La mayoría de las personas creen que cuando me encuentro de viaje soy la más feliz del mundo y el 99.9% del tiempo lo soy, a excepción de esa extraña sensación que tengo cuando me llega ese aire como el que le llegaba a Juliette Binoche en la película de Chocolat. No importa dónde me encuentre, siempre lucho contra mí misma y contra la tecnología para poder estar presente en el momento y vivir el aquí y ahora, pero debo admitir que ese aire a veces resulta ser más que una brisa, es un tornado de sentimientos.
Hace ya varios años, cuando comencé a tomar más en serio esto de viajar y hacer mi bucket list viajera en Pinterest, me encontré con una imagen muy inspiradora e incitante en donde describía a la perfección, sin previa investigación, a Carmen Aranda. Probablemente era mi emoción de poder sentirme identificada con más personas que «sufrían» exactamente lo mismo que yo: esas personas con el espíritu viajero que no logran calmar su sed de explorar y que sienten esta constante necesidad de estar donde no están (si es que esto tiene sentido).
Después de una breve investigación y una decena de blogs leídos (y suscritos) pude referir mi comportamiento a una palabra que, hasta ahora, describe absolutamente todo lo que tengo hecho nudo en mi garganta. Yo no sabía que había una explicación precisa a lo que ni yo lograba entender, lo cual me hizo muy feliz.
Unas horas antes, ese mismo día, justo cuando casi salgo a tatuarme en el corazón, estaba corriendo en el parque porque tenía que recuperar mi condición física para hacer una carrera a la cual me había inscrito sin pensar que iba a regresar con 3 kilos de más gracias a todas las hamburguesas que había devorado en mi viaje a Nueva York. Iba muy feliz controlando mi respiración y dando gracias porque ya no estaba entrenando en un clima de 3°C con viento ni tenis helados. Me sentía tranquila al saber que estaba de regreso en casa, pero en cuanto llegué al kilómetro 5 me llegó un aire muy familiar y me di cuenta que ya estaba planeando mi siguiente viaje.
No pude impedir enojarme, sentí mi sangre hervir por todo mi cuerpo y fue inevitable recordar cómo literalmente 24 horas antes estaba sentada en el asiento 22F, esperando despegar, reprimiendo mi lágrima de cocodrilo, con ansias de regresar a casa y disfrutar del domingo tomando café y comiendo pan de Hackl. ¿Acaso no era eso lo que quería? Me desesperé tanto conmigo que no terminé de entrenar los 10 kilometros que tenía que correr y al sexto desistí para regresar a prender mi laptop y buscar «Los mejores destinos para viajar en 2017» de National Geographic.
Entre ellos estaba Argentina, Japón, Rusia y Canadá pero, como siempre, no lograba concentrarme porque algo me estaba molestando y decidí entrar a Pinterest (que es donde normalmente me calmo al ver todas esas fotos de viajes exóticos y citas perfectas para títulos de Instagram). Unos minutos más tarde, o menos, probablemente 2 horas después, me llamó la atención cómo una sola palabra logró describir todo lo que sentí esa misma mañana: Fernweh, un anhelo de viajar, sentir nostalgia de un lugar que nunca has visitado.
Al final del día acepté que ese aire tormentoso termina siendo el que me impulsa a seguir mi trayecto. Antes lo apagaba con intentos de trabajar en una oficina de lunes a viernes de 9 a 5 o con mentiras y susurros: «Este es el ultimo viaje que hacemos», le decía. Pero nunca ha sido el último. He hecho las pases con él y gracias a la época en la que vivimos, pudimos hacer un acuerdo y dejar a un lado nuestra relación de amor-odio. Lo llamo, le pido que venga a abrir mis ojos a todo lo que debo aprender, es quien me ha enseñado a ser fuerte aún siendo la más vulnerable, trato de darle su lugar y cuando comienzo a sentir esa inquietud por estar en donde no estoy, le doy las gracias por hacerme valiente y entender que al estar cerca también es valido sentirse lejos.