Por Zeus Munive / @eljovenzeus
Como flores de banqueta, las frases motivacionales aparecen en los lugares más insospechados. Primero fue al calce de los días en las agendas godínez; luego, en los piolines de los grupos familiares de WhatsApp; después, en las selfis de las y los encuerados sabios de Instagram. Ahora —y de forma no irónica— están tanto en los muros de las amistades de toda la vida como en las historias de los conocidos de hace rato; incluso de aquellas personas con quienes ya nos hemos burlado de estas cosas antes.
Todos necesitamos una ayudadita de vez en cuando para que nos caigan los veintes; la vida no es precisamente fácil y los últimos dos años no han sido un jardín de rosas. Sin embargo, la cantidad de “recetas para la felicidad” con las que ahora entramos en contacto comienza a ser exagerada —especialmente para quienes nos esforzamos en alejarnos de ellas—.
Afirmaciones diarias para manifestar la realidad que queremos; consejos románticos de coaches que salieron embarrados en el #metoo; ejercicios de wellness para encontrar el punto medio en la búsqueda del equilibrio; recordatorios de lo importante que es beber agua, respirar con el estómago y darle like a la publicación… ¿De dónde viene toda esta sabiduría lista para ser consumida? ¿Y por qué ahora parece estar teniendo más popularidad que antes?
Buscando respuestas, acudimos al consultorio del psicoterapeuta y nutriólogo Juan Aguilar. Le pedimos que echara luz sobre este fenómeno, en el que, como náufragos, cada quien se aferra —¿o se autoayuda?— al primer tablón que pasa flotando, con la esperanza de que, si realmente se aferra con todas sus fuerzas y no lo suelta, salvará el pellejo.
La felicidad no es inhalar ni exhalar
Para Juan Aguilar, la insatisfacción es inherente al ser humano. “Somos el único miembro del reino Animalia que tiene conciencia de sí mismo, que cuestiona su existencia y que sabe dos verdades importantísimas: que nacemos y que vamos a morir”. La conciencia de nuestra finitud, si bien nos diferencia del resto de los animales, también tiñe la percepción que tenemos sobre nuestra propia existencia. “Nos hace estar en una búsqueda constante para dar significado a nuestra vida”, continúa el especialista. “Y en ese buscar es donde aparece la necesidad —profundamente humana— de sentir que se está bien, que se va bien; de sentir que el camino que tomamos es el correcto, que estamos sanos; y en esta búsqueda constante nos vamos sintiendo insatisfechos, viviendo una alternancia entre estados de satisfacción e insatisfacción”.
Si bien la alternancia entre ambos estados es tan natural como inhalar y exhalar, las personas no siempre lo percibimos de esta manera. Asociamos la felicidad con la satisfacción —y esta, a su vez, con el placer eterno— y la infelicidad con la insatisfacción —la cual emparejamos con el dolor y lo pasajero—. De ahí que intentemos lidiar con estos dos estados de la misma forma en que lidiamos con los estímulos sensibles: buscamos furiosamente el placer (la satisfacción, por el mayor tiempo posible) y evitamos desesperadamente el dolor (es decir, la insatisfacción, a como dé lugar).
Visto así, parece que esta nueva tiranía comienza por la definición de felicidad que hemos construido tanto en lo personal como en lo colectivo. Sin embargo, ¿existe alguna otra forma de definir este estado —tan deseado como esquivo—, más allá de la búsqueda incansable del placer eterno? De acuerdo con Juan Aguilar, sí. “La felicidad”, afirma, “es esta conciencia de satisfacción entre lo que tengo, lo que soy y lo que hago. O sea, sentirse satisfecho sabiendo que el estado de satisfacción no será permanente, que estamos condenados también a la insatisfacción, que en nuestra condición humana hay ratos donde se está satisfecho y ratos donde se está insatisfecho”. O, dicho en otras palabras, la felicidad no es inhalar, ni es exhalar, sino es respirar.
El nuevo malestar en la cultura
Esta obsesión con la idea que tenemos de felicidad —es decir, entendiéndola como un estado de satisfacción pura, tan eterno como imperturbable— es en realidad un fenómeno bastante nuevo. “Antes del año 1800, la búsqueda de la felicidad no existía; o al menos, no como la conocemos ahora”, afirma el especialista. “No había libros de autoayuda, tampoco cursos de desarrollo humano y ni siquiera existía la psicología como una ciencia. Existía la psiquiatría, pero aún era incipiente y de naturaleza coercitiva”. Y, de hecho, aunque ahora nos parece que la felicidad es un tema del dominio de lo psíquico —vamos a psicoterapia porque somos infelices, por ejemplo—, en épocas anteriores era considerada un atributo moral, espiritual o incluso relativo al grado de salud, la alimentación o la constitución física.
Es entonces que, paradójicamente, podemos afirmar que la tiranía de la felicidad poco tiene que ver con la felicidad en sí misma. En realidad, tiene más a ver con el contexto antropológico en el que vivimos, mismo que responde al zangoloteado devenir histórico del último siglo. Aguilar nos lo explica así: “según el sociólogo y filósofo Zygmunt Bauman, hay tres momentos importantes en la modernidad. El primero es la posguerra, porque justamente salimos de una época de depresión económica —y también emocional—, donde se priorizaba tanto trabajo como mantener el statu quo social”. La moral católica, las buenas costumbres, el etnonacionalismo a ultranza, una fe ciega en la tecnología y la mano invisible del mercado como toda respuesta a nuestros problemas —es decir, todo eso que tus tíos panistas extrañan y continúan defendiendo—, eran los valores predominantes.
“Si tú querías ser feliz”, prosigue, “necesitabas forzosamente ser heterosexual. Y si eras hombre, además debías tener una esposa, hijos, casa y hasta un perro. Si eras mujer, tenías entonces que sufrir lo suficiente para poder tener un lugar en la sociedad, además de estar casada. Eso era su definición de felicidad”.
Sin embargo, las cosas no se quedaron así por mucho tiempo. “¿Y qué pasó? Pues que estas personas —a las que Bauman denomina como ‘sociedad narcisista’— vivieron su vida sin cuestionarse demasiado, creyendo que poseían la única fórmula para ser felices. Estamos hablando de las décadas entre 1930 y 1950. Su descendencia, nacida entre las décadas de 1950 y 1980, y a la que Bauman llama ‘sociedad ambivalente’, fue una generación a quienes se les inculcó que la felicidad se alcanzaba solo de una cierta manera —ser heterosexual, tener familia, una casa, etcétera—. Sin embargo, la revolución sexual y una serie de cambios al interior de las sociedades occidentales que ocurrieron en esos años, trajeron consigo ideas nuevas, como ‘la búsqueda de sí mismo’; es decir, abrió la posibilidad de buscar formas de ser uno o una misma en una sociedad donde aún impera la otra ‘receta para la felicidad’. De ahí el adjetivo de ambivalente”.
Por desgracia, lidiar con la ambivalencia es un área de oportunidad que la humanidad tenemos como especie. “El boom de los libros de autoayuda viene de estas generaciones, justo porque es una sociedad que no sabe qué hacer, a la que le cuesta mucho trabajo sentirse segura. Porque, por un lado, les inculcaron que la felicidad se alcanzaba de cierta forma pero, por el otro, descubrieron formas ‘alternativas’ de ser uno mismo. Es entonces que nacen conceptos como la autoestima —un concepto que ahorita ya está en desuso en la psicoterapia—, el sí mismo, la búsqueda del yo; conceptos que comienzan a ‘vender’ una noción de que la felicidad es un fin que se tiene que encontrar a través de un trabajo, y no un camino o una forma de caminar”.
Cualquier parecido con algunas de las tesis de El malestar en la cultura de Sigmund Freud, no es casualidad. Más allá de las fuentes de las que ha bebido el pensamiento de Bauman, ambos pensadores se encuentran de frente ante un mismo fenómeno: el desgarre entre lo que la sociedad espera de las personas —representando en estas fórmulas de ser feliz, exitoso, joven y bello como un camello— y su voluntad propia —expresada en esta búsqueda del sí mismo, de la vocación, del yo real—, todo ocurriendo en un contexto que cambia rápidamente; ya sea por la industrialización en tiempos de Freud, o los fenómenos de mundialización para Bauman.
“En este contexto”, apunta Aguilar, “surge lo que Bauman llama posmodernidad líquida, una sociedad que no tiene mucha estructura, que no tiene forma, que es muy fluida, donde todo se vale, donde todo se puede, donde tú puedes ser hombre, mujer, no binario; donde tú puedes ser gay, heterosexual, pansexual; donde tú puedes ser todo, y en esa incertidumbre del poder ser todo, la búsqueda es justamente qué quiero ser yo. Entonces, cada generación define distinto qué es la felicidad y cómo se llega a ella”. Vaya paradoja: demasiadas opciones puede ser tan contraproducente como su falta. Especialmente cuando la sucesión frenética de cambios a nuestro alrededor nos hace sentir que, más que el arquitecto de nuestro propio destino, somos apenas el diseñador de interiores.
La tiranía comienza donde no hay parámetros
Entonces, ¿debemos organizar una quema pública de libros de autoayuda? De acuerdo con nuestro especialista, no necesariamente. O al menos no por el momento. “Un libro de autoayuda, una terapia, un grupo de apoyo, todo puede ayudar. Pero cuando se cree que solo hay una forma, y que esa forma es la panacea, entonces sí hay un problema, porque ahí es cuando daña: cuando solo a través de esta forma tú vas a salir; cuando solo a través de esta religión vas a lograrlo, etcétera. Cuando se hace solo desde ahí, es cuando comienza a dañar, porque te están vendiendo algo que ni siquiera tiene un parámetro”.
Los parámetros son importantes. Nos ayudan a fijar límites —aunque solo sean mentales— en una realidad donde, a pesar de existir, muchas veces no son evidentes. Pensemos en una receta de cocina: las cantidades nos marcan los límites de cuánta harina, azúcar o tiempo en el horno debe emplearse para obtener un pastel esponjoso; utilizar más o menos cantidades de estos ingredientes alterará el resultado de una forma observable e, incluso, medible. Sin embargo, cuando hablamos de conceptos más abstractos que un pastel —y por ende, menos susceptibles a ser medidos “objetivamente”—, como la autoestima, la felicidad o, incluso, la misma salud mental, los parámetros no siempre son tan claros.
“Con frecuencia recibo pacientes que dicen, frontalmente, ‘yo tengo un problema de autoestima; no me siento suficiente en el trabajo, no me siento suficiente con mi pareja, no me siento suficiente en la escuela, no me siento suficiente…’. La primera pregunta que hago es qué los hace sentirse insuficientes. ¿Cuál es el parámetro de la autoestima, de esa ‘insuficiencia’ que sienten?… No hay parámetros, y ese es el problema. Ahí es donde comienza lo tóxico, porque como no hay un parámetro único, una persona puede justificarse con ‘que tiene baja autoestima’, cuando en realidad ella misma hace muchas cosas para limitarse y quitar su responsabilidad de cosas que para ella son importantes”.
Suena lógico, ¿no? Aguilar continúa: “¿cómo vas a tener una ‘buena autoestima’ si estudiaste una carrera que no querías; si terminaste en una relación de pareja donde frecuentemente te estás limitando; si te estás sintiendo insuficiente; entonces la autoestima va a estar muy baja, porque hay muy pocas cosas que te harán sentir bien, satisfecho. Entonces, el problema no está tanto en la autoestima, sino la falta de satisfacción en su vida. Cuando la persona inicie esa búsqueda para encontrar qué le satisface o qué le impide encontrar satisfacción, la persona se va a sentir mejor y va a sentir que tiene una ‘mejor autoestima’… pero, insisto, como no hay un parámetro, es algo muy subjetivo”.
Entonces, resumiendo: todas estas fórmulas para alcanzar la felicidad pueden ser de ayuda. Las terapias, los grupos como Neuróticos Anónimos, los rezos, las flores de Bach y los libros de autoayuda pueden echarnos la mano para “saltar el muro” en alguna ocasión que la vida se ponga ruda. Sin embargo, eso no significa que sean LA —así, en mayúsculas— solución, o que contengan algún tipo de secreto sin el cual sea imposible ser feliz. Vamos, que en muchos casos ni siquiera es posible comprobar los efectos que claman poseer en la realidad.
“El problema, o donde me parece que ya es algo grave”, retoma Aguilar, serio, “es que un libro, un curso o incluso una psicoterapia, te venda una forma para mejorar que no tiene parámetros en sí. Se niega mucho del ser. Déjame poner un ejemplo: apenas leí el libro de un nutriólogo poblano, quien afirmaba que ‘no se vale enojarse’. Él explicaba de manera biológica —y de forma bastante acertada—, la función de la cortisona y el cortisol durante el enojo y cómo eso afecta tu metabolismo: el que se enoja, engorda. Entonces, había que evitar el enojo mediante diversas técnicas, lo cual, aunque me parece que tiene un fundamento, se interpreta como ‘enojarse está mal’”.
¿Qué pasa cuando arbitrariamente separamos nuestras emociones en “buenas” y “malas”, en “satisfactorias” e “insatisfactorias”? Es entonces que comenzamos a procurar unas obsesivamente y evitar otras frenéticamente. Alcanzar la felicidad, entonces, se convierte en un eterno evitar neuróticamente dichas emociones “malas”, como el enojo. “Y enojarse no está mal”, afirma contundente Aguilar, “enojarse es humano, enojarse es válido. Una persona que no se enoja tiene problemas con los límites; una persona que se enoja de más, cuando lo hace frecuentemente, puede ser disfuncional, sí, pero eso no quita que el enojo tenga una función. Cuando estoy bajo la tiranía del bienestar o de la felicidad, el enojo es algo que no toca o que no se vale. Porque tienes que estar alegre o tienes que estar feliz, y enojarse, aparte de ser algo humano, es funcional. Hay personas que necesitan enojarse, que necesitan contactar verdaderamente con su enojo”.
En pocas palabras, este tipo de materiales siempre utiliza “chivos expiatorios”, los grandes culpables de que nuestras vidas sean un constante sufrir: las emociones desagradables, como el enojo o la tristeza; las personas “tóxicas” (como si su “toxicidad” fuera un principio ontológico o la naturaleza de algunos seres); las frases o los pensamientos negativos —todo lo que no sea “yo puedo”—; o hasta la ingesta de carbohidratos o la mismísima carne animal. Este tipo de retórica da la impresión de que, con cambiar un aspecto clave, la vida se volverá, finalmente, de color de rosa. ¿Pero qué pasa cuando uno intenta cambiar dicho aspecto clave… y todo sigue igual?
La buena vibra trae mala onda
“Déjame regresarme un poco. Los seres humanos tenemos conciencia de que nacemos y de que vamos a morir. Solo tenemos esas dos certidumbres. No sabemos y tenemos una necesidad de saber, de tener algo de certidumbre, y en esta búsqueda es cuando todas las religiones, los cursos, los libros, entran a darte algo o a venderte algo. Y eso está bien, también es humano, es válido y es necesario”. O dicho en otras palabras, el vacío es inevitable y cada quien lo llena con lo que puede. No importa tanto con qué lo llene uno, como la acción de llenarlo. A final de cuentas, tarde o temprano, si seguimos la larga cadena de porqués, vamos a terminar en un acto de fe.
“El problema se da cuando solo a través de ese libro específico, de esta terapia, de este curso o de esta religión, creo que puedo sostener mi vida y mi existencia. Esto se complica más cuando, aparte, hay un grupo que lucra con la incertidumbre, vendiendo estas soluciones únicas que terminan dejando una sensación de insatisfacción al final, porque todos nos terminamos dando cuenta de que eso que nos vendieron no lo es todo”.
El lucro es, definitivamente, una de las banderas rojas a las que se debe estar atento, pues no debemos confundir a “la voz que clama en el desierto” con el merolico del infomercial religioso. El lucro, prácticamente por regla general, indica la presencia de algún tipo de abuso. Bien vale recordar que no se cae en estos engaños —en esta tiranía— por estupidez, sino por vulnerabilidad. De ahí que el problema no esté en la presa que cae en la trampa —sobre quien, generalmente, recaen las burlas y los reclamos—, sino en la existencia misma de la trampa. Y de quien la puso, por supuesto.
Al respecto de estos “tramperos”, Juan Aguilar se pregunta cómo nace un tirano y por qué caemos en sus trampas: “no puede haber un tirano si no hay un entorno o un contexto de carencia. Todos los grandes tiranos nacen después de una depresión, después de un estado de falta, de una crisis. Su carisma proviene de la insatisfacción generalizada”. Basta mirar a nuestro alrededor para constatar que la modernidad líquida es un enorme caldo de cultivo para el desarrollo de este tipo de personas.
Nos cuesta, como especie, lidiar con la incertidumbre, y este tipo de personas sabe explotar esta debilidad a su beneficio. “Las tiranas y los tiranos prometen cosas que son muy fantasiosas, que son muy difíciles de cumplir, como si fueran salvadores que han venido a rescatarnos. Y ya cuando estás ahí, ¡qué difícil es salirte! En la tiranía hay una negación del ser humano en función de algo más, de algo superior”.
Este “algo superior” no necesariamente es una persona —como suele suceder en los cultos liderados por un líder carismático—, puede ser apenas una idea a primera vista inocente. Sin embargo, conforme más se indaga, las —aparentemente fáciles— fórmulas para alcanzar la felicidad se vuelven rápidamente tiránicas. Ellas prometen que, si uno lo manifiesta con la suficiente constancia y fuerza, aquello que deseamos, ocurrirá. Pero cuando seguimos el método al pie de la letra y aun así no funciona, todo lo malo continúa siendo nuestra culpa. El método es infalible —la propia tapa del libro lo dice—, siempre es la persona quien supuestamente no sigue de forma correcta la receta.
Y he ahí la cuestión. “La fórmula no permite otras formas. Por definición, si yo tengo una fórmula matemática, no se permiten otras formas de llegar al resultado porque esta es la fórmula. Cuando solo se ofrece una fórmula, y aparte se niegan o se devalúan otras formas, es cuando podemos decir que es una tiranía”. Por lo general, se trata de discursos violentos y dogmáticos, donde la supuesta “verdad” es autorreferencial. “Bajo esta tiranía se comienza a responsabilizar al individuo por cosas que no son suyas y que contextualmente no hay manera de que se las pudiera haber provocado. Pensemos, por ejemplo, en personas que atraviesan una experiencia oncológica; una experiencia que implica mucha incertidumbre y que, ya de por sí, es difícil. Ahora súmale los discursos del tipo ‘tú te lo provocaste, el cáncer tú te lo dejaste, tú te lo generaste porque no expresaste tus emociones, porque no le expresaste tu enojo a tu mamá’”.
Este tipo de discursos suelen estar sustentados en verdades a medias o en conceptos científicos y filosóficos mal entendidos o, incluso, distorsionados. Por ejemplo, todo este llanto histérico alrededor de que el cáncer es originado por la represión de las emociones proviene de una lectura superflua —cuando no malintencionada— de la “psicología corporal” de Wilhelm Reich; corriente que es discutida —y, sobre todo, desafiada— desde hace décadas al interior de la academia.
“Hoy sabemos que, en el caso del cáncer, su origen es multifactorial”, afirma el especialista. “Es decir que hay muchos factores que pueden estar implicados, como pueden ser ambientales, genéticos, de hábitos e incluso emocionales. Pero, fíjate, hay una diferencia entre verlo como un fenómeno multifactorial a entenderlo como ‘le dio cáncer porque no le contesto a su mamá lo que quería contestarle’. Bajo ese tren de pensamiento, imagínate el sometimiento que puede vivir una persona, o la vergüenza que puede vivir alguien por algo completamente aleatorio. En la tiranía de la felicidad se cimenta un ojo interno con el que te culpas por no estar donde quieres”. La tiranía de la felicidad, entonces, implica una distorsión de la realidad. Si una llave no funciona para abrir el seguro de una puerta, la conclusión lógica es que esta llave no funciona —al menos no en el caso de esta puerta en específico—, pero bajo la tiranía de la felicidad, la culpa es totalmente de quien está intentando abrir esa puerta.
Archipiélagos en la incertidumbre
Lidiar con la incertidumbre es difícil. Pensamos que la mejor forma de acabar con ella es dedicar todas nuestras energías a alcanzar una certidumbre, cuando pareciera que lo más adecuado es, simplemente, aprender a flotar en ella. “La tiranía de la felicidad, al vender solo una fórmula”, esa certidumbre a la que entregamos toda nuestra vida, “nos esclaviza. Lo contrario a esta situación sería la aceptación del ser. Cuando viene una persona a psicoterapia, encuentra la aceptación a través de los ojos del terapeuta, lo que después le permitirá tener una aceptación propia. A final de cuentas, yo no puedo ser aceptado si no tengo otros ojos que me acepten”.
Tendemos a burlarnos de quienes buscan la “aceptación del grupo” o de quienes caen ante la presión de sus pares. Sin embargo, la aceptación de quiénes somos, las situaciones que atravesamos y cómo todo eso nos hace sentir, no solo es una necesidad humana, también nos ayuda a ser más libres. La vergüenza y la culpa —el miedo y el dolor que nos provoca el rechazo— nos hacen sentir inadecuados. Por ejemplo, en el caso de la persona que “se provocó un cáncer”, la vergüenza y la culpa harán que una experiencia, ya de por si difícil, lo sea todavía más por todo el sufrimiento asociado a la idea de “habérselo provocado”. Es como si la mirada externa de alguien más se volviera la forma en como la persona se mira.
“La vergüenza es grave, pero es peor la culpa, porque ya ese ojo externo —es decir, lo que alguien me dijo o me hizo creer— se queda aquí, en mi ojo interno. La culpa es la inadecuación conmigo mismo, la vergüenza es la inadecuación con el otro”. Esa forma de mirarse a uno mismo es ese “algo superior” que subyuga a la persona. Es una forma control que a lo largo de la historia ya hemos visto. Por ejemplo, las instituciones religiosas han criminalizado en diferentes momentos acciones que son absolutamente humanas y normales, como la masturbación, la menstruación o los sueños húmedos.
“Una pregunta que podríamos hacernos es por qué hacemos esto los seres humanos. O sea, la vida es incierta y las personas buscamos sostenernos a través de estos archipiélagos de certezas en medio de este mar de incertidumbre. Sin embargo, solo tenemos la certeza de que nacemos y de que vamos a morir. Por eso nos obligamos a creer cosas, a seguir cosas, a seguir a personas que dicen tener la razón, a tener ciertas creencias”. La tiranía de la felicidad reduce nuestra libertad, entendida como capacidad de elección. Y la libertad es angustiante, porque es una decisión que solo florece en la ausencia de toda certidumbre. Pues incluso la elección de creer a pie juntillas en una de estas “fórmulas para la felicidad” sucede en el vacío. Nadie está exento del peligro de caer en una de estas tiranías y tampoco existe una receta única para librarse de ellas. Lo único que tenemos —además de la certidumbre de nuestra finitud— es a nosotros mismos y mismas, a nuestra vulnerabilidad, a la conciencia de que esto también va a pasar.