Por Julieta Lomelí / @julietabalver
El pueblo siembra, mientras el burgués come, ¿y el gobernante?
En Tecnologías del yo, Foucault narra la forma en que los primeros maestros griegos formaban a sus discípulos: los hombres que custodiaban la educación no eran meros repetidores de teorías, ni tampoco hacían de sus discípulos alumnos pasivos que, sentados frente a un sabio, se concentraran en la mera recolección de información o en la emulación de ideas ajenas. Los maestros griegos se convertían en una autoridad que no soslayaba lo práctico en aras de la transmisión teórica de conocimientos. La docencia era así la enseñanza no solo de una forma de reflexión, sino también de una praxis para la vida, que iba desde aprendizajes técnicos hasta una formación psicológica o terapéutica para que el alumno tuviera la capacidad de lograr “una vida feliz y autónoma”, una a la que llegaría a través de las sugerencias de su mentor.
La figura del mentor fue muy importante, porque implicaba también una complicidad de vida con el discípulo en el más amplio término, así que no había ninguna escisión entre volverse eruditos, en el sentido de acumular información y apropiarse de cierto grado de cultura, y volverse buenos en el trabajo u oficio que habrían de desempeñar en la vida. Empero, y eso es verdad, no todos tenían acceso a una educación tan meticulosa o a mandar traer de lejanas tierras al mejor mentor para sus hijos, pero lo que sí vale la pena enfatizar es que en algún sentido el adquirimiento de técnicas no estaba conflictuado con la idea de volverse sabios en un sentido intelectual.
Es en la Edad Media cuando esta idea de paideía como apropiación de contenidos, de información, de historia de las ideas ajenas, pero también de contenidos prácticos, técnicos, así como psicológicos y morales para la vida empezó a perderse. La educación moral quedó en manos de la institución eclesiástica, el cristianismo permeó la educación de las masas dosificando los contenidos y orillándolos hacia la asimilación de imperativos morales, antes que a cultivar la reflexión autónoma de los individuos. Mientras que una población muy mínima accedía a otros contenidos, sabía leer y escribir y se convertía en los sabios de los pueblos.
Eran hombres alejados de las faenas prácticas, de la labor del campo, y que concentraban toda su atención en estudiar. Generalmente también estaban recluidos en conventos, por supuesto que vivían más cómodamente, pero no era bien visto que se volvieran hombres de familia.
Es en ese momento, pienso, cuando comienza a escindirse la idea de la formación integral de los individuos, quienes o se dedicaban a la siembra, a la recolección y al trabajo físico duro, e ignoraban el porqué de los fenómenos a su alrededor; o eran hombres de letras, que ignoraban lo que sucedía en la realidad de los demás, de los pobladores más pobres que en ese momento eran una mayoría, pero también se despojaban de sus propios afectos desconociendo qué pasaría con ellos mismos si, por ejemplo, hubieran sido más doctos en la faena del amor.
El discurso maniqueo entre el campesino pobre que siembra y recolecta las mieles de su cosecha en tierras ajenas, y el burgués que dedica su vida a estudiar, recibiendo los parabienes de rentar sus tierras para que el campesino tenga qué comer, pero sin jamás llegar a bajar sus gafas para hablar con él, es una realidad de siglos, que poco a poco se ha ido volviendo también una retórica que polariza el discurso político en democracias populistas de la última centuria.
Sin ánimos de disuadir, hago el siguiente comentario.
En la Alemania del nacionalsocialismo, el discurso de odio era hacia los privilegiados de la época, en su mayoría judíos, esos grandes banqueros que habían adquirido una buena educación y, por tanto, se volvieron dueños del capital; mientras que los hombres y mujeres originarias de Alemania, la mayoría campesinos, no tenían grandes posibilidades de volverse ricos, ni de llevar la vida cosmopolita de los primeros, a quienes Hitler pensó extinguir. Quizá hubiera sido mejor una estrategia que empoderara a los ciudadanos alemanes por medio de la educación, y no un discurso de odio que intentara hacer del conocimiento (sí, quizá sí derivado de privilegios privados) la causa del mal y la pobreza del país germano.
Cuando un Estado rompe con la idea de paideía, cuando escinde la educación en algo que solo forma a sus ciudadanos o en contenidos prácticos y técnicos, o que solo se concentra en el empoderamiento intelectual, se provoca, desde la trinchera del poder, la división de la población en obreros y bienpensantes. Al tiempo también se fractura la consciencia del individuo, quien, con una educación más integral, que no desprecie ninguno de los ámbitos que constituyen la complejidad de su día a día, quizá también se empodere y se dignifique al empleado futuro haga lo que haga.
Porque si lo pensamos bien, los grandes líderes del mundo han tenido siempre una educación integral, una que no los vuelve en absoluto similares en oportunidades ni en óptica a ese pueblo sumido en la ignorancia. Aunque desde el autoengaño convenga a esos líderes persuadir a su pueblo que entre ellos y él no hay mucha diferencia, haciéndose para sí mismo más fácil el camino, entre menos educación más fácil es complacer y controlar a un pueblo. Porque el poder que da el conocimiento, el empoderamiento del individuo por medio de una educación integral lo vuelve más exigente y, por supuesto, menos sumiso ante quienes lo gobiernan.
Las contradicciones de la polarización
La polarización es un síntoma de una democracia, más que plural, desgastada por la multiplicidad de opciones, como un recurso que unifica las posibilidades en una lógica dualista entre buenos y malos. La polarización es una de las estrategias más primitivas que se ha venido usando a lo largo de los siglos para dividir y vencer, desde la economía moralizadora de las virtudes griegas hasta el control de los pueblos medievales lograda con la propedéutica religiosa entre herejes y fieles, entre pobres y avaros, entre partidarios y opositores. La polarización es una de las mejores armas de control social, siempre y cuando logre dar el tránsito desde esa efervescencia social hacia nuevas formas de poder o hacia la restructuración de viejos modelos políticos. De lo contrario, la polarización solo templa la atmósfera, haciendo hervir el malestar para finalmente disolverse en violencia o en estallamientos civiles.
Ahora bien, la polarización es un síntoma muy visible en las democracias contemporáneas, y no es raro que se vuelva la estrategia mediática para debilitar y fragmentar —desplazando al lado “incorrecto” de la historia— a aquellos ciudadanos que se oponen abiertamente a sistemas populistas. En este sentido, populismo y polarización caminan juntos, al menos en una actualidad que parece necesitar de líderes cada vez más autoritarios —aunque carismáticos— ante la orfandad de una democracia representativa inteligente y sólida. Mesías simbolizados en un fuerte paternalismo que desde la silla del poder dictan qué es deseable y qué es absolutamente condenable hacer y creer.
Las democracias que se orillan insalvablemente hacia el populismo van fincando así, con la ayuda de una retó rica polarizada, gruesos cimientos de autoritarismo que en un futuro se verán alejadas del bien común para parecerse más bien a dictaduras disfrazadas de democracia.
Ficciones, entre la vox populi y sus voceros mesiánicos
Varios autores sitúan en la elección de Donald Trump como presidente del gran imperio, la fecha simbólica en la que el populismo contemporáneo mostró las contradicciones que es capaz de unir en una sola figura populista. Trump fue la figura de oposición frente al establishment de la clase política, “representaba” los intereses del pueblo norteamericano, estos que no eran valores de izquierda, sino que estaban regidos por antivalores racistas y por esa idea de que “lo americano” debía ser defendido frente a lo otro que no lo era, por cierto, eso otro, una mayoría en un país de migrantes. Trump también es la figura del “ciudadano común” pero excepcional, porque el ciudadano común norteamericano está lejos de ser un millonario y exitoso empresario que ha sabido burlar las leyes fiscales. Trump también es la prueba de que la ignorancia y la falta de cultura no solo pueden ser característica de las clases más pobres, sino que, más allá de un tema de dinero, es un asunto, al menos en este siglo, de disciplina y voluntad. El expresidente de Estados Unidos era un hombre de la clase económica más privilegiada del país, pero no por ello era el icono de un hombre de ciencia, ni del gran sabio o intelectual que haría de la educación una prioridad pública.
En este sentido, los populismos contemporáneos no tienen ninguna regla, ni parecen seguir reglas claras.
Pueden tener pretensiones de “izquierda”, pero comportarse en la realidad como regímenes neoliberales pero evangelistas, retóricamente abiertos a las críticas, pero señalando con desprecio a la primera oportunidad a sus detractores; humanistas en retórica, pero transgresores de las libertades individuales en la práctica. Los populismos de izquierda en América Latina crecen sin mucha resistencia, por ello mismo son populismos, porque cooptan a sus seguidores en el momento más oportuno, cuando la democracia ha fallado y los representantes del pasado han resultado decepcionantes una y otra vez.
Aunque el populismo es un régimen que, como la humedad, va empapando las democracias del mundo rápidamente, ello también resulta muy contradictorio, porque pareciera de inicio ser la opción de una democracia distinta representada al fin por un líder o un grupo de líderes que, en apariencia, será como la mayoría de los ciudadanos, de ese pueblo al que precisan gobernar, pero que a pesar de la insinuación de ejercer un poder más horizontal, el líder populista que toma las riendas de un Estado, como escribiría José María Lasalle, “resignifica sus presupuestos y modifica sus bases y fundamentos conceptuales mediante un giro autoritario que verticaliza la relación con el poder […] a una nueva mutación que se declina probablemente como una democracia personalista, directa, polarizada e inmediata”.
El populismo triunfa porque identifica a sus líderes con un discurso que enaltece el desgaste de las democracias del pasado, pero lo hace como lo haría cualquier ciudadano herido desde un discurso pasional y reaccionario. Discurso que estalla ante la ineptitud de los representantes de ayer, y que pone en duda la eficacia de seguir votando y abogando por las democracias del pasado, pero que, al mismo tiempo, y paradójicamente, esa “multitud acechante y decepcionada, reclama ser gobernada a golpes de autoridad y sin más limitaciones que el alcance de la seducción populista de sus líderes”.
Los populismos ya se imponen como la metástasis de las próximas décadas, crecen impredecibles y son excepciones a cualquier regla, no podemos rastrear con exactitud en qué momento un Estado liberal se convertirá en un estado de excepción, en un gobierno sitiado, en una “democracia” que ha dejado de ser democracia desde el ejercicio de la democracia: gracias al voto de una mayoría ciudadana que ha caído ante el carisma de un líder que, después de tomar el poder, ha enloquecido.
Sin embargo, no todo está perdido, porque en los populismos siempre podemos ver una regla invariable, un hilo invisible que recorre a todos sin excepción, uno que sí sabemos mirar con antelación, entenderemos que es el que une todas las incongruencias que un Estado populista pretende hacer confluir como lógicas: el discurso polarizado. La polarización y los populismos siempre van de la mano. La polarización es esa estrategia de guerra tan peligrosa que ayuda a empoderar a los líderes populistas mediante la división y el odio entre unos y otros. La polarización es la chispa que incendia y fragmenta a los pueblos, para finalmente ganar adeptos y extinguir a la oposición: “o estás conmigo o estás contra mí”, “transformación o muerte”.
Hay que aprender a darse cuenta a tiempo cuando un líder populista pierde los estribos ostentándose como un mesías, usando el disfraz de —como escribió Lasalle— “un líder redentor que ofrece una visión que da sentido frente a la inseguridad, la incertidumbre, la precariedad o la división”. Pero que terminará por confundir a sus discípulos, volviéndolos creyentes o herejes de esa religión que el nuevo mesías ha fundado: “una democradura, una forma política posmoderna que fusiona la democracia y la dictadura mediante un gobierno esencialmente iliberal que, sin embargo, mantiene el aspecto exterior de una democracia”.