El concepto de violencia política por razón de género se desvirtuó desde hace tiempo, porque algunas mujeres en cargos públicos lo utilizaron como un método de censura. Y eso lo saben muy bien los activistas de sofá que, recientemente, se desgarraron las vestiduras por la Ley de Ciberseguridad.
Como algunos de estos activistas recibieron dinero o contratos publicitarios por parte de ciertas funcionarias, pues ahí sí ya no era una buena inversión tirarse al piso con la consabida leyenda: “¡No nos van a callar!… ¡Ya volvimos a salir!… ¡Intentan censurarnos!” y un largo etcétera. Ya sabemos que, en México, no es que no tengamos memoria: sí la tenemos, sólo que es selectiva y convenenciera.
¿Por qué aseguramos que la denuncia por violencia política de género se ha convertido en un arma de censura? Porque ocurre ahora mismo con una madre de familia que se atrevió a cuestionar a una diputada federal —hoy conocida públicamente como “Dato Protegido”— y a la que han despedazado en redes sociales.
Porque estas denuncias se enfocan, principalmente, en periodistas. Y —como muchos bien saben— los salarios de los reporteros en México son bajos; pagar a un abogado para defender un caso de este tipo puede costar más de 30 mil pesos. Algunos, lamentablemente, no tienen los recursos. Y aún si los tuvieran, el simple hecho de que los molesten en su domicilio ya es un mecanismo para amedrentarlos.
Ahí están los ejemplos de mujeres que, aunque han brincado de partido en partido, cuando alguien las llama “chapulines” consideran que eso constituye violencia política de género.
O el caso, común, en el que el esposo era funcionario y la esposa obtiene una candidatura o un cargo de elección popular. El simple hecho de mencionar que es “la esposa del expresidente municipal” o “del exdiputado local” ya se considera violencia de género para las aludidas.
Recuerdo el caso de una diputada local que se ofendió porque se mencionó que su esposo era el presidente del Poder Judicial de un conocido estado. Sólo por señalar que su marido era titular de un poder, corrió a interponer su denuncia ante las autoridades electorales.
Lo que nunca se supo fue que quien verdaderamente sufría violencia era el pobre marido. A leguas se notaba que ella lo manipulaba. Incluso se dijo que había impuesto aviadores en el Tribunal Superior de Justicia. Él sí sufría violencia política por razón de género.
El entonces gobernador destituyó al pobre hombre. La diputada, en vez de enfrentar al mandatario, prefirió desquitarse con la prensa, que había evidenciado cómo la pareja utilizaba el Poder Judicial a su manera, pues hasta playeras con su imagen mandaron a hacer. Me cuentan que fueron varios los reporteros denunciados. Ningún medio ni organización salió en defensa de ellos, por cierto.
—¡Nombres, nombres! —exige el respetable.
—Ya se nos olvidó —responde este tundeteclas—. Pero así ocurrió, al parecer por allá por el estado del Plan de Abajo.
Lo curioso es que muchos de estos periodistas-activistas de sofá sólo exigen “apoyo gremial” cuando les conviene. Porque eso del “respaldo al gremio” es casi un acto de fe: se dice que existe, pero nadie sabe dónde.
No nos desviemos: la lucha genuina contra la violencia política de género se desvirtuó. Se convirtió en una herramienta para callar, censurar y reprimir. Pero eso, claro, no lo van a decir los activistas de sofá, porque sus intereses están con aquellas mujeres que, en su momento, les dieron un jugoso contrato de publicidad. Además, sería mal visto socialmente decirlo.
Ustedes lo saben: la doble moral habita en todos nuestros corazones.