1. La convivencia con los demás no siempre es fácil, cada uno de nosotros es un complejo rompecabezas que el otro intenta armar a su manera —algunos con mayor dedicación que otros—, tratando de no forzar las piezas sobre nuestra personalidad, creencias y deseos. No sé si en el pasado resultaba para todos menos complejo no romper las piezas ajenas, o tratar de forcejearlas para que encajaran, o no, a nuestros propios valores, pero lo que sí sabemos es que en la actualidad cada vez es más difícil construirnos un mapa general del otro, para así no caer en riesgo de transgredir su identidad o violentarlo con nuestros credos. El abanico moral parece abrirse en nuestros días, o al menos eso se defiende en teoría, sin embargo no sé si en la práctica la tolerancia a los diferentes modos de pensar y existir sea realmente tan amplia como creemos. Podríamos pensar en esta época, que ni siquiera es ya postmoderna —como alguna vez la trato de nombrar el intelectualismo francés de los setenta—, en una que fragmenta en millones los espacios que habitamos, que hace crecer de forma sobre-exacerbada la información que recibimos gracias al universo digital. Una época que que también nos ha orillado a perder por completo cualquier punto de referencia ético: la brújula ha enloquecido y se ha dejado guiar —simultánea y contradictoriamente— hacia lo que se podrían llamar modas morales, que evidentemente no necesariamente son éticas. Al mismo tiempo que navegamos hacia la universalización de una moral —vaya la paradoja— afirmamos la exigencia y existencia de la libertad de cada una de esas complejísimas individualidades que somos cada uno de nosotros.
2. Ninguna regla más infalible para romper con la comunidad y construir una convivencia demasiado enrarecida, densa y de reglas tan artificiales, como esa aceptación automática de lo que deba ser políticamente correcto —moda moral— en un momento, pero al mismo tiempo, creyendo que toda individualidad es muy libre de creer y ser como quiera, en un mundo cada vez con millones de caminos, pero demasiado frágiles como para poder asegurar una convivencia sólida con los demás, o que al querer ayudarle a armar las piezas de su propio rompecabezas, no corramos el peligro de romperlas. De la misma manera, esa multiplicidad de formas de ser, no asegura, en absoluto, una existencia auténtica, única y especial, y mucho menos si vemos al mismo tiempo a un montón de individualidades alienadas a la corrección política, indignadas por lo que se deben indignar, y morando eso que una vez Heidegger llamó el mundo de la “publicidad”. La alienación a dicho mundo implica aceptar sin mayor reflexión —aunque sí quizá con cierto miedo a ser linchado en caso de no hacerlo—, una serie de prácticas sostenidas en una moral concentrada en la corrección política, en lo que ahorita se muestra como lo deseable, pero que de un momento a otro podría volverse completamente injustificable. Dentro de estas prácticas se encuentra la corrección del humor, lo cual no implica que se defienda un humor alejado de la coyuntura o que cumpla a veces fines mediáticos. La corrección política también es ultraconservadora, y tiende a querer exponer como buenos una serie de estereotipos y formas de vida frente a otros que ya no aceptaría como socialmente funcionales, y esto también sucede a pesar de la apertura a múltiples valores, que esta “no-posmodernidad”, delinea en nuestras vidas.
3. Si entonces todo se está volviendo más frágil que en el pasado, al ver fragmentada nuestra concepción de lo bueno y malo de maneras inimaginables: una concepción que a veces se legitima en lo mediático, otras veces en lo ético, y algunas veces más en limitaciones meramente subjetivas, no podremos llegar así a una convivencia que avanza hacia la tolerancia, o hacia algún tipo de consenso intersubjetivo y debidamente meditado de lo que realmente habrá de ser o no tolerado. De tal manera, a veces se abusa de juzgar al pasado con los ojos del presente, cerrando así cualquier intento de diálogo y aprendizaje con la memoria. Apostándole a la aniquilación total del pasado que ha sido condenable ante la mirada del presente, no hay ningún matiz que se pueda rescatar en dicho olvido. Esta moral correctiva, parece ser un mero accesorio de reglas de buena conducta que sólo pretenden rellenar el presente, ser aprendidas en el instante, para lanzarnos a un futuro que estará mediado por la neutralidad, por el no compromiso con una moral que debió construirse, confrontarse con los demás, y ser asumida individual y colectivamente, y no más bien ser impuesta a lo colectivo y asumida instantáneamente por el individuo de un momento a otro.
4. Si las conductas humanas se delinean actualmente desde la tendencia de no hacer muchas olas en lo que debe ser siempre un mar sereno, en guardarse cualquier comentario, aunque sea una broma, que pueda ser demasiado polémico para los demás, entonces hemos llegado al fin a la tan codiciada llanura de la inteligencia, a un suelo liso en el cual todo está en orden, a la uniformización deseada por todo régimen opresor, sin la necesidad de haber ni siquiera tenido que esforzarse en crear un aparato ideológico, con sus determinados castigos para adherir a los más rebeldes. No, la corrección política ha llegado sin mucho esfuerzo, ha sido acogida sin ningún problema, divulgada por el monstruoso mundillo de las comedias en episodios, de las plataformas de series y películas, y del algoritmo represor, pero por ello casi invisible, de cada una de las redes sociales. No hay forma de salirse del margen, porque resulta imposible imaginar que en un mundo “super libre” existan un margen, porque el único margen es la buena calificación legitimada por un like en redes sociales, por los comentarios optimistas de nuestros contactos y por supuesto, los puntos que nos dicen cómo vamos en nuestras aplicaciones del celular. Esta corrección política, también nos hace pensarnos dentro de esa dinámica de objetos, regida por la dictadura digital que comercio digital que nos vuelve a ojos de otros deseables o no, que nos puede negar o abrir la puerta a determinado puesto laboral, que nos puede volver grandes amantes o unos completos fracasados en el amor divulgado por una denuncia anónima en algún rincón de internet. La dictadura digital legitima, y a veces sin una cara propia, nuestro valor como personas y como productos de ella misma. Nos colocamos así en el aparador del mundo, tal como si fuéramos objetos vendibles y que se encarecen si siguen al pie de la letra todas las reglas de control de calidad. Así vamos por la vida firmando muchas causas en Change.org aunque ni siquiera hayamos leído de qué van. También nos indignamos por la «mala» conducta de un individuo que ha sido acusado, sólo porque sin más, a quien se asume como la víctima se le debe siempre creer, aunque ni siquiera conozcamos ni nos interese el argumento de quien ha sido sentenciado, ni la narrativa objetiva de lo sucedido. Asumimos lo que debe ser asumido y transitamos por el mundo enjuiciando lo que debe ser enjuiciado, siguiendo al pie de la letra las instrucciones de ese gran yugo moral de la corrección política, para entonces encajar con las demandas ajenas, y así ofrecer las garantías mínimas que nos dicte la mayoría. Mientras el otro va por ahí poniendo y viendo nuestra calificación moral en esa gran red a la que le vendimos hasta nuestra última anécdota íntima y hasta nuestro más secreta convicción, con tal de tener seguidores, de tener cinco estrellas, y de volvernos la reseña positiva, tan banal y genérica como las que leemos al comprar un nuevo aparato electrodoméstico.
5. Escribiría Heidegger en el siglo pasado, quizá haciendo eco decoroso de lo que vendría, que
“Gozamos y nos divertimos como se goza: leemos, vemos y juzgamos sobre literatura y arte como se ve y se juzga; pero también nos apartamos del montón como se debe hacer; encontramos irritante lo que se debe encontrar irritante. El uno, que no es nadie determinado y que son todos, prescribe el modo de ser de la cotidianidad.”
Yo escribiría actualmente que en realidad prohibimos y reprimimos lo que otros reprimen, censuramos series y películas de hace décadas que han sido juzgadas con los ojos del presente. Pensamos como todos hacen, y ni siquiera reparamos un momento en la hipersexualización de los niños divulgada una y otra vez en las redes sociales. Porque resulta más urgente prohibir las películas sexistas de princesas de hace más de tres décadas, o borrar al elefante gordo y oscuro de una caja de cereal, que ponerse a meditar en serio sobre los vídeos de niños y niñas que andan rondando por toda la red, de esos que por cierto podrían ser nuestros hijos. Ponemos demasiada atención a los ojos poscolonializados de Pocahontas, mientras los niños se exhiben o son exhibidos de maneras riesgosas en redes sociales, volviéndose la carnada perfecta para los pederastas y la trata de personas.
Pero como soy escéptica, también socrática, y políticamente correcta, no sé qué tan de cierto sea pensar que seguimos peleándonos por lo contingente, preocupándonos por lo mediático, para distraernos de lo importante.