Por Julieta Lomelí / @julietabalver
Estamos en la época de los supersabios, obviamente –diría la erudición coloquial– convocada por el uso de las redes sociales y el mundillo virtual que es un banco infinito de información en constante despliegue.
¿Cómo podríamos pensar imposible que en un siglo sobrexpuesto a la información no levantemos una piedra y encontremos bajo ella un sabelotodo que es capaz de explicarnos el origen irrefutable de un virus pandémico, como el que ahora nos paraliza, y su cura irrefutable?
Moramos una época de “nuevos ilustrados”, que basta con que pasen unas cuantas horas frente a la computadora para saberse un icono de opinión, un periodista de investigación, o un todólogo que nada escapa a su criterio ni a la oportunidad que tiene de abrir la boca para expresar lo que piensa, aunque eso que “piense” o crea esté sostenido por alfileres de verdad, o mejor dicho, por ningún tipo de objetividad, veracidad o investigación seria que fundamenten lo expresado.
Se entiende, entonces, el crecimiento exponencial de las fake news, pero que no son consecuencia directa del uso del internet ni del exceso de información que ahí encontramos. Sino que más bien derivan de esa necesidad casi natural que tiene el ser humano de explicárselo todo de manera más o menos fácil, de encontrar una causa a los fenómenos que nos atraviesan aunque sea a partir de mitos, a partir de interpretaciones mágicas y esotéricas, o a partir de no-verdades pseudocientíficas que hoy en día pueden ser alimentadas y difundidas por el uso del internet. Lo cual no significa que las fake news no hayan existido desde siempre, e incluso, no hayan sido en la Antigüedad difundidas por personajes que sí tenían la categoría seria y formal ante la sociedad de ser hombres de ciencia o sabios.
“Hombres de conocimiento” y su amor por las fake news
Ramón Nogueras arranca su libro, «Por qué creemos en mierdas» diciéndonos lo siguiente: “Hay gente que cree que antes se comía mejor, que los huesos duelen cuando hace mal tiempo y que existen médiums y adivinos. Gente que vio el video de la niña llamando al perro Ricky. Personas que no vacunan a sus hijos porque creen que les pueden causar autismo. Personas sensibles a las ondas wifi […] Hombres que dicen ver más colores que las mujeres. Gente que piensa que en esta vida todo le sucede por una razón y que la posición de estrellas y galaxias que están a millones de años luz incide en su día a día y su destino”, etcétera. Nogueras reconoce varios puntos que pueden explicar este tipo de actitudes en hombres y mujeres comunes que creen que han visto o sentido cosas que en realidad no existen, por ejemplo, lo que él llama pareidolia. “El ejemplo más típico es algo que todos hemos vivido: estar mirando al cielo, ver una nube y percibir una forma en esa nube. Un barco, un perro, lo que sea”.
Así escala nuestra consciencia desde lo más básico hasta ejemplos más complejos en los cuales –como esos somos seres míticos que tendemos hacia la completud de patrones, de esquemas– pretendemos encontrar la causa de todo desde la experiencia más inmediata, y de la que, por supuesto, a veces no podremos obtener la interpretación o conocimiento más adecuado. Sobre este “correcto” guiar de la consciencia o la percepción para no quedarnos en la interpretación más rápida mediada por los sentidos y las apariencias inmediatas y nada más, se han dedicado siglos de filosofía y de ciencia.
Sin embargo, habiendo pasado ese primer momento que consigna la pareidolia, y deslindándonos de la obviedad de que ella fuera uno de los grandes sesgos cognitivos que hombres y mujeres tenían hace algunos siglos para predecir ciertas cosas o informar sobre los eventos de la naturaleza, y que por ello dichos datos quedarán en manos de adivinos y sabios guiados por la intuición antes que por el contraste empírico de sus teorías. En la actualidad, a pesar del acceso a información más objetiva y del progreso y desarrollo cada vez más críticos de métodos científicos o experimentales, no deja de haber ciertos hombres o mujeres que habiendo sido señalados como “autoridades” sociales, como individuos eruditos, esto significa, como figuras que representan al Estado, a las ciencias o a las humanidades, recurran a las fake news como estrategia para moldear consciencias. Me explico.
Las fake news pueden ser divulgadas por personajes que no tienen impacto social ni crearán una gran tempestad si las comparten. Mientras sí existen otras figuras que, al ser jefes de Estado o representantes visibles de algún área del conocimiento, o líderes de opinión, al lanzar una fake news, lo más posible es que generen una convulsión no solo en redes, sino también socialmente. De ahí que no todo en el mundo de las noticias falsas parece tomar un tono negativo, sino que para muchas figuras de poder suelen ser aprovechadas para legitimar políticas y adherir afinidades o generar odios hacia los adversarios.
Lejos estamos de controlar el impacto de las fake news, más en el momento en que estas se han ido conformando paulatinamente como un punto de inflexión sin regreso hacia objetivos de control. Las noticias falsas encuentran su apogeo en democracias donde la polarización y el populismo se usan para legitimar un sistema-Estado. A partir de las fake news se desenmascaran buenos de malos de la forma más mediática, se construyen valores y antivalores, usando todos los recursos posibles al alcance para edificar una narrativa que, aun siendo falsa, sirva a los fines del poder.
Pero no queda más que convivir con ellas, y dejar de pensarlas tan solo como un fenómeno aislado en el que no intervienen poderes fácticos que no podemos controlar desde lo individual. Quizá solo queda ejercitar el criterio propio para poder despegarse –en lo posible– de la insurgencia por las mentiras que se estiran, al punto de romperse, para hacerlas pasar por verdad. O como escribe Simona Levi en #FakeYou: Fake news y desinformación:
“¿Quién se encuentra detrás de las fake news? ¿Cómo se distribuyen y crean las noticias falsas? Para responder a estas preguntas la estrategia más eficiente es seguir el rastro del dinero, es decir, centrarse en averiguar quién crea y paga las fake news y quién cobra por crearlas y viralizarlas. Entre los primeros, a los que se puede denominar ‘productores de desinformación’ porque, tal y como se verá, se trata de una auténtica industria, se encuentran gobiernos, instituciones y partidos políticos –en unas ocasiones, como productores de desinformación; en otras, como inversores para que otro actor la cree y viralice–, accionistas y directivos de los medios de comunicación de masas, grandes corporaciones y personalidades, grandes fortunas o celebrities. Entre los segundos, los que cobran para crear fake news hechas a medida o para viralizarlas, se encuentran empresas de comunicación política, empresas especializadas en bots y gobernanza algorítmica, medios de comunicación y plataformas de contenidos en línea. A todos ellos los llamaremos también ‘informadores influyentes’, debido al alcance que tienen entre la población. Si se desea realmente atacar el fenómeno de las fake news, estos actores –los creadores de desinformación y quienes cobran y pagan por difundirla– deberían ser el objetivo principal.”
Julieta Lomelí Balver (1988)
•Escribe en Laberinto (Milenio), en Filosofía&Co (Herder, España) y en Revista 360 (Puebla, México).
•Mujer de trasmundo. No es apta para “esta orilla”, pero sí para construir en granito, una isla interior donde habitan monstruos marinos, amenazas metafísicas y todo un océano de excedente de sentido. Escribe ensayo y arrenda un piso en el costoso edificio de la filosofía.