Están en todos lados, debajo de las piedras, en las cámaras y las recámaras. Habitan todos los partidos políticos, universidades, mesas directivas de colonias y unidades habitacionales.
Son como cucarachas porque sobreviven por los sexenios de los sexenios, ¡Amén!
Existen en las asociaciones empresariales y hasta entre los curas o pastores cristianos.
Habitan en los juzgados, son los que aseguran que arreglan los conflictos laborales o penales porque conocen al presidente de la Junta de Conciliación y Arbitraje o se llevan de piquete de ombligo con el Fiscal de Puebla. Con esos hay que tener muchísimo cuidado porque cobran hasta por respirar y el titular de cualquier dependencia no los conoce y si los conoce huye de ellos porque ya sabe qué clase de personajes son.
Algunos abogados, por ejemplo, como fueron policías ministeriales o madrinas tienen acceso a expedientes, pero de ahí no pasan.
Es como una enfermedad que cunde a la sociedad mexicana y está ahí, lista para atacar.
A los más vulgares se les conoce como coyotes y están al acecho en las dependencias públicas para cobrar por los trámites, para robarle el poco dinero que tienen los derechohabientes. Algunos de esos se autonombran con el eufemismo de gestores.
Los más experimentados se toman fotos con todos y cada uno de los actores políticos. Muchos de ellos ni saben quién es el personaje, la personaja o el personajo que les pide una selfie por el amor de Dios.
Aparecen en tiempos de campaña y usan frases como: “Bro, mi bro. ¿cómo vas con el candidato?”. “Yo te arreglo el tema (tu asunto, tu encargo, tu huarache)”.
En las transiciones y en los procesos de entrega-recepción pululan por todas partes cual si fueran ataque de chinches en la UNAM: “jefe, ¿no te ha llamado el amigo? Uy jefe, no te apures… yo tengo el teléfono, jefe. Le marco y nos vamos a comer, pero ve armando tus papeles. ¿Tienes todo en regla?, por si te llaman, jefe, pero yo lo veo. Hoy mismo lo veo”.
Quienes sufren del síndrome del operador político no hacen nada, ni tienen el teléfono del “amigo” y si lo tienen jamás les contestan el whatsapp y en el mejor de los casos si les llegan a contestar jamás ven “tu asunto, jefe”. A lo mucho esos operadores solo se quedan con los centavos.
Lo cierto es que para tener ese síndrome se necesita hablar con mucha certeza, ser un mentiroso profesional, un cínico, un verdadero hijo de puta, porque, aunque sean simples coyotes afuera de Movilidad y Transporte, deben saber engañar a sus víctimas.
Los otros, los que andan en los cafés del centro histórico presumiendo sus años de bonanza con Jiménez Morales, Pacheco Pulido o Mario Marín (es un decir), tienen que engañar a sus corderos.
Creen en sus propias mentiras, se sienten analistas políticos, algunos han intentado ser periodistas, hacen conjeturas de quién va a ganar las próximas elecciones y siempre, siempre, siempre dicen conocer al gobernador en turno.
Hoy, ya reaparecieron y están en las calles, cafés, restaurantes, haciendo fila para engañar a otros, para hacerse importantes, para decir: “yo te lo arreglo”.
En verdad, es que son pocos los verdaderos operadores políticos, son pocos los que tienen acceso a las burbujas gubernamentales y ellos, los de a de veras, no andan prometiendo cosas que saben que no se pueden cumplir.
Quizá el síndrome del operador político se activa en el ser humano ante la falta de cariño o por la necesidad de la aprobación social, porque en el fondo nadie quiere aceptar que es vulnerable y que no todos los sexenios son nuestro sexenio.