Por: Irving Ramírez
Los obstáculos, como si un misterio latente cubriera toda la existencia humana. La vida, como una tarea interminable e inútil. Cual si la Tierra jugase con nosotros: todo como una broma.
Diríase que la vida tuviere distintos planos con un doble significado y, no obstante, esa piedra de Sísifo, un tormento, es también deseada para el escritor checo más célebre de la historia. Textos como La partida, Salir de aquí, ¡Olvídalo¡, De las alegorías, El rechazo, De la construcción, y varios de sus aforismos, contienen dicha circunstancia en la obra de Franz Kafka.
Asombra la inteligencia de su prosa, y la belleza del estilo. “La idea de quererme ayudar es una enfermedad”, dice el protagonista de una de sus historias. A veces recuerda a Dostoievski, uno de sus héroes al lado de Kleist, Flaubert o Grillparzer, pero sin la prolijidad y los alegatos interminables entre personajes de aquel.
Otra idea que persiste en él es el sustrato religioso, recurrente en toda su literatura; así como la raíz mítica, “El buitre” recuerda al águila de Prometeo, y acude a varias referencias griegas. La cábala, la Torah, la sentencia del judío culpable siempre por serlo ante Dios; obra catártica y epistemológica. Es un abrevadero de sus propias penurias que comparte con muchos.
La metáfora burocrática desconcierta. Grachus, el cazador, debe terminar sus cuentas, varios personajes mencionan sus tareas mundanas de contables, agrimensores, o empleados de oficina. Y esa normalidad laboral se torna una tarea metafísica. Más que crítica social, hay un intento por mistificar lo cotidiano.
Abundan fragmentos de oficinistas, el mismo Grachus es contable; no es para nada alienación punitiva, solo referencia de una extraña normalidad. En el relato El matrimonio, La metamorfosis, El vecino, etc. acaece todo esto.
Un afán por evadirse y huir en una balsa, un caballo, un cubo, “salir de aquí, esa es mi meta”, dice uno de ellos. Y allí contrasta con la prisión de un deber, un empleo o un destino.
Es interesante la actitud desdeñosa, cruel, sorda de los humanos y sus oficios; el guardián de Ante la ley, la esposa del carbonero en El jinete del cubo. El primero, condena al campesino a la muerte por espera; la segunda, expulsa al jinete hasta los bosques gélidos. Todo es definitivo, insondable.
Este mundo propio, cerrado, ínsula literaria, es lo kafkiano. La traducción del mundo onírico a la literatura versa el lugar común, pero no por ello es falso.
Si en él todo es un más allá (en esos planos semánticos superpuestos), es una aventura, aun en los textos breves; ya ni qué decir en sus novelas El proceso, El castillo, América. La originalidad estriba en el abuso del fuerte sobre el débil, y esto en un mundo inaccesible, o más incomprensible fundado en el abuso.
Sus aforismos, por ejemplo, continúan ese camino oscurecido:
A partir de cierto punto no hay retorno, ese es el punto que hay que alcanzar.
Y es precisamente su caso: con su literatura, en su contexto trascendió las vanguardias, y a sus contemporáneos con esa obra imposible que, intuyo, nunca quiso realmente condenar a la hoguera.
Es como sus verdugos en El proceso, el guardián de Ante la ley, y varios más: la víctima atrae a su victimario; merece el castigo solo por el hecho de haber nacido.
Maestro de las paradojas, es implacable con la debilidad. Si se ha dicho que en su trabajo domina el obstáculo, la imposibilidad, tal es el sino de sus héroes y el suyo propio, al tener la inteligencia de identificarlas, se posesiona por encima de ellas cada personaje. Y las situaciones son encrucijadas, problemas, y allí siempre a la vista, la inteligencia.
Algunos textos son míticos, y profusamente poblados de una fauna humana, ya que los animales piensan, hablan, sienten, así sea un mono, un topo, un buitre, una corneja, una cucaracha, un perro, etc. Todo remite a lo humano, pero también a lo que es más divino, la identidad sagrada.
Escribe Maurice Blanchot, “toda la obra de Kafka está en pos de una afirmación que quisiera conquistar mediante la negación”. Creo que la destrucción de su legado literario, encargado a Max Brod, ya existe en la obra misma. Cada relato, aforismo,
novela, apela en ese sentido. Una obra que atenta contra sí misma. Y es en eso, precisamente, donde estriba su grandeza, además construida la mayoría sobre el fragmento.
Con su sobria prosa, impecable, desprovista de experimentos formales, pone énfasis en el sentido. No requiere de más para romper la tradición. Una obra tan vasta, pero tan breve, que se abre al mundo por su misterio eterno.
Vemos en Kafka una tautológica tarea de existir en medio de la obviedad: lo cotidiano es una trampa, y solo descifrable por uno mismo, y, sin embargo, acaece una y otra vez. Dice en un aforismo que acaso recuerda la Metamorfosis, y esa imposibilidad paradójica del círculo vicioso en todas las acciones:
Como los desperdicios que caen de la propia mesa; por eso durante un rato se sacia más que todos, pero se olvida de comer arriba de la mesa; por eso también deja de haber desperdicios.
Su vocación por el infinito y lo grandioso contrasta con su fijación por lo nimio. No pocas veces en las Cartas a Milena le dice que él revolotea a su alrededor como una libélula, o que se arrastra por el piso como un insecto; ese mirarse a sí mismo pequeño, infinitesimal lleno de miedo o de vulnerabilidad, lo define. Consciente de esta inanidad, es su visión del ser humano. Dice:
Dos posibilidades: hacerse infinitamente pequeño o serlo. Lo segundo es perfección, por lo tanto, inactividad; lo primero, comienzo, por lo tanto, acción.
Da la sensación de que el universo que habitan sus creaturas es autónomo y no tiene relación con el nuestro, de esa manera es tan íntimo y personal, y, sin embargo, hay una conexión secreta, que toca íntimamente la experiencia humana, o acaso el lado de los sueños, aunque las leyes allá sean otras. Es el mundo onírico, es la lógica del absurdo que deviene normalidad en su rareza. Sus protagonistas, todos ellos, son sujetos de abusos, incomprensiones, injusticias, persecuciones, trampas, y solo poseen su debilidad para mostrarse. No hay salida.