El pueblo bueno y sabio viaja a Japón. El mismo pueblo que exige disculpas a la corona española se toma unos días de descanso en Portugal.
Ese pueblo, ese mismo pueblo, viaja en primera clase cuando visita París.
El pueblo viste Gucci como “Dato Protegido”; el pueblo bueno asiste a la Fórmula 1.
Vive en La Vista o tiene casa en Lomas de Angelópolis, y niega a su familia cuando le conviene. Es tan sabio que hasta celebra que, de vez en cuando, la UIF le congele las cuentas bancarias, de vez en cuando es bueno sacar a airear el efectivo que está en caja fuerte para que no se llene de hongos y para que se oree si no se pusieron los fajos al alto vacío.
Cuando gobierna, el pueblo bueno se asigna contratos millonarios: obra pública, suministro de medicinas, fumigaciones a hospitales, uniformes para las escuelas. Es bueno —y sobre todo sabio— cuando llega al poder y no solo cambia de coche y de casa, sino también de esposa… y de amante.
El pueblo bueno se enoja con esos pinches periodistas que lo evidencian cada que estrena un Panerai, unos Ferragamo o un Ermenegildo Zegna. Tiene permitido incluir en sus filas a líderes obreros que celebran sus cumpleaños en ranchos y haciendas, con jaripeo, barbacoa y mixiotes “para todo el pueblo”.
Porque es sabio, el pueblo tiene medio tiempo en alguna universidad pública, aunque nunca se presente a dar clases, y prefiere llevar a sus hijos a vivir al extranjero, bien lejos de esos fifís que tanto apestan.
El pueblo sabio lo es porque quiere.
Presume, como mantra, ser el legislador más cercano a AMLO. Para parecer pueblo, graba videos comiendo una cemita con pápalo o tomándose una ginebra en algún rincón de la Mixteca. Porque, claro, el pueblo también se refresca el alma con gin y piña, o con gin y toronja.
El pueblo sabe que, cuando le conviene, usa al Verde o al Partido del Trabajo.
Ya es influencer: reza todos los días a las benditas redes sociales, aprende malabares para defenderse ante los ataques y cuestionamientos y hasta asegura que los cocodrilos vuelan… aunque sea tantito.
Porque el pueblo es sabio, bueno y —faltaba más— democrático. Todo lo que hace es porque lo decidió en una consulta o en una elección que cuesta millones. Para eso es pueblo, ¡chingá!
El pueblo bueno y sabio, si hace falta, irá al Zócalo a mover matracas, lanzar confeti y preguntarse una y otra vez: “¿Cuánto gana Loret?”.
Tanta sabiduría no cabe en tanto pueblo. Eso sí: todo es con bondad, y de la buena.
Porque todos tenemos un pueblo sabio, al menos en la cabeza.