Juanjo Frontera