Hoy recuerdo a Heidegger con cierta la nostalgia, el filósofo escribió sobre la apertura afectiva que todo hombre y mujer tiene de sí mismo, sobre la propia comprensión de su situación —de su ser— y también de la relación que tiene con los demás, algo así como un tipo de solicitud, de «cuidado» que uno procura al prójimo.
El ser humano tiene este carácter dual en el cual existe en sentido estricto: para sí mismo pero también para lo que supera su propia existencia, el otro, en una relación y comprensión que siempre está dada desde la afectividad. Somos seres expuestos a lo afectivo, nadie es neutro, la pretensión de objetividad es sólo una quimera.
Somos seres de temperamento, estamos condenados a ver el mundo desde la rudeza afectiva antes que desde algún tipo de razón o inteligencia inamovible. Somos seres cambiantes, inacabados, indefinidos, que se dejan afectar por ese mundo que Heidegger pensó muy bien como un co-estar con los otros (Mitsein), una coexistencia. Porque incluso, cuando uno crea encontrarse solo, ello nunca suprimirá la inevitable comparecencia con los demás. Escribiría el filósofo en Ser y tiempo: “el estar solo es un modo deficiente del co-estar, su posibilidad es la prueba de éste”. En síntesis, somos parte de una comunidad y ésta siempre nos antecede, lo queramos o no. Jean Luc Nancy, fiel seguidor de Heidegger, dirá que la comunidad nos traspasa, nos supera, y se sostiene más allá de un Estado, desde que nacemos pertenecemos a una “comunidad inmanente”.
Regresando a Heidegger, ese ocuparse del otro, lo que él reconoció como solicitud o cuidado hacia los demás (Fürsorge), no significa en sentido estricto tratar al prójimo desde una condición digna y desinteresada. Sino que uno puede “cuidar” de los demás desde varias maneras, se puede por ejemplo oprimir, ofender y hacer de nuestros semejantes un medio para un fin egoísta, o también todo lo contrario. Heidegger habla así de dos posibilidades de solicitud: una que despoja al otro de su libertad de ser en cualquier sentido, por lo que éste se convertiría en subyugado, en víctima de algún abuso; pero también se puede atender al otro procurándole ante todo su libertad, una solicitud en la cual se “deje ser”.
De tal manera, somos seres mediados por nuestras afecciones, que desde que venimos al mundo pertenecemos a un tipo de comunidad, como escribiría Nancy que es “imborrable”, en la cual al “ser” está dado siempre desde la comparecencia con los demás. Y dicho comparecer con el prójimo puede ser ejercido a partir de relaciones justas o injustas, desde un abuso o desde un cuidado auténtico hacia la preservación de la libertad ajena.
Pero si somos seres templados por alguna afección y al mismo tiempo estamos en esa cercanía con los otros, se me ocurriría agregar una categoría que puede diferenciar entre una comparecencia considerada hacia el prójimo, de aquella que intenta nulificarlo: esta es la empatía. Que no es otra cosa más que arraigar en el otro una certeza común, una mirada compartida, o como lo diría Byung-Chul Han, la empatía “tiene lugar cuando las cosas se comunican entre ellas en virtud de una afinidad, cuando están cara a cara y entablan relaciones, cuando traban amistad”.
A pesar de lo anterior, parece que en las redes sociales esta comparecencia justa y respetuosa con el prójimo va perdiendo sentido, exacerbándose lo opuesto. La falta de empatía es algo que se anida en las redes sociales como un tipo de guerra entre sexos, entre colegas, entre intelectuales, entre jóvenes y viejos, y en general entre sectores de la población que son más próximos de lo que se cree, antes que enemigos o antagónicos confesos.
En este sentido, es penoso leer comentarios de toda índole cargados de violencia y maniqueísmo, por ejemplo, donde por un lado encontramos la pureza moral de un líder y sus seguidores de izquierda: los abominables «chairos», mientras que en el otro extremo están «los vendepatrias de la derecha reaccionaria», ambos intolerantes, clasistas, e imposibilitados a generar un diálogo fructífero.
Aunque también tenemos a la severidad intelectual, esos hombres que escriben con canas en las manos, voces anacrónicas a quienes el escapulario no deja de brincarles frente a los «apáticos y tecnófilos millennials», contraponiendo a estos el ejemplo moral de su antigua juventud, como absoluta exhortación ética
Pero no olvidemos el lugar común de la bufonería intelectual, la caricaturización de cualquier idea, ese humor, a veces sobrado, mediante el cual la posibilidad del diálogo queda anulada. Hacer de toda opinión, declaración o argumento un chiste, volviendo del ágora que ofrecen las redes sociales un circo, me hace pensar, desde mi innegable puritanismo, que Darwin se equivocó.
Tal como en algún momento nos volvimos seres de la Nueva Inquisición, que desde la primacía moral, contribuimos a un tipo de violencia colectiva, fundada a partir de un comentario de odio en facebook, o en twitter; también hemos tomado el papel de payaso que sale al escenario a entretener y no ha debatir con argumentos. Y al final, terminamos sumergidos en el mar de comentarios que más bien contribuyen a generar un ambiente de hostilidad entre generaciones, afinidades políticas y clases sociales. Una vez más Heidegger tenía razón, somos seres históricos y siempre existirá la posibilidad de comparecer con el prójimo desde un modo inauténtico, abusando de él y continuando así con esta tradición de homogeneizar la superficialidad de las opiniones, de fomentar la antipatía anulando la convivencia horizontal y tolerante.
Escribo desde la ira, posiblemente, e incluso estoy abatida por una meditación visceral.Como tantos escribo desde el lugar común de la inconformidad, derivada de mi particular estado afectivo, uno que sigue encontrando indignante cualquier falta de empatía hacia el prójimo, que se envilece ante la comedia de temas con los que deberían tenerse mayor respeto, mayor análisis. Pero escribo esta breve reflexión porque no puedo dejarlo pasar. La falta de comparecencia auténtica de algunos «intelectuales», medios y opinólogos aficionados me sorprende, me asusta. No podría detenerme en el vituperio de dar señas y nombres, y de tomar esa ausencia de “comparecencia” ética como algo personal. Un escenario hundido en la banalidad, en discusiones maquiavélicas e infructuosas, en chistes mediocres repetidos al infinito, en el oleaje banal de esta comunidad, que aunque es virtual, sigue siendo una comunidad: las redes sociales.
Este espectáculo de bajo nivel en el cual se nulifica cualquier esfuerzo en un mensaje de ciento cuarenta caracteres, es una forma más de relacionarse con el prójimo, una que le apuesta al irrespeto, a la banalidad, a la injusticia. Una que no deja de sumergirse en ese mundillo de la publicidad del que tanto hablaba Heidegger, de lo impropio, del chismerío y la egolatría; de llamar la atención aunque el medio sea aplastar la dignidad del otro, o exponer la frivolidad propia. Finalmente, una guerra más ganada por la intolerancia y la estulticia.
¡Gracias por convivir!