Usualmente subo entre ocho y diez de la noche a esas cajitas asfixiantes que la mayoría de la gente usa al salir de sus escuelas y oficinas. Algunos se quejan de la densidad de personas que pueden caber en un vagón. No falta quien sienta una fulminante modorra y dormite parado, sostenido de algún tubo, mientras los demás van cuidando no verse aplastados por ese individuo que en momentos pierde el equilibrio. Tampoco resulta raro ir custodiando nuestros bolsos, o la cartera que has metido adentro del saco, porque hay personas que no se tientan el corazón, y aprovechándose de la falta de oxígeno que te hace perder la noción del espacio, te arrebatan los billetes disimuladamente. Cuando lo notas, tu espíritu noble reconoce que es por la falta de trabajo en el país.
Pero ¿cómo cuidar las nalgas entre la masa atiborrada de gente que sube al transporte público?, ¿cómo amarrarlas más a tu propia carne?, ¿cómo proteger la delantera para no sentir esos agarrones anónimos? ¿Serán los de un hombre hambreado, que quisiera robarte las nalgas o arrancar de tu cuerpo cualquier voluptuosidad? ¿El acoso podría justificarse también con la falta de trabajo?
Bajo este escenario, el camino a casa es duro, me siento autoexplotada como muchos de ahí. Hace poco leí a un filósofo de moda que definía al individuo contemporáneo como ese ser adicto al trabajo, deseoso de la evasión personal, que se esconde en su carrera con tal de no afrontar elecciones afectivas. Que busca el éxito laboral a toda costa, y que eso lo orilla al túnel de la depresión. Ese individuo adicto a psicotrópicos de venta libre, como las benzodiazepinas que son casi un placebo, la fluoxetina que nos regala momentos de felicidad, o la ergotamina, para cuando la presión de su cráneo esté por estallar a causa de su acalorada vida laboral. Pero ese filósofo no era mexicano, y nunca entendería que el éxito laboral en este país no necesariamente depende de convertirse en un ser autoexplotado, aunque sí hay quien busca el éxito laboral a toda costa, incluso si ello implica aplastar a un viejo amigo durante la trama, o por qué no, acostarse con la jefa aunque les cause repulsión. También se puede ser un adicto a los psicotrópicos, y más con lo fácil que es conseguir pastillas en cualquier farmacia mexicana con una receta apócrifa. Aunque también nunca falta el médico recién titulado que a falta de un buen sueldo y con cédula apenas estrenada, te pase su firma y una hoja mimbreada con la indicación del remedio a tomar. ¿Sentir culpa?, en absoluto, el cuerpo lo demanda y el contexto lo permite. Situación tan parecida a cuando eres menor de edad y casi en cualquier tienda puedes conseguir cigarros y alcohol.
Esas profundas meditaciones a veces atraviesan mi cabeza conforme se va vaciando el tren ligero. A unos pasos de mí, una viejecita aferrada con ambas manos –manchadas con pequitas panteoneras— al tubo, que por cierto le queda muy alto para su corta estatura. Setenta años me parecen pocos. ¡Ingratos los hijos!, ¿los hijos? Ingratos los hombres y mujeres jóvenes sentados en los asientos reservados para gente de la tercera edad, embarazadas y con capacidades diferentes. Nadie le cedió el lugar.
No, pensándolo bien, yo no me siento explotada por mí misma, aparte de que todo el tiempo veo mi inminente fracaso, no soy tan compleja ni tan activa como esos hombres y mujeres que suben al tren cargados de hastío. A mí tampoco me gana el sueño ni me falta oxígeno durante el camino, y mentiría si dijera que me pongo a escuchar pláticas ajenas, o que tengo un afán antropocéntrico de analizar la fauna humana ahí inmersa, cortada con la misma tijera, que se desparrama como puré de papa a lo largo de cada centímetro que conforman esos vagones. No los analizo, los juzgo. No me siento distinta, me pienso parte de la misma tela, atravesada por el delgado hilo, pero no por ello invisible, de la corrupción y el gandallismo. Pienso que bastan esos pequeños vagones como la muestra necesaria de lo que también puede ser México, como la metáfora de un ecosistema salvaje, en el cual nadie está exento de volverse presa, pero también lobo del prójimo.
Quisiera ser interesante y pensar que cuando voy en el tren —ese sitio parecido al “Uno impersonal” del cual tanto Heidegger escribía—, me siento como en una pintura de Edward Hopper, en la cual a pesar de cualquier hostilidad cotidiana, de que le roben la cartera a alguien, de que una mujer a punto de parir no consiga que nadie le ceda su lugar, de que un octogenario durante su viaje de más de media hora tenga que ir parado, de que quieran despojarme de mi delantera con esmerados agarrones, sin mucho éxito porque para ello tendrían que cortarme las tetas. A pesar de todo esto, desearía llegar a un estado Zen, o al menos a la patria de la indiferencia, desde la cual sólo sea una espectadora distante de los abusos que me rodean, un ser aislado entre la multitud, defensor de la tormentosa soledad, incomprendida, afirmando una individualidad que se libra de la vorágine del capitalismo, del averno de la igualdad, pero sobre todo, del mal vicio del gandallismo y la corrupción.
Sí, quisiera escribir que cuando estoy en ese tren soy punto y aparte, como algún personaje autista, como el virtuoso creador, o el poeta esnob que ante las hostilidades de su entorno, prefiere excluirse en su mundo interior, para no manchar la pureza de su obra con las calamidades de la realidad. Nada más hipócrita que esa postura, nada más ridículo que creerse un santo frente a la bestialidad social, y no sentir que estamos más bien en un telón sartriano, que tras las puertas cerradas del tren, en ese microcosmos que también es México, reconoces que “el infierno son los otros”, y que tú, de algún otro, también eres parte de su infierno.