Por Vicente Leñero
Publicado originalmente en el número 43 de Luvina (verano de 2006)
Largo tiempo permaneció José Antonio Zorrilla hablando con Julio, encerrados en su oficina. Nos parecieron horas mientras aguardábamos expectantes, más bien temerosos: recuerdo a Rafael RodrÃguez Castañeda, a Carlos MarÃn, al cartonista Efrén, interrogándonos entre nosotros y meneando la cabeza. De algún modo estábamos acostumbrados a las presiones y amenazas que nos llegaban de los representantes del gobierno, durante el sexenio de López Portillo y ahora con el grisáceo De la Madrid, pero Julio paraba siempre los golpes con su habilidad de karateca de la polÃtica. Ahora harÃa lo mismo, quizá, seguramente, nos decÃamos murmurando. Aunque quizá no. Con la Federal de Seguridad por delante y el tortuoso de Bartlett atrás, sintiéndose Dios.
Julio conocÃa a Zorrilla desde que éste tenÃa de jefe, en la Federal de Seguridad precisamente, a Fernando Gutiérrez Barrios. Se llevaba bien con el tal José Antonio, como un buen periodista se lleva con quien puede ser su fuente o acaso su vÃctima merced a un reportaje delator, nunca se sabe. Su «amistad», en este caso, sólo servÃa para facilitar el jaloneo de la charla, no para resolverla tratándose de un asunto que comprometÃa al secretario de Gobernación. Era él quien enviaba a su policÃa mayor para negociar con dinero —era mucho dinero el que le estaba ofreciendo a Julio, a Proceso, y ahà sà topaba con hueso— o con las amenazas contundentes de la fuerza bruta.
Por fin salió Julio de su oficina. HabÃa conducido a Zorrilla a la sala de juntas y le habÃa ofrecido un café, un vaso de agua, un refresco. El jefe de la Federal optó por una cocacola que le sirvió en un vaso Elena Guerra, la secretaria de Julio.
—¿Cómo va la cosa? —le pregunté al director cuando llegó hasta nosotros.
Julio meneó la cabeza francamente preocupado.
—Me sostuve. Le dije que Ãbamos a publicar el reportaje a como diera lugar.
—¿Y él qué dice?
—Quiere hablar contigo.
—¿Conmigo? —abrà tamaños ojos.
—Habla con él.
—Pero qué le digo.
—Tú sabrás —me respondió Julio con una sonrisa que tenÃa algo de irónica.
Sobreponiéndome a las piernas que se me aguadaban fui hasta la sala de juntas, donde José Antonio Zorrilla bebÃa de su vaso de cocacola. Era un cuarentón cuadrado, bajito, con cierto aire de rubio. Llevaba lentes gruesos, color ámbar, según recuerdo, y vestÃa de traje y corbata. No parecÃa un gorila, desde luego, sino un oficinista cualquiera, decente.
—Me dice Julio que usted es el único que lo puede convencer de que no se publique ese reportaje —profirió con voz tranquila, mirándome a la cara.
—Julio es mi jefe, es el director de la revista, y si él dice que el reportaje se publica, el reportaje se publica.
—Pero usted qué piensa.
—Yo pienso lo que piensa Julio.
Zorrilla chasqueó la boca. Puso el vaso de cocacola en el filo de la mesa ovalada que presidÃa la sala de juntas y empezó a deslizarlo, con las puntas de los dedos, hacia delante, mientras decÃa:
—¿Sabe lo que les pasa a ustedes? Son como este vaso —filosofó—: caminan rectos, rectos, pero no se dan cuenta de que la realidad se tuerce, como la mesa… ¿y qué pasa?
Zorrilla habÃa llevado el vaso hasta el lÃmite donde la mesa ovalada empezaba a curvarse. Lo impulsó un poco más, en lÃnea recta, y el vaso cayó con el estrépito de un pequeño vaso que se triza en el suelo y derrama el contenido de la cocacola.
—¿Se da cuenta? —me preguntó.
—Sà —dije—, ya entendÃ.
Zorrilla se inclinó para recoger una porción del vaso roto y lo puso de nuevo en la mesa. Sonrió. ParecÃa satisfecho con su parábola. Dijo, después de un silencio:
—¿Usted tiene cuatro hijas, verdad?
—SÃ, señor.
—Cuatro hijas a las que quiere muchÃsimo.
—MuchÃsimo, señor Zorrilla.
—No deje que les pase nada, señor Leñero… ¿Por qué no convence de una buena vez a Julio y terminamos con esto? Hágame ese favor.
Me levanté de la silla, dije un vago con permiso y fui a encontrarme con Julio, que habÃa regresado a su oficina.
Le conté el incidente, tal cual. Me vio francamente asustado.
—No, Julio, no se vale. Este cabrón y el cabrón de Bartlett no se andan con mamadas. Yo me la he jugado contigo desde el golpe a Excélsior por cosas importantes, pero por los pinches sobrinitos de Bartlett de plano no, no vale la pena. Yo ahà sà me rajo. Este amigo va/
—No me digas más, Vicente, no me digas más.
—Puedes pensar que soy un cobarde, que/
—Que no me digas más, te digo. Ya. Se acabó. Vamos a ver a Zorrilla.
Julio me tomó del brazo y regresamos a la sala de juntas, donde el director de la Federal de Seguridad continuaba sentado. Sus lentes redondos, su traje elegante.
Le espetó, directo:
—Tú ganas, José Antonio. No vamos a publicar el reportaje.
Zorrilla no esperaba una respuesta tan pronta porque se mantuvo sentado unos segundos, mirando a Julio. Por fin se levantó. Ladeó la cabeza y se aproximó para darle un abrazo, pero Julio estiró su derecha, como para detenerlo. Forzó un apretón de manos que debió ser de piedra.
Destruimos después los cartones formateados con el reportaje de Enrique Maza y en su lugar publicamos unas cuantas notas más de la sección Proceso nacional.
En 1985, un año después de que el periodista Manuel BuendÃa fue asesinado en un estacionamiento, José Antonio Zorrilla dejó la Federal de Seguridad. Fue nombrado candidato a diputado federal por el pri, pero huyó del paÃs. Se le acusó de mantener nexos con narcotraficantes y de ser el autor intelectual del crimen de BuendÃa. Lo declararon culpable en 1993 y lo sentenciaron a 35 años.
Ahà sigue, el cabrón, en la cárcel.
Publicado originalmente en el número 43 de Luvina (verano de 2006)