Por: Julieta Lomelí Balver @julietabalver
1. Nietzsche, en el siglo XIX, hace una fina crítica a la moral moderna, que no es muy distinta a la moral de nuestro tiempo. Para él, la moral nace entre la oposición de una voluntad fuerte frente a una débil, entre quienes hicieron de su vida y sus actos algo valioso, eso que habría de ser considerado como bueno, frente a lo otro, lo que habría de ser considerado como lo vil, lo desdeñable, lo plebeyo. Los parámetros de lo que era correcto hacer, lo moralmente bueno y lo que era tildado de inmoral, eran creados por la clase más poderosa, o la clase aristócrata, convirtiéndose también en la regla a la que habría de aspirar el resto del pueblo. En sus fragmentos que parecen más bien imperativos contra los imperativos, el filósofo recuerda, de manera iracunda, el inicio de una moral negativa, una propiciada por el platonismo que bifurcó el mundo en dos: en un mundo de apariencias, donde la sensibilidad y las pasiones nos engañan, y en un mundo perfecto, pero de carácter incognoscible. Este primer mundo visible y material, estaría sustentado en un mundo ideal, perfecto, y de difícil acceso. A menos que se cultivará la virtud que tenía que ver más con la contención de los deseos, y no en menor grado, con una buena dosis de ascetismo. Así comienza la fundación, para Nietzsche, de una moral rígida que niega el valor del cuerpo, la vitalidad, lo rebosante. Que reprime todo lo que fuera “una acción fuerte, libre y alegre”.
Con el nacimiento del platonismo, y el posterior perfeccionamiento del cristianismo, la moral y sus parámetros puestos en un mundo inalcanzable, les declararon la guerra a los instintos, a las pasiones, a los placeres, a la voluptuosidad y a la sexualidad, en resumen, a lo que tiene de espléndido y bello la vida misma. Era un negar los bienes de la existencia por otro Bien de condición inalcanzable, o que sólo se podría conocer en una segunda vida, en un “después de la muerte”. Esta vida celestial, sólo se alcanzaba bajo el ejercicio de un nihilismo: el de nulificar la vida de este mundo en esperanza de uno mejor, del cual empíricamente ni siquiera se está seguro. Este nihilismo platónico-cristiano, es para Nietzsche es el origen de una férrea moral que privilegia la ascesis mental y corporal. Una moral que se extiende hasta nuestros días. Una que, en muchos de los casos, a pesar de ya no estar sustentada en imperativos teológicos, no olvida su lógica dualista, sobre todo en lo referente a los deseos más íntimos. Dividiendo la existencia del individuo en lo que quisiera hacer y en lo que debe hacer según lo que una regla externa a él mismo le indica.
2. Cuando hablo de moral, quiero referirme más bien a la reflexión personal que cada individuo hace sobre sus propias acciones. Al examen de consciencia de nuestra conducta. A esa relación de verdugo que tiene cada uno consigo mismo. Ese verdugo que algunas veces corta impulsos y deseos muy arraigados en aras de poder relacionarse mejor con el prójimo -con esa comunidad que lo determina a construir su jerarquía de valores-, muestra a los demás sus mejores máscaras que le ayudan a funcionar en sociedad, borrando cualquier rastro de ese recóndito juego que preferiría jugar antes del que juega públicamente. En el Zaratustra, Nietzsche hace múltiples referencias al niño y a la vida lúdica y ligera a la cual consagra sus días, como ejemplo del espíritu que debería de recobrar el hombre adulto quien carga pesado, como camello, valores que se conflictúan con su verdadero querer. El niño es ese espíritu que “quiere ahora su propia voluntad; el que ha perdido el mundo y quiere ganar su propio mundo”. Ese niño que podría ser cualquier hombre o mujer en edad madura, habitando el mundo de sus verdaderos deseos, el terruño de su propio querer, antes que del deber impuesto por un código moral que le es ajeno. Pero este hombre de afanes artificiales, enrolado más bien en un baile de máscaras, escondiendo sus verdaderos anhelos. Sigue, aunque de modo más contemporáneo y secularizado, e antiguo patrón del nihilismo platónico-cristiano, de la existencia fragmentada en dos: del sueño de ese mundo inalcanzable del deseo, de los verdaderos afanes que todo el tiempo reprime, y oculta a sí mismo; y del mundo que él considera funcional, el de las apariencias: el hipócrita hogar de lo que coloquialmente conocemos como la doble moral.
3. Podemos juzgar la doble moral desde una versión moralina, lo cual significaría convertirnos en lo que juzgamos, en el impositor de la moral ajena, en quien, haciendo del otro una parte de nuestros propios prejuicios y creencias, dejamos de considerarlo como lo que en realidad es: un ser aparte, un espíritu autónomo, que puede elegir ser, de la mejor o la peor manera, pero siempre por sí mismo. Cuando juzgamos al otro desde la radicalidad de nuestros propios parámetros morales, sin tolerar eso en lo que nosotros no creemos, pero él es, creemos equívocamente que ese otro es también al que debemos reprimir y no más bien con quien debemos con-vivir. Lo convertimos en un objeto a quien quisiéramos pegarle nuestras propias etiquetas para leerlo mejor. A quien deseamos construirle un mundo moral como el nuestro, volverlo un objeto más de nuestra propia moral, escindirlo entre su moral y la que hemos querido para él, exigirle que fragmente su vida en una doble moral.
4. La doble moral se puede manifestar en muchos contextos, pero considero que es en el paraíso o infierno de la intimidad, en el ejercicio libre de nuestra sexualidad, donde la escisión entre nuestros deseos más verdaderos y la represión moral que llevan a la frustración y a otras desavenencias, quedan más expuestos. Podríamos así pensar en el caso de la infidelidad y de la promiscuidad del modo como la mayoría lo hace, y etiquetarlas como un defecto de la doble moral, pero eso, como he escrito antes, sería volver al vicio de quien legitima, sin autoridad sobre el otro, los principios de su propia moral. O podríamos, por otro lado, rastrear las huellas de la frustración de toda una cultura que nunca aprendió a relacionarse de forma más honesta con el prójimo, al menos en lo relacionado al tema del amor y el erotismo.
En sus Contribuciones a la Psicología del Amor, Freud nos habla de esa escisión entre el deseo y lo que en realidad se hace, entre lo que se quiere y lo que finalmente se puede experimentar en el plano de una relación de pareja. El padre del psicoanálisis, escribe de esos hombres que en disocian amor de sexo, que no son capaces de mantener una vida sexual intensa con la mujer que aman, pero sí lo consiguen con otras mujeres, a quienes, para lograr una intimidad placentera, no podrán amar jamás: “la vida amorosa de estos seres, permanece escindida en las dos orientaciones que el arte ha personificado como amor celestial y terreno (o animal). Cuando aman, no desean, y cuando desean, no aman”. Freud -en su conceptualización que hoy en día no dejaría de leerse un tanto sexista, pero no por ello es menos ilustrativa-, llamó a este dualismo de buscar en una mujer ternura y amor, y en otra u otras mujeres, satisfacción sexual, el complejo de la “Madonna -o virgen- prostituta”.
Si actualizamos a Freud, no dejaremos de encontrar en ese drama a muchos hombres que, víctimas de sí mismos, en la duplicación que hacen de su propia existencia, como esposos que han de buscar de pareja estable a la mujer virgen, a la mujer que se asemeje a esa “madre santa” de la cual siempre alardean; pero también, necesitarán satisfacer su líbido con otra mujer que encuentren adecuada para dicho fin. Partirán entonces en dos su vida, y también la vida de quien aman, duplicará su día a día entre la esposa a quien presenta en sociedad, y la mujer que esconde entre sus sábanas, ésta con quien sí puede llevar una sexualidad satisfactoria. Pero esta doble moral no sólo tendría una consecuencia particular, sino que también transgrediría la vida de otras personas, sometiéndolas a los parámetros morales de quien comete engaño, a la mujer que cree que tiene una pareja monógama y la de la mujer que se vuelve, como diría Freud, el objeto degradado, que no se considera en su humanidad, sino que es tan sólo un mero objeto de goce.
Este juego de disociar el placer corporal del amor, no deja ese patrón de nihilismo del cual Nietzsche hablaba, en el cual se niegan los impulsos y las pasiones por el ascetismo. En el caso de la infidelidad, para el individuo es imposible poner amor y sexo en una sola persona, por lo que se volverá necesario abrir dos mundos, uno en el cual el individuo avergonzado de las voliciones que su cuerpo demanda, se verá en la necesidad de degradar a alguien como mero objeto de satisfacción; y por otro lado, para pertenecer a ese mundo público en donde se premian las acciones de bondad y compromiso, tendrá que buscar a alguien de moral intachable en quien pueda depositar su amor.
5. Cuando te ves en un espejo, ¿qué es lo primero que miras?, sólo ves tu apariencia, las arrugas, la delgadez o gordura de tu cuerpo, pero la pregunta debe ser más radical, ¿cómo encontrar la forma de percibir otros detalles, como tus deseos y miedos más íntimos? Esto se podría responder de muchas maneras, pero sólo hay una respuesta correcta: el ojo sólo ve la silueta, lo que físicamente proyecta el espejo, nunca podremos ver más, es imposible ver nuestros pensamientos, o lo que en realidad queremos. Sin embargo, sí hay forma de sentir nuestros deseos más profundos, de poner atención a nuestros impulsos, de escuchar el único y último medio con el cual nos movemos en el mundo: nuestro propio cuerpo. Podemos sentir, y entonces, a partir de nuestros afectos, construir nuestra propia moral, una más natural, que ponga más atención a los instintos y las voliciones, antes que a las recetas morales y al misario del domingo.
Porque, así como no hay forma posible de ver en un espejo esos deseos invisibles a nuestros ojos, mucho menos sabremos qué queremos usando el espejo del otro. Porque como escribiría Nietzsche en Humano demasiado humano, “quienes se ocultan algo suyo y quienes se lo ocultan todo, se parecen en que perpetran un robo en la cámara del tesoro del conocimiento; de donde se habrá de deducir contra qué delito previene la máxima: «conócete a ti mismo»”.